Las lenguas del exilio

El fotógrafo Agustí Centelles fue uno de los exiliados que, en penosas condiciones, se vieron forzados a cruzar los Pirineos en febrero de 1939 ante la inminencia de la entrada de las tropas franquistas en Barcelona. Fue uno de aquellos republicanos que escucharon los gritos de “allez, allez!” de los gendarmes franceses apremiándolos a entrar en la playa de Argelès-sur-Mer, donde con alambradas se había cercado un campo de concentración. Por las anotaciones del diario que Centelles comenzó a llevar poco antes de su salida de España y que acaba de editar Península, podemos seguir su peripecia en aquellos días. En sus páginas queda constancia del dolor por dejar atrás a su familia; del hambre que no podían saciar los mendrugos de pan que fueron el único y escaso alimento probado durante días; de la diarrea y de los piojos, que se ensañaban con los refugiados, y de aquel viento que, por más que nos sea descrito por éste y tantos otros testimonios de quienes estuvieron allí, sigue siendo inimaginable en su torturadora constancia y su inclemente fuerza. A pesar de las terribles circunstancias, Centelles no dejó de hacer apuntes en su diario, que se extiende hasta poco después de su salida, en octubre de 1939, del campo de Bram a donde había sido trasladado a principios del mes de marzo.

Las fotografías que tomó en Bram comparten con su diario una inquebrantable voluntad de dejar, para el futuro, el relato de la experiencia personal y colectiva de los exiliados españoles refugiados en Francia. Y parte de ese futuro era su propio hijo Sergi, entonces un pequeño que todavía no había cumplido dos años. A él dedica un resumen de su vida que comienza a redactar, en el mismo cuaderno que le sirvió de diario, el día 20 de abril de hace exactamente setenta años. Aquel relato arrancaba con una justificación: por qué escribe en catalán.

“Utilizo el catalán para que, sea cual sea nuestra suerte y allá donde estemos tú, tu madre y yo y los otros familiares que puedan vivir con nosotros, tengas el orgullo y la satisfacción de llamarte catalán.
Ya desde este momento te pido perdón por la serie de faltas que puedas encontrar, con el tiempo, a lo largo de este escrito. Yo nunca había practicado el catalán por medio de la escritura. Ahora, desde que estoy en este campo, he recibido innumerables cartas de compañeros y amigos en esta lengua, y no me ha quedado más remedio que contestarles como ellos lo hacían. Lo que acabo de escribir no refleja toda la verdad. Ahora recuerdo que a tu madre, de solteros y luego de casados, contigo ya en el mundo, le había escrito muchas veces en catalán, desde el frente de guerra o desde Lérida, donde yo, soldado de la leva de 1930, prestaba servicio como fotógrafo del Comisariado General de Guerra. Estoy seguro de que en castellano me saldría más redondo, más florido, pero no. Prefiero que tu lectura de esto sea en catalán para que de esta forma te llegue más al alma”.


Lamento citar en castellano estas líneas que hicieron arrepentirme de haber evitado el pequeño esfuerzo que hubiese representado la lectura de la edición catalana de este diario.

La advertencia de Centelles sobre la lengua que utiliza no es, ni mucho menos, banal. Explicando por qué descarta el castellano aclara también qué es lo que impulsa su escritura. Ella no busca la efectividad literaria que le permitiría el castellano. Su testimonio pretende un tipo de eficacia más radical: comunicar la verdad descarnada de su propia alma que sólo podía expresarse en la lengua que hablaba y que sólo ocasionalmente había cultivado antes por escrito, el catalán. Son las palabras en catalán las únicas en las que le resulta concebible la historia de su vida, de sus circunstancias actuales y el retrato de su propia identidad. Sólo a través de ellas es posible la serena afirmación de todo lo que es y ha hecho, de todo aquello que los vencedores de la guerra censuran y de lo que querrían despojarlo, en definitiva, de todo aquello que el exilio no puede derrotar.

El exilio sólo pudo expresarse en su propia lengua, que no fue una. En el caso de Centelles fue el catalán. En el de un hombre que acababa de perder a su padre en Estados Unidos, el gallego. De él tenemos noticia por el cuaderno de notas, fechadas entre 1938 y 1940, de Castelao:

“Cando morreu un galego en Nova York. Embalsamado e pintado. Un fillo, ao verme, esclamou con ledicia: ‘Morreu papá’”.

La alegría a la que se refiere este apunte es la nacida de la posibilidad de expresar aquel íntimo dolor en la lengua de la vida y de la muerte, en la que prestaba las únicas palabras que enunciaban el momento y los sentimientos. “Morreu papá”. Ésas, y ninguna otra, eran las que permitían comunicar y compartir el dolor, las que quizás también proporcionaban una suerte de consuelo.

En los escritores que vivieron el exilio no son infrecuentes las alusiones a él como un medio hostil para la lengua propia. El profesor Vicente Lloréns, interpretando el sentir de aquellos escritores desterrados, que bien pudo ser el suyo propio como exiliado en Estados Unidos, escribió:

“Para todo escritor expatriado, tanto discursivo como imaginativo, la lengua del lugar donde encuentra acogida tiene primordial importancia. En país de lengua ajena se siente cohibido y empequeñecido. Por bien que llegue a dominarla, la espontaneidad con que la emplea cualquiera nacido en el lugar, por poco dotado que esté, le producirá una sensación de inferioridad, y no digamos en presencia de sus iguales en cultura, que pueden permitirse el juego, la sutileza, la originalidad de expresión de que él sólo es capaz en su propia lengua, no en la otra. Añádase a esto la impresión, falsa muchas veces pero que el tiempo puede hacer verdadera, de que en un medio extraño su misma lengua nativa se empobrece”.

En otra ocasión, el mismo Vicente Lloréns, abundando en sus reflexiones sobre la imposición de otra lengua que conllevó tantas veces el exilio y, en especial, de la dolorosa sensación de deterioro de la propia, se preguntaba: “Esta muerte muda, en que el habla se extingue por falta de su natural aliento nativo, ¿a quién puede afectar más sensiblemente que al poeta, cuya razón de vida parece inseparable de la lengua?”.

Los escritores y, singularmente, los poetas del exilio acertaron dar una eficaz expresión literaria al sentimiento por esa “muerte muda”, pero por qué negar que idéntico sentimiento, en absoluto amortiguado, pudo ser albergado por cualquiera de los desterrados de 1939. En la verdad sin galas poéticas de Agustí Centelles en Bram o de aquel gallego anónimo en Nueva York, se encuentra una manifestación tan directa, sincera, sensible y conmovedora, o incluso mucho más, que en otros testimonios literarios sobre la imposibilidad de la renuncia a la lengua que los expresaba. Nada indica que fuese específico del escritor desterrado “el afán –que le atribuyó Vicente Lloréns– de afirmación propia a través de la lengua, con la cual se identifica plenamente; salvarla es salvarse: por eso teme también perderla”. Los expulsados tras la guerra civil, no sólo los escritores, se aferraron a la lengua –a las lenguas del exilio– para salvar de la derrota su propia identidad. La lengua no sólo hablaba por ellos; ellos eran la misma lengua. La fidelidad a las palabras era, en definitiva, la fidelidad a sí mismos y a las causas de su exilio.
 

J. Casals, el viejo dueño de unos libros de lance

Julio Camba y yo nos conocimos en Buenos Aires. Yo pasaba los días metida en el archivo de la sede de la Federación de Sociedades Gallegas en la calle Chacabuco. Él me aguardaba a la vuelta de la esquina, en una librería de viejo minúscula que sacaba parte de su mercancía a la calle. En una de las dos mesitas que flanqueaban la puerta de entrada reposaban unos tomitos con sus artículos. Entonces no tenía ni idea de que la capital porteña era el escenario perfecto para nuestra presentación. Él había viajado allí en su juventud y aprovechó su estancia para escribir artículos en algunos periódicos y para jugar a ser anarquista. Lo mío era infinitamente más aburrido: me había llevado a Buenos Aires una beca y me pasé el tiempo, muy formalita y como era debido, estudiando. Él hizo el viaje de ida y vuelta gratis: llegó como polizón y regresó deportado por el gobierno argentino por sus actividades políticas, envuelto en un prestigio revolucionario que a él le encantaba y que al periódico español que dio la noticia de su retorno le parecía perfectamente coherente con el apellido que le cambió por error, Caníbal, Julio Caníbal. Lo mío prometía ser infinitamente más caro, sobre todo, la vuelta. Porque había llenado con libros una maleta que pesaba un quintal y cuya facturación comportaba una fortuna que no tenía. Me salvó la mejor actuación de mi vida: con la cara más beatífica y menos caníbal que pude poner, expliqué a un responsable de la compañía aérea que era una estudiante pobre de solemnidad y que la maleta contenía un tesoro para mí. Aquellas dotes teatrales, que ignoraba poseer, debieron de resultar muy convincentes. O eso o al tipo le hizo gracia mi desfachatez, el caso es que los libros viajaron gratis. Entre ellos iban los de Julio Camba, que hacía una nueva travesía transoceánica de bóbilis.

Los cinco tomitos de Camba estaban editados por Espasa-Calpe. Me costaron cada uno de ellos un peso, el precio medio de mis adquisiciones bibliográficas en Buenos Aires. Esto vendría a demostrar que no mentía cuando declaraba ser una menesterosa estudiante y que las librerías de viejo de aquella ciudad eran un paraíso, incluso para los más exiguos presupuestos. Los títulos de los libros eran Un año en el otro mundo, Sobre casi nada, Haciendo de República, Aventuras de una peseta y La ciudad automática. No incluían ninguna noticia biográfica del autor, tampoco un prólogo que me pusiese sobre aviso de lo que me disponía a leer. De manera que la única tarjeta de presentación de Camba fue su propia obra. Luego vendría el interés por la biografía de aquel periodista, la búsqueda de otros libros, las visitas a la hemeroteca, el rencor hacia mis profesores de periodismo por no haber citado siquiera su nombre, la indignación por el silencio al que parecía condenado y la absurda campaña de proselitismo en la que me empeñé durante un tiempo. Pero eso fue después, al principio sólo estuvieron aquellos libros que fundaron mi devoción por Julio Camba, sin intermediarios.

En realidad sí hubo un intermediario, se llama J. Casals. Deduzco que fue el primer dueño de estos libros de Camba que tengo ahora mismo sobre la mesa mientras escribo. Su firma, escrita a lápiz, figura en cada una de las primeras páginas de los cinco volúmenes. ¿Quién era J. Casals? Tuvo que ser, desde luego, un ferviente admirador de Camba. No sólo compró, uno tras otro, estos ejemplares, sino que los debió estimar de una forma especial, puesto que les hizo poner unas nuevas cubiertas, de un color granate que ha perdido la viveza original, pero no su distinción. En la parte superior del lomo, en letras doradas, hizo estampar el nombre de Camba y el título de cada libro; en la inferior, sus propias iniciales, J. A. C. Nunca he lamentado su decisión de reencuadernar estos libros sacrificando sus cubiertas originales. No lo he lamentado, ni siquiera en el caso de la primera edición de Sobre casi nada. No soy de ese tipo de fetichistas. Antes que dolerme por la pérdida, valoro el cariño mimoso que aquel lector dispensó a los libros.

Desde el día en que compré estos libros de Camba, fantaseo con la biografía de J. Casals. Casals, ¿un apellido catalán? ¿Era quizás un emigrante que llegó a Argentina a hacer fortuna? ¿Cuándo llegó y cómo le fue en su aventura? Tal vez sugestionada porque yo me encontraba en Buenos Aires siguiendo el rastro de los exiliados republicanos de 1939, quienes, por otra parte, parecían conjurados para facilitarme la tarea y salían a mi encuentro sin apenas buscarlos, he terminado por adjudicarle esa misma condición a J. Casals. Me amparo en algunos datos que, sin llegar a ser concluyentes, al menos me permiten no tener que desechar la hipótesis como si de una fantasía caprichosa se tratase. Un año en el otro mundo, Sobre casi nada y Haciendo de República son ediciones madrileñas de Espasa-Calpe de los años 1927, 1928 y 1934. Los ejemplares de Aventuras de una peseta y La ciudad automática fueron publicados bajo el sello Espasa-Calpe Argentina en 1942. Me figuro, entonces, que los tres primeros libros fueron comprados en España y los dos últimos, en el exilio bonaerense. De ser cierta la frágil deducción, surgirían otros enigmas por esclarecer en torno a la figura de J. Casals. Entre todos ellos, me intrigaría sobremanera qué le ocurrió entre 1934 y 1942. En cualquier caso y fuera quien fuese J. Casals, nunca le he dejado de agradecer que me presentase a Camba y los libros que recibí en herencia.

Los otros dueños de mis libros

Los libros de lance llevan siempre consigo la historia secreta de sus anteriores dueños, que juegan con nosotros a mostrarse y a esconderse. Es imposible descifrar la firma estampada con chillona tinta roja en la primera página de Charlas de café de Santiago Ramón y Cajal, una edición de Espasa-Calpe de 1941 que hoy me pertenece. Sin embargo, el antiguo propietario ha guiado mis lecturas ocasionales de este libro a través de los subrayados y marcas que dejó junto a algunos de los aforismos, pensamientos y anécdotas que recogen sus páginas. Abro ahora mismo al azar el libro y no puedo evitar la sensación de leer por encima de su hombro cuando llama mi atención sobre este comentario: “Afirmaba Diógenes ‘que nada hay más miserable que el viejo pobre’. Hay todavía algo peor: el viejo enfermo, desengañado y escéptico”. ¿Qué le decían estas líneas? ¿Se sentía él ese anciano derrotado, como parece sugerir también su atenta lectura de otros pasajes del capítulo dedicado a la vejez y el dolor? ¿Y cómo leeré yo misma esas frases el día que, sintiéndome vieja, reabra el libro casualmente, otra vez, por esta página? ¿Pondré una nueva señal junto a la que él colocó?

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Que la mañana de aquel domingo de junio en el mercado de Sant Antoni de Barcelona fuese luminosa no debió de ser interpretado como un buen augurio sobre las posibilidades de conocer al anterior dueño de los libros que compramos, los cuatro tomos publicados por Casa Editorial Estudio entre 1915 y 1917 con las crónicas que Gaziel escribió sobre la I Guerra Mundial para La Vanguardia. Su identidad es un misterio absoluto. Le reprochamos que no nos ofrezca una pista, ni un minúsculo detalle que desate la imaginación y permita inventarle una identidad, una biografía; pero le agradecemos su decisión de reencuadernar los volúmenes con unas resistentes cubiertas que han protegido eficazmente del paso del tiempo las páginas amarillentas que recibimos en legado. Al librero le reconocimos en secreto la sensibilidad de querer vender los cuatro tomos juntos, evitando la diáspora en distintas bibliotecas de los libros hermanos, sin por ello pretender sablearnos. Sería por eso que la mañana barcelonesa era luminosa o quizás porque entonces comenzó nuestro trato con Gaziel.

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Una no termina de sentirse dueña de los libros de lance que ha ido comprando. Parece que estuviesen aquí de prestado y que, el día menos pensado, fuera a presentarse alguien reclamando su legítima propiedad. Quien aspire a recuperar los nueve volúmenes de la preciosa edición que Aguilar hizo de las obras completas de Wenceslao Fernández Flórez y que están ahora mismo ante mí, tendrá que acreditar que un nieto travieso e irreverente garabateó en sus páginas, aquí y allá, permitiéndose incluso “corregir” los trazos de la caricatura del escritor coruñés que hizo Fresno y que se incluye en uno de los tomos. Siempre he bendecido el imaginario descuido del abuelo y la vocación pintarrajeadora del nieto, porque gracias a los desperfectos causados me vendieron los libros a un precio módico, desde luego muy lejos de la fabulosa cotización que suelen alcanzar en el mercado. De este modo he llegado a creer que sólo pagué el precio de un alquiler que expirará en cualquier momento, que, en efecto, no me puede garantizar la propiedad indefinida de estos libros.

Café con gotas (V)

Nada, que no aparece. Continúa perdido el calderito pa’ tostar un buen café… No está ni en casa de Eugenia, ni en la de Antonia… Y Compay Segundo sigue empeñado en buscarlo, ahora en compañía de su hija.







Händel y la dulzura de vivir

Ernst Bloch escribió: “La música no llena el espacio: lo crea”. Para mí, la música de Händel crea un espacio para la celebración de la vida, para la alegría. Esto parece evidente en Música para los reales fuegos artificiales o en su Música acuática. Pero en muchos pasajes de sus Concerti grossi también encuentro una suerte de regocijado alborozo que quizás se remansa en las sonatas, las suites o las fugas, pero sin llegar a desaparecer nunca del todo.

La música de Händel crea un espacio para una alegría tranquila, más honda y mucho más verdadera que la de los arrebatos eufóricos que revelan su mentira una vez han quemado todas nuestras energías en piruetas alocadas. Esa alegría reposada no se encuentra jamás en los espacios monumentales, fastuosos y apabullantes, escenarios excesivos donde parece incongruente otra cosa que no sea un reverencial respeto y una postrada admiración. La sosegada alegría de Händel no habita en esos recintos sobrehumanos y asfixiantes, sino en salones amplios y maravillosos, al tiempo que discretos y sobrios, donde es posible la vida y donde se respira un aire tónico y revitalizador.

Quizás fuese más preciso llamar a esa alegría serena “dulzura de vivir”. Jesús Bal y Gay definió con exquisita sensibilidad ese poderoso sentimiento, que participa de la alegría y la felicidad, pero es distinto a ellas:

“En la alegría de vivir, así como en la felicidad muy intensa, hay una cierta dosis de embriaguez, de enajenamiento, incompatible con la claridad de conciencia esencial a la dulzura de vivir. Por eso ésta se manifiesta con un tempo moderato cantabile, entre placeres con sordina, placeres menudos, concurrentes, ninguno de los cuales bastaría para arrebatarnos, pero que juntos producen en nosotros esa imponderable sensación de felicidad consciente de sí misma, que es, al mismo tiempo, reconciliación con la vida, con la naturaleza, con el prójimo, eco humano de la aprobación de Dios a su propia obra en los días del Génesis. […] Nadie, por mucho que se lo proponga, logra por sí mismo la dulzura de vivir: cosa es ésta que recibimos como un don, gratuita e inesperadamente, cuando el corazón está desembarazado de urgencias y de afanes y el espíritu en reposada, ociosa vigilia. Todo nuestro ser comienza entonces a sentirse vivir plenamente y en su interior vibra un ronroneo de gato o de Rolls-Royce. Hay en ese estado una conjunción de finas delicias de los sentidos, al fondo de las cuales late un horizonte iluminado por una luz espiritual”.

No importa el estado de ánimo con el que llegue a escuchar a Händel. Invariablemente con su música percibo la dulzura de vivir, me siento moradora de un espacio en el que “un dorado enjambre hibleo” de menus plaisirs, que diría Bal y Gay, colma “horas tan apacibles que el tiempo se convierte en una epifanía de la eternidad”. Incluso el lamento de Almirena, llorando su cruel suerte, construye ese lugar. Su aria es de una suave melancolía a la que algunos días también me abandono, dulcemente.

George Orwell y T. S. Eliot

Los periódicos traían el otro día la noticia de que T.S. Eliot rechazó en 1944, en nombre de la editorial Faber & Faber, la publicación de Rebelión en la granja de George Orwell. ABC dedicaba toda una página al asunto y Público, nada menos que dos. Causa sorpresa el alarde tipográfico y de espacio concedido a la supuesta revelación proporcionada por una carta manuscrita del poeta que, según estas informaciones, acaba de hacerse pública. Asombra porque, en primer lugar, son bien conocidas las dificultades que encontró la novela de Orwell. Rechazada por más de un editor, Rebelión en la granja tuvo que aguardar un año a ser publicada. Por otra parte, también era sabido que T. S. Eliot fue uno de los que dijo no. Es más, The Times sacó a la luz el 6 de enero de 1969 la carta de la negativa. En ella, Eliot se cuidaba de piropear el talento literario de Orwell: “Estamos de acuerdo en que la novela es una destacada obra literaria y que la fábula está muy inteligentemente llevada gracias a una habilidad narrativa que descansa en su propia sencillez, cosa que muy pocos autores habían logrado después de Gulliver”. Tras los parabienes, expresaba sus dudas respecto a que “el punto de vista que ofrece sea el más apto para criticar, en el momento presente, la situación política”. Incluso está documentada la reacción de Orwell ante la sugerencia de que “cualquier animal que no fuera el cerdo podía haber sido elegido para representar a los bolcheviques”: la tachó de estúpida.

Caben serias sospechas de que la carta a la que se refieren las crónicas publicadas ahora sobre este viejo episodio sea la misma que se conoce desde 1969 y que, sin necesidad de sabihondas erudiciones ni de rebuscar en secretas bibliografías, se encuentra citada por Bernard Crick en el prólogo a la edición de Destino de Rebelión en la granja. Los extractos recuperados estos días por la prensa parecen calcos, salvo por los inevitables matices debidos a la mano de distintos traductores, de los reproducidos por el profesor Crick.

Así, resulta inevitable el desconcierto intrigado por el modo en que la historia de Orwell censurado por T. S. Eliot, que cualquier lector de la edición de bolsillo de Rebelión en la granja conoce, ha llegado a adquirir la categoría de magnífica e inédita revelación. Pero no seré yo quien critique a los periódicos por convertir el viejo suceso en noticia sensacional, sobre todo si sirve para ir al corazón del dilema -hoy y siempre, actual- que el episodio ejemplifica en la historia.

Rebelión en la granja fue considerada una novela decididamente incómoda e inoportuna por su crítica al estalinismo en el momento en que éste se había convertido en un aliado en la guerra contra Hitler. En ese sentido, la posición de T.S. Eliot era la expresión de una corriente de opinión compartida de forma prácticamente unánime por la intelligentsia británica. Los perfiles del debate que Orwell suscitaba fueron trazados con claridad por él mismo en un prólogo, que no llegó a ver publicado, para su libro:

“El tema que se debate aquí es muy sencillo: ¿Merece ser escuchado todo tipo de opinión, por impopular que sea? Plantead esta pregunta en estos términos y casi todos los ingleses sentirán que su deber es responder: ‘Sí’. Pero dadle una forma concreta y preguntad: ¿Qué os parece si atacamos a Stalin? ¿Tenemos derecho a ser oídos? Y la respuesta más natural será: ‘No’. En este caso, la pregunta representa un desafío a la opinión ortodoxa reinante y, en consecuencia, el principio de libertad de expresión entra en crisis”.

Sustituyamos en esta cita la crítica a Stalin, minoritaria e inoportuna en 1944, por cualquier otra considerada hoy impolítica. Sustituyámosla por cualquier opinión con la que la sociedad esté hoy en radical desacuerdo, con la que no ya la sociedad, sino nosotros mismos discrepemos ferozmente. Y, como recomendaba Orwell, volvamos a preguntar: ¿reconocemos y defendemos el derecho de esa opinión a tener cauces de expresión? Interpelados de este modo, descubrimos que la verdadera defensa de la libertad no puede ser egoísta. No tiene ningún mérito ni valor defender nuestra propia libertad. Lo que hay que decidir es si estamos dispuestos a suscribir las palabras de Voltaire citadas por Orwell: “Detesto lo que dices, pero defendería hasta la muerte tu derecho a decirlo”.

En el marco definido por la Guerra Fría resultaba muy fácil defender la libertad de Orwell a decir lo que decía en Rebelión en la granja. Lo difícil había sido hacerlo sólo un poco antes, en el preciso momento en que su discurso era objeto de censuras. Cómodamente instalados en el presente, donde todavía queda más lejos el año 1944 con su ganga histórica, también resulta muy sencillo condenar a T. S. Eliot, como hace Sergi Doria en ABC. Lo difícil es saber si el juez está dispuesto a pronunciarse con semejante severidad contra los “hormigueos conservadores” actuales.

Por otra parte, es desviar la atención del verdadero problema debatir si Rebelión en la granja es un texto de “trazo grueso y esquemático”, tal y como sostiene Constantino Bértolo en Público, para exculpar a T. S. Eliot, al que sólo critica el error de reconocer valores literarios a la novela. Parecería que Bértolo quiere decir que la equivocación política de Eliot constituyó, en realidad, un acierto literario, si no fuese porque tampoco aprecia nada reprochable en su negativa a publicar una voz política inconveniente. Algo no he debido de entender correctamente y confieso la total confusión que me provoca que el autor de La cena de los notables (Periférica, 2008) califique la decisión editorial de Eliot de “responsable y prudente”. Advierto una discrepancia irreconciliable entre la demoledora crítica expuesta en aquel libro y este último y condescendiente juicio.

Parece imposible declarar inocente de los cargos que se le imputan a T. S. Eliot sin que eso signifique una aquiescencia comprensiva y cómplice con las opiniones acreditadas por la adhesión de la mayoría que niegan la posibilidad de expresión a aquellas minoritarias, molestas e inoportunas. Pero, ya quedó dicho, tampoco parece que tenga mucho sentido dictar una condena contra T. S. Eliot si, al tiempo, no estamos dispuestos a descabalgar de nuestra pretendida superioridad moral para ser igual de implacables con nosotros mismos. Antes de condenar o absolver, quizás tendríamos que arrancar el caso de T. S. Eliot y George Orwell de los libros de Historia, traerlo realmente a las páginas de los periódicos y responder con sinceridad a las preguntas que plantea. No sé si somos capaces, ni siquiera si estamos dispuestos a intentarlo.

Café con gotas (IV)


“¿Dejar el café y el tabaco? Antes me escondo en un platanar”, dijo Compay Segundo. De hacer caso al rumor, continúa atrincherado en sus convicciones. Hay quien jura haberlo visto por ahí, envuelto en la fantasmal nube de humo de un habano H. Upmann y buscando el calderito extraviado para prepararse un café. No me cuesta nada creerlo.