Richard, el de los periódicos, y Mendel, el de los libros

Joseph Roth vino al mundo en los cafés, en los cafés vieneses, aquellos locales que, sin dejar de ser espacios domésticos, fueron también una atalaya desde la que otear el mundo. El café ponía a disposición de sus clientes una riqueza hoy inimaginable de periódicos locales y extranjeros. Sentado a la mesa de un café vienés, Roth leyó la prensa del día y se descubrió a sí mismo como el espectador y el ciudadano del tiempo del que hablaban aquellas hojas. Las noticias de la Gran Guerra desplazaron otros temas de conversación e intereses, convertidos, de repente, en triviales y frívolos pasatiempos propios de un diletante de la vida que Roth ya no podía ser. Soma Morgenstern, en Huida y fin de Joseph Roth, llegó a decir más: allí se incubó y manifestó “ese rasgo de su carácter que lo atrajo hacia el periodismo”.

Fue precisamente el periodismo el que llevó a Roth de Viena a Berlín, pero el viaje no supuso una deserción del café. Fue asiduo del Café des Westens, refugio de tantos otros escritores, periodistas, editores y pintores desde finales del siglo XIX y bautizado por el que suponemos el sentido del humor alemán como Café Grössenwahn, es decir, café de la megalomanía. Por allí pasó Julio Camba y, genuino hombre de café donde los hubiera, advirtió con claridad la transformación del café “bohemio y barriolatinesco” que había sido, en el local burgués, “elegante y fino, con paredes de mármol y servicios de plata”, que era en 1913. Aquella mudanza de su espíritu constituía, en realidad, el presagio de su desaparición. El Café des Westerns cerró, efectivamente, pocos años después, en 1921. Camba tituló “El café de las locuras de grandezas” la necrológica anticipada; Roth, “Richard sin reino” la necrológica más hermosa. ¿Quién era Richard?:

“¿Cómo? ¿Qué el mundo ya no recuerda quién es Richard? ¿Richard, el camarero encargado de los periódicos en el Café des Westens? Richard, que llevaba su joroba como un signo corporal de la nobleza de su espíritu; la joroba como símbolo de sabiduría y romanticismo. Su defecto físico compensaba las diferencias de rango y colocaba al camarero entre las filas, por los menos, de los periodistas de espalda recta. […] Fue concebido expresamente por el consejo literario de Dios Nuestro Señor y elegido por el jefe de prensa del cielo para ser el camarero encargado de los periódicos. Asistió a las idas y venidas de generaciones de literatos. Los vio desparecer en las cárceles u ocupar sillones de ministro, convertirse en revolucionarios y en agregados culturales. Y todos le dejaron a deber algún dinero. Él sabía qué camino tomarían, conocía su estilo. Sabía dónde se reimprimían sus escritos y les mantenía al corriente. Les lanzaba el periódico con la noticia como quien entrega un mensaje en una bandeja. […] Richard era un mecenas”.

Richard era el rey del Café des Westens y cuando el establecimiento cerró, él se convirtió en un “rey destronado”, en “personaje de drama sin dramaturgo”. Se trasladó, como la bohemia desalojada del Café des Westens, al Romanisches Café:

“Se sienta en cafés extraños y aguarda -¡cuánta miseria!- a que le pasen el periódico. Richard, en su día señor absoluto de la prensa nacional y extranjera, espera a que los camareros le traigan los periódicos. Él, que por así decirlo tenía el ius primae noctis, el derecho de pernada sobre las ediciones acabadas de imprimir, recibe ahora periódicos de segunda mano…”.

Joseph Roth colocó entre exclamaciones la intuición del insondable drama íntimo de Richard: “¡Quién sabe cuánto dolor no sintió al llegar a su patria en calidad de cliente y forastero, reclamando periódicos en lugar de repartirlos!”. Leyendo aquella prensa de segunda mano, “su alma pasea por los campos del pasado”, los campos que le pertenecieron y a los que él pertenece. Y así fue como Richard “fue olvidado por motivos históricos, como un escritor pasa de moda”. Roth firmó en 1923 esta evocación nostálgica.

Ha sido la lectura de Mendel, el de los libros, de Stefan Zweig, la que me ha recordado al Richard que Joseph Roth retrató en una de sus crónicas berlinesas. Jakob Mendel, personaje de la ficción concebida en 1929 por Zweig, había convertido el Café Gluck de Viena en “su taller, en su cuartel general, en su puesto de trabajo, en su mundo”. Así fue durante más de treinta años para aquel librero de viejo, absorto en sus catálogos, ajeno e indiferente a su tiempo:

“Jamás se había asomado a un periódico, ni había hablado nunca con otra persona. Pero, incluso cuando los vendedores ambulantes de periódicos armaban aquel escándalo para anunciar las ediciones extra y todos los demás se arremolinaban a su alrededor, él nunca se levantó ni prestó atención”.

Su aislamiento no lo salvó. Mendel había rehuido de su tiempo, pero el tiempo fue a buscarlo al café. Su inocencia o su ingenuidad no impidieron que la Gran Guerra lo arrancase del café, al que ya no pudo volver: “Mendel ya no era Mendel, como el mundo ya no era el mundo”. De igual modo que el café Gluck, ya no era el café Gluck.

Stefan Zweig se sirvió de Mendel para hacer el retrato y la crítica de sí mismo y de una parte de su generación, a la vista de lo que escribió en sus memorias:

“[…] nosotros, los jóvenes enteramente encapullados en nuestras ambiciones literarias, reparábamos poco en aquellas mutaciones peligrosas que se apoderaban de nuestra patria; sólo mirábamos cuadros y libros. No teníamos ni el más remoto interés en los problemas políticos y sociales. ¿Qué significaban aquellas contiendas aguadas en nuestra existencia? […] No vimos los signos de fuego escritos en la pared […]. Y sólo cuando, decenios después, los techos y las paredes se desplomaban sobre nuestras cabezas, reconocimos que, desde mucho tiempo atrás, los fundamentos estaban ya socavados y que, con el nuevo siglo, había comenzado simultáneamente en Europa el ocaso de la libertad individual”.

Los hombres nacidos en el café conocían perfectamente el espíritu de la institución. Por eso supieron advertir tan certeramente cómo algunas transformaciones eran heridas mortales. Los hombres nacidos en el café, siempre fueron del café, incluso cuando éste dejó de existir. Desterrados de una patria extinta, de un mundo derrumbado, de un tiempo periclitado, intuyeron la formidable potencia metafórica de la desaparición del café, sobre la que se sintieron impelidos a escribir, quizás en un ejercicio necesario para comenzar a comprender hasta qué punto el ocaso y muerte del café, como síntoma de tantos otros cambios, iba a afectar a su biografía. Es seguro que Zweig concibió a Mendel, el de los libros, para hablar de sí mismo. Quizás Roth también se sabía escribiendo sobre sí mismo cuando esbozó el retrato de Richard, el de los periódicos. Mendel, en el cenobio ensimismado del Café Gluck, ajeno a su tiempo y a los periódicos, y Richard, en la atalaya sobre el mundo del Café des Westens, viviendo su tiempo y dueño de los periódicos; Mendel y Richard, tan distintos, y, sin embargo, compartiendo destino: el exilio de una patria y de una época que dejó de existir, la que se resumía para ellos en el cálido refugio del café.

El infierno de los periodistas

Julio Camba no desaprovechó ninguna de cuantas ocasiones se le presentaron para desacralizar el trabajo de escritores y periodistas, lo que, por supuesto, incluía el suyo. Que cómo hacía él sus artículos. Pues “yo –explicó en 1913– me encierro por las tardes en un cuarto con un poco de papel como, para hacer otra cosa, pudiera encerrarme en otro cuarto, con otro poco de papel. Allí comienzo a hacer esfuerzos y el artículo sale. Unas veces sale fácil, fluido, abundante; otras sale duro, difícil y escaso, pero siempre sale”. Leído esto, resulta fácil deducir que Julio Camba estuvo muy lejos de ser uno de aquellos periodistas que consideraron su profesión un sacerdocio. Demasiado escéptico para que así fuese. Por otra parte y puestos ya a consagrarse a una vocación con ínfulas de trascendencia, debió de pensar que mejor hubiese sido no andarse con rodeos y haberse hecho cura, cura de aldea. En un curato campesino de su tiempo, tal y como él mismo lo describió, “las gallinas ponen para el cura sus más grandes y sabrosos huevos; la ubre de las vacas y de las cabras, exprimida por las manos virginales de las zagalas, da para el cura su leche más blanca, espumosa y nutritiva; los árboles reservan para el cura la más óptima y suculenta madurez de sus frutas. ¡Y qué vino este vino hecho especialmente para el cura, con uvas que se escogen una a una!... ¡Gaudeamus!”. De haberse hecho cura, su vida habría transcurrido “amable, sensual y glotona”, es decir, el más fantástico sueño de Pantagruel hecho realidad, el cielo en la tierra para el bon vivant que fue Camba. Se extravió de ese plácido destino al hacerse periodista:

“¿Por qué no he querido ser cura? ¿Qué demonio mal informado me visitó en un sueño intranquilo para aconsejarme que no lo fuese? Todavía hace poco que una buena mujer, aludiendo a los azares de mi vida de periodista, me ha dicho:
-¡Cuánto mejor estarías en un curato que por aquí!
Y añadió:
-Mejor para el alma y mejor para el cuerpo”.

Mejor para el cuerpo, sin duda; y mejor para el alma, también. Los periodistas sin inteligencia ni imaginación para representarnos nuestro infierno, nuestro infierno en la tierra, tenemos aquí la posibilidad de echarle un vistazo:


*****

A todo esto, quién se acuerda de las madres dolorosas de los periodistas que, en su infinita sabiduría, atisban los abismos infernales de la profesión y, en su piadosa ingenuidad, hacen lo único que pueden hacer por el alma de sus descarriados hijos: ir a misa, rezar y confiar en que sus plegarias sean atendidas. Como la de Tomás Eloy Martínez.

Picouto tenía razón

La anécdota -cierta o no, poco importa para el caso- la contó Wenceslao Fernández Flórez en uno de sus artículos. Era Picouto el director de un diario coruñés que un día asistió a una escena de sádico ensañamiento con un gato: había sido “pescado” con el señuelo de un trozo de carne prendido de un anzuelo. La noticia que el periodista redactó sobre el suceso arrancaba diciendo: “Dos salvajes que se dedican a cazar gatos con anzuelo…”. La pareja que había protagonizado el suceso se presentó en la redacción del periódico con un reproche: “No se puede injuriar impunemente al Ejército español”. Y es que los dos jóvenes resultaron ser oficiales que se amparaban en su rango militar para exigir una rectificación a la que Picouto no accedió. Dada la insensibilidad manifestada por el periodista ante el primer argumento, recibió otros que pretendían ser más convincentes: los palos que le propinó un capitán de Infantería y las amenazas de ser llevado a los tribunales en virtud de la Ley de Jurisdicciones. El asunto se ponía feo.

“El infeliz –relató Fernández Flórez– fue a visitar a una autoridad para pedir amparo, y la autoridad le instruyó:
-Usted puede escribir, si quiere, veinte volúmenes contra la caza del gato con anzuelo; puede fundar otro periódico exclusivamente consagrado a defender los intereses de los gatos. Pero insultar al Ejército, no.
-Adjetivé a dos hombres crueles.
-Adjetivó a dos oficiales. Cacen gatos o funden asilos para gatos, son dos oficiales siempre.
Vencido, Picouto redactó otro suelto:
‘No eran dos salvajes, eran dos tenientes de Infantería los que hace una semana…’”.


Es conocida la querencia de Fernández Flórez por las parábolas. Ésta fue escrita en los primeros días de la II República, a modo de advertencia sobre su indisposición para seguir el ejemplo del claudicante Picouto:

“Los políticos están ahora tan terriblemente identificados con sus ideales, que muchas veces creen que el ideal es… ellos mismos […]. Si se opone un comentario hostil a sus procedimientos o a sus manifestaciones, extienden trágicamente un brazo para denuncia ante el país:
-¡He ahí un enemigo de la República!
Desde ahora aclaro que no veo en toda la extensión de la política española un solo hombre que pueda presumir de que en él está vinculado el nuevo régimen. El que cace gatos lo hará por su cuenta”.


En junio de 1932, Fernández Flórez sintió la necesidad de replicar a quienes, desatendiendo aquel aviso, encontraban en sus críticas a los hombres del nuevo régimen y a sus políticas el propósito de acabar con la República. Hacía un irónico propósito de enmienda:

"Para mí, desde hoy, el presidente del Consejo es la República; sus mejillas, las mejillas de la República; sus verruguitas, las verruguitas de la República. Cuando le vea merendar en el bufet del Congreso, diré: ‘La República se robustece’. Cuando le oiga calificar de idiotas, cursis, estúpidos, imbéciles, a los que dicen algo contrario a lo que él piensa, meditaré: ‘La República bien puede tener desplantes’. [...]
Únicamente existe un escollo. Si Azaña es la República, la República será, a su vez Azaña. Otra cosa no sería justa. Entonces, si el señor Azaña tiene algún día –lo que no deseamos– una colitis, ¿hemos de entender que le duele la barriga a la República?
Para la mejor comprensión de mis deberes de republicano ortodoxo, me conviene que se aclare este asunto”.

Así terminaba el artículo “La República, confundida con sus hombres”. Tiene su gracia el modo en que Wenceslao Fernández Flórez decía en sus Acotaciones de un oyente de 1931 y 1932 lo que Arcadi Espada, con gravedad circunspecta, denuncia hoy en Periodismo práctico: “Ante la impugnación de su trabajo, los políticos suelen responder que se trata de un argumento populista, fascistoide, violento. Su egocentrismo es tan chabacano que se confunden a sí mismos con la democracia y aun con la propia política. Es evidente que esa distinción debe hacerse. Y que su trabajo puede ser juzgado. Técnica, fría, objetivamente”. A veces lo técnico, frío y absolutamente objetivo está en el calor del adjetivo. Es evidente que el apocado Picouto tenía de su parte la razón de la objetividad periodística: aquellos dos eran unos salvajes.

Política y periodismo

Dice Arcadi Espada en Periodismo práctico:

“Hay un momento fundamental en la relación entre la política y el periodismo que sería muy interesante precisar. El momento en que el parlamentario ya no se dirige a sus iguales, sino que vuelve la cara y el sentido de su discurso hacia la prensa. Antes de que se instalara, el parlamentario desplegaba sus instrumentos de convicción entre sus colegas, con instinto, incluso, de pavo real. Es el momento de la gran oratoria. Es perceptible el orgullo de las ideas, la confianza en la argumentación. De algún modo, la partida no estaba jugada. Nada que ver con lo de hoy. Las consecuencias son evidentes. El diputado de hoy ensaya un discurso donde la persuasión es secundaria. El diputado sabe que no va a convencer a nadie. Sus palabras van dirigidas a los medios. Para convencer a los medios se precisan menos los argumentos que los fogonazos”.

El momento que Arcadi Espada llama a precisar, aquel en que el parlamentario dejó de hablar para el Parlamento, fue cuando en él entraron la radio y la televisión. Y para decirlo todo, habría que añadir que los políticos tuvieron la lucidez de intuir, incluso antes de que a los medios audiovisuales se les franquease el paso a la sede legislativa, que esa nueva presencia iba a cambiar las reglas del juego.

Es bien conocido el uso que Churchill hizo de la radio durante la II Guerra Mundial. Pues bien, en 1942, el primer ministro británico propuso que el discurso que iba a pronunciar en la Cámara de los Comunes sobre su reciente viaje a EEUU y Canadá fuese grabado en disco y radiado la misma noche para el público. “Ello me evitaría –argumentó– la fatiga que supone pronunciar una segunda peroración”. Es más, sugería que el procedimiento se repitiese durante la guerra, en los futuros casos de mensajes de interés para la nación. La respuesta de los diputados a la propuesta fue contundente: no, de ninguna manera. El proyecto de Churchill fue considerado un “anatema imperdonable”: “Apartarse de los viejos hábitos en un país gobernado por el ‘hábito’ es siempre una apostasía”, escribió, interpretando el sentir de los Comunes, Augusto Assía en una crónica recogida en el libro Cuando yunque, yunque. Pero no se trataba sólo de un simple conservadurismo de las formas consagradas por la tradición, sino también de la sospecha de que el discurso concebido para ser radiado sería necesariamente distinto al que se pronunciaría sin el testigo de aquel medio de comunicación. El periodista gallego registraba en su artículo otro criterio que estaba siendo manejado:

“La misma oratoria de los Comunes resultaría impropia para el público. De dimensiones muy reducidas y de forma cuadrangular en vez de circular, como los Parlamentos de otros países, el escenario de la Cámara de los Comunes no invita a la oratoria de gran estilo. Churchill mismo ha explicado mejor que nadie cómo esta circunstancia arquitectónica ha determinado, en gran parte, la creación de una oratoria sofrenada, entre familiar y erudita, característica de los Comunes, encaminada a impresionar antes los registros de la razón que los de la emoción”.

El argumento era, pues, que el discurso quedaría modificado si, en lugar de estar dirigido al speaker que preside las sesiones de la Cámara, tenía por destinatario el público de la radio. El uso propagandístico que de este nuevo medio se estaba haciendo durante la II Guerra Mundial, tanto por parte de los países aliados como por las potencias del Eje, hacía temer que la razón fuese sustituida por la emoción. Y en ese sentido ha de entenderse lo que se pudo leer entonces en un periódico británico: “Apelar a la emotividad de las masas, en vez de la reflexión de la Cámara de los Comunes, conduciría inexorablemente a la dictadura”. Pues bien, hubo que aguardar más de tres décadas, a 1978, para asistir a las primeras transmisiones regulares por radio de las sesiones de la Cámara de los Comunes.

El mismo Winston Churchill que se había presentado como un adelantado a su tiempo defendiendo la entrada de la radio en los Comunes afirmó, cuando se reanudaron las emisiones televisivas de la BBC tras la II Guerra Mundial: “Sería un escándalo que los debates del Parlamento se dieran antes en ese invento mecánico de la televisión”. El juicio era compartido por todos los políticos, ya fuesen conservadores o laboristas. La unanimidad explica que en cuantas ocasiones se debatió el asunto, los Comunes resolvieron negar la entrada a la televisión. Así, hasta 1988, cuando por undécima vez en veintidós años el asunto fue discutido de nuevo. Margaret Thatcher había fijado su postura poco antes: “Yo no creo que televisar la Cámara de los Comunes vaya a hacer aumentar su reputación. Tampoco creo que la Cámara de los Comunes haya mejorado desde que se transmite por la radio. En realidad, si es que ha servido para algo, ha sido para que el presidente tenga aún más dificultad para imponer el orden”. De esta forma, la primera ministra manifestaba su convencimiento de que la presencia de las cámaras iba a contribuir a que los parlamentarios cobrasen conciencia de participar en una puesta en escena y que la oposición actuase en consecuencia, es decir, sobreactuase, comportándose de un modo todavía más jaranero y alborotador. Lo que callaba era que sabía que ningún gobierno canadiense había sido reelegido para un segundo mandato desde que la televisión entró en su parlamento. Tampoco decía que los expertos habían estudiado la situación del sol en el tiempo de interpelación a la primera ministra: una hermosa luz dorada bañaba los escaños de la oposición, mientras los del gobierno quedaban en penumbra. Además, sus asesores temían que la televisión demostrase que, en realidad, Margaret Thatcher leía sus largas y detalladas respuestas, en lugar de hablar de memoria como podían llegar a creer quienes la escuchasen por la radio. En contra del criterio de la primera ministra, la entrada de la televisión –aquel “medio cruel”, como lo había calificado Harold Wilson en una entrevista concedida a David Frost– fue finalmente aprobada el 12 de junio de 1989 con los votos a favor de los laboristas, los diputados de partidos pequeños y algunos tories disidentes.

Quienes antes y mejor habían advertido que la presencia de la televisión iba a modificar la vida parlamentaria fueron los políticos. Según Arcadi Espada, los que parece que no se han enterado o que, cuando menos, actúan como si no estuviesen avisados, son los periodistas:

“El periodista, así, ya no es el narrador de una acción organizada, en cierto modo, al margen de su presencia. No es un extraño. Todo ha sido preparado para él. La primera obligación, pues, del periodista moderno es denunciar el factoide, aquello que ha sido construido exclusivamente en función de su presencia”.

El “factoide”, dice Arcadi Espada. Está bien. Pero mucho antes y mucho más claro lo explicó Margaret Thatcher: “Yo no creo que la televisión vaya a televisar nunca esta Cámara. Si lo hace, televisará únicamente una Cámara televisada, que será completamente distinta de la Cámara de los Comunes que nosotros conocemos”.

James Agee y Walker Evans

En el verano de 1936, en la época de la Gran Depresión y de las políticas del New Deal, el periodista James Agee (1909-1955) y el fotógrafo Walker Evans (1903-1976) viajaron a Alabama. Llegaron allí enviados por la revista Fortune con el encargo de elaborar un “documento fotográfico y verbal” sobre la vida cotidiana de una familia media de aparceros de raza blanca. No encontraron ninguna que considerasen plenamente representativa, de modo que decidieron convivir con tres de las que tuvieron oportunidad de conocer. Las de Fred Garvin Ricketts, Thomas Gallatin Woods y George Gudger fueron las elegidas y retratadas. Fortune nunca publicó aquel trabajo, que, en una versión extendida, también fue rechazado por una editorial con la que habían llegado a un principio de acuerdo en 1938. Finalmente y tras acceder a eliminar de la redacción ciertas palabras que eran ¡ilegales! en Massachussets, vio la luz en 1941 con el título Let Us Now Praise Famous Men (Elogiemos ahora a hombres famosos fue publicado en España en 1993 por Seix Barral y en 2008 por Planeta).

No extraña la dificultad que sus autores tuvieron para encontrar editor. La obra era decididamente incómoda por muchas razones. Las primeras afectaban a la propia naturaleza del trabajo que pretendían llevar a cabo e incumbían de forma radical a sus autores. Así era admitido por Agee en las primeras páginas del libro, en las que se ahorraba cualquier manifestación de la más mínima indulgencia para con ellos mismos:

“Me parece [este trabajo] curioso, por no decir obsceno y absolutamente aterrador, que a una asociación de seres humanos reunidos por la necesidad, el azar y el provecho en una compañía, un órgano del periodismo, se le ocurriera hurgar íntimamente en las vidas de un grupo de seres humanos indefensos y lastimosamente perjudicados, una familia del campo, ignorante y desvalida, con el propósito de exhibir la desnudez, desventaja y humillación de estas vidas ante otro grupo de seres humanos, en nombre de la ciencia, del ‘periodismo honesto’ (cualquiera que pueda ser el significado de esta paradoja), de la humanidad, de la osadía social, por dinero, y por la fama de hacer cruzadas y ser de una imparcialidad que, manejada con la suficiente habilidad, es intercambiable en cualquier banco por dinero […]; y que esta gente pudiera ser capaz de contemplar esta perspectiva sin la menor duda sobre su cualificación para hacer un trabajo ‘honesto’ y con una conciencia más que limpia y la virtual certeza de una aprobación pública casi unánime”.

El trabajo en sí mismo constituía una obscenidad y nada, ni la torturada conciencia que tenían de ello sus autores, ni la “terrible vanidad de su supuesta pureza”, ni el pretendido servicio a “una ira, un amor y una verdad indiscernible”, absolutamente nada, rebajaba aquella obscenidad. Si acaso, quedaba agigantada por el reconocimiento de su carencia de “preparación e información” para enfrentarse a la tarea y de “la improbabilidad de lograr de una forma intachable lo que deseaban lograr”. Nada legitimaba aquel trabajo y nada los legitimaba a ellos para llevarlo a cabo. Y ni siquiera hubo un intento de procurarse el amparo de una coartada ética en forma de respuesta a las preguntas: “¿Por qué hacemos este libro y lo damos a conocer, con qué derecho y con qué propósito y con qué buen fin, o ninguno?”.

Ahora bien, si la naturaleza obscena del trabajo concernía a sus autores, también a quienes contemplaban las fotografías de Evans y leían los textos de Agee: “El lector no está menos centralmente implicado que los autores y que aquellos sobre quienes hablan”. La pregunta sobre la legitimidad del espectador era escupida a su cara: “¿Quién eres tú para leer estas palabras y estudiar estas fotografías, y por qué causa, por qué circunstancia y con qué fin y con qué derecho estás cualificado para ello y qué harás al respecto?”.

La obscenidad del trabajo es, en realidad, el de las sucesivas miradas espías y extrañas que se posan sobre la realidad que retrata Elogiemos ahora a hombres famosos:

“[…] estas personas sobre las cuales voy a escribir son seres humanos, que viven en este mundo y son inocentes de retorcimientos como los que ahora giran sobre sus cabezas; y que convivieron con ellos y fueron espiados, reverenciados y amados, por otros seres humanos monstruosamente extraños, empleados por otros todavía más extraños; y que ahora son examinados por otros que han cogido su vida tan casualmente como si fuera un libro, incitados a esta lectura por diversos reflejos posibles de simpatía, curiosidad, ocio, etcétera, y casi seguramente por una falta de consciencia, y de conciencia, remotamente apropiadas para la enormidad de lo que están haciendo”.

La cadena de televisión Cuatro acaba de estrenar el programa 21 días. Según se anunció, la primera entrega estaba dedicada a relatar la experiencia de un grupo de “sin techo” con el que ha convivido una periodista las 24 horas de los 21 días que dan título al programa. La directora de contenidos de la cadena afirmó que se trataba de “un excepcional y revolucionario trabajo periodístico”. Pues no. Cabría recordarle que la idea excepcional y revolucionaria es tan vieja como Pulitzer, el padre del sensacionalismo, quien permitió a Nelly Bly –también una mujer, ¿será por casualidad?– hacerse internar en un psiquiátrico con la supuesta misión de denunciar las infames condiciones de vida de los pacientes en aquel centro. Desde su mismo nacimiento, el sensacionalismo ya sabía que la historia que le interesaba publicar no era la de los enfermos, sino la de su reportera haciéndose pasar por tal. No he visto el estreno del programa y no lo creo necesario para tener fundadas sospechas de lo que pueda ser. En diversas entrevistas, la periodista estrella insistía: “Lo mío ha sido un viaje de 21 días con el billete de vuelta…”. No advertía que estaba revelando la trampa del experimento televisivo. Tampoco manifestaba la más mínima duda, por ningún resquicio de su discurso asomaba la conciencia de saberse enfrentada a la obscenidad de hurgar en la intimidad de la vida de otros, utilizados como actores secundarios de un espectáculo. Desconozco cuántos espectadores tuvo el programa en su estreno, pero, fueran los que fuesen, es seguro que se les suministró una cuidada coartada con la que justificar su impúdica posición de voyeurs. Si les preguntasen algo así como quién eres tú para ver estas imágenes, por qué causa, por qué circunstancia y con qué fin y con qué derecho estás legitimado para ello y qué harás al respecto, a saber cuántos de esos espectadores apagarían sus televisores. Lo excepcional y revolucionario llegará el día en que la televisión escupa esas preguntas.

[La Fundación Mapfre expone, hasta el 22 de marzo, una retrospectiva de la obra de Walker Evans que incluye copias vintage de algunas de las que publicó en Elogiemos ahora a hombres famosos].