Cartafolio de Roma (y VI). Coleccionismos

Mario Praz escribió en La casa de la vida que “cada uno tiene una lista de placeres que le están negados porque no los comprende”. Yo no alcanzo a comprender qué secreto gozo satisfacía su furor coleccionista, qué placer le proporcionaba abarrotar con muebles, pinturas y esculturas de finales del siglo XVIII y la primera mitad del siglo XIX sus domicilios romanos: primero, un apartamento en el palacio Ricci de Via Gulia; finalmente, la tercera planta del palacio Primoli, en Via Zanardelli. Tampoco lo debe de entender la guía que amablemente acompaña a los visitantes en su recorrido por las habitaciones de la última residencia del anticuario, considerada desde 1995 oficialmente casa-museo, aunque, en realidad, siempre lo fue. Lo ininteligible que le resulta aquella pasión a la que se entregó Mario Praz queda patente en las explicaciones que hilvana, aderezadas con una gracia llena de ironía y franco desapego hacia el erudito fetichista y exenta por completo de la devoción que parece presumible en la encargada de mostrar aquel legado.

Sin embargo, entiendo perfectamente y comparto la preferencia de Mario Praz, entre todos los rincones romanos, por la Piazza della Rotonda y sus calles aledañas. Esta plaza es uno de los grandes placeres, con efectos alucinógenos, que Roma regala. Salir de la fascinación hipnótica que provoca la vista del Panteón –en especial, cuando llega la noche y la iluminación confiere una vaga sensación de irrealidad a la contundente majestuosidad de su pórtico- no es fácil. Pero siempre se puede reclamar ayuda en alguno de los muchos locales que en la zona despachan al apabullado paseante la cafeína imprescindible para comenzar a reponerse.

A sólo dos pasos se encuentra la Tazza d’Oro, donde sirven “el mejor café del mundo”, según alardean, tal cual, en castellano, los luminosos del establecimiento. No sé si alguien está en condiciones de corroborar la excelencia insuperable de este café después de ser obligado a tragarlo rápidamente arrimado a la barra, ante la ausencia descortés de una mesa a la que sentarse para degustarlo con tranquilidad. Así que resulta preferible caminar un poco más, no mucho, y acercarse al Giolitti. El café es delicioso, los espejos espejean, las lámparas son enormes y pretenciosas, la Via Uffici del Vicario entra por la vidriera del salón y los camareros van uniformados, con chaquetillas blancas y también con la especie de altanería antipática de quienes saben que trabajan en un local con la distinción que otorga una historia que se remonta a 1930. Es perfecto y uno está dispuesto a perdonar que los veladores no sean de mármol, ni las sillas, de madera y tapizadas de rojo.

En el Giolitti cabe el recuerdo de los cafés que fueron y ya no son. Quizás por eso –o, más prosaicamente, por los efectos levemente alcohólicos de un frapuccino- allí comenzamos a diseñar una ruta por Roma buscando los célebres y extintos cafés de la ciudad. Parecía plausible hacer este peculiar ejercicio de arqueología en una ciudad tan dada –ruinas obligan- a esta disciplina. Así, llegamos a Piazza di Spagna y en el lugar donde un día estuvo el Caffè Al Buon Gusto, después rebautizado como Nazzari, donde Gogol acostumbraba a tomar su taza de café muy cargado con nata, se encuentra hoy un negocio de moda. Una tienda del mismo gremio ocupa el número 347 de Via del Corso donde estuvo el Singer. Muy cerca, en Piazza Colonna, en el local del Caffè Ronzi se venden ahora teléfonos móviles y ordenadores. En el inicio de la Via del Babuino y con vistas a la Piazza del Popolo sobrevive el Caffè Canova; es un decir, porque es más restaurante que café y, además, hace gala de una fría decoración postmoderna que no se redime ni colocando fotos de Fellini y carteles de 8 1/2.

Estas visitas no prepararon el ánimo para contemplar lo que es –y no admito discusión posible al respecto- una violación sacrílega: un McDonald’s ha colonizado, en Largo San Carlo, el espacio que perteneció a finales del siglo XIX al Caffè di Roma; y un establecimiento de la cadena Autogrill ha hecho lo propio con el Caffè Aragno, con la agravante de usurpar el mítico nombre, que es el único vestigio del histórico local que no ha sido liquidado. Nada permite evocar el espacio en el que Oscar Wilde degustó un granizado de café, del que Luigi Pirandello hizo salir a Matías Pascal barruntando en la posibilidad de fingir su suicidio, o donde nació, entre tantas otras publicaciones políticas y artísticas, La Saletta d’Aragno. Sólo rebuscando mucho, se puede encontrar en una pared una pequeña muestra del mármol que decoraba la terza saletta por la que pasaron Marinetti, De Chirico, Modigliani, Picasso, Ungaretti y Trilussa, algunos de los muchos célebres clientes del establecimiento. En 1894, Zola escribió: “Diez minutos en el café Aragno, definido el corazón de Roma”. Hoy sobran nueve minutos y medio para comprender que en el Aragno lo único que queda definido es la falta de romanticismo del capitalismo global que, además y por razones absolutamente más serias que las que aquí nos ocupan, no tiene corazón.

Para evitar un previsible nuevo disgusto aplazamos hasta otra oportunidad la excursión a la Piazza San Lorenzo in Lucina para ver qué ha pasado con el Caffè Nuovo, el más bello de Roma, a decir de Stendhal. También porque, a estas alturas, de repente, sentimos un poco ridículo y absurdo este coleccionismo de cafés del que, sin embargo, no nos arrepentimos. Sin muchas esperanzas de ver atendida la demanda, pido para el insensato y desquiciado afán la indulgencia que le negué a Mario Praz.


A Julio, que no censuró mis desvaríos cafeteriles e incluso se prestó a convertirse en un cómplice perfecto; también por su compañía en la visita a la Casa-Museo de Mario Praz.


Imagen:
Amerigo Bartoli: Amici al caffè (1929)
Galleria Nazionale d’Arte Moderna di Roma


Cartafolio de Roma (V). Derecho de réplica

La embajada de España en el Vaticano o, para ser más precisos, su biblioteca despertó una poderosa fascinación en Josep Pla. La atracción se fundaba en la sospecha de que los legajos allí conservados contenían importantísimos secretos y noticias que podrían ocupar con provecho las horas de un disciplinado erudito. Pero Pla no pertenecía a ese gremio, por eso -y a pesar de la atracción que el lugar ejercía en él- nunca llegó a frecuentarlo durante su estancia romana en los años de la guerra civil, según su propia confesión:

“Muchos días, después de comer, mientras bajaba la escaleras de la Piazza [di Spagna], me ponía a deliberar sobre si tenía que dirigirme a la biblioteca o al café del Greco, que está muy cerca. Siempre me decidí por el café del Greco”.

Los fantasmas, como todo el mundo sabe, existen. El de Josep Pla debió de creer que en el último texto de este blog se insinuaba que hizo caso a quien lo invitó a abandonar el Greco por haber acogido al “masonazo” de Goethe, así que se apresuró a reclamar el derecho de réplica y me hizo abrir sus Notas dispersas exactamente por la página –la 735– de la cita antes reproducida. Atiendo su solicitud y aclarado queda.