Cartafolio veneciano (XLII)

Aquello de “Veneziani, poi Cristiani” (“Primero venecianos, después cristianos”) era, ni más ni menos, la forma que tenía la Serenísima República para referirse a la realpolitik que con astucia practicaba.

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Soy incapaz de juzgar severamente la reputación de poder ejercido con inclemente crueldad que la Serenísima República se ganó a pulso. Creo que esto se debe al modo en que Venecia adereza el relato de sus anales. Por ejemplo, se dice que el color rosado de dos de las columnas de la galería occidental del Palacio Ducal es el recuerdo desleído del rojo con que antaño fueron teñidas por la sangre de los ajusticiados que allí colgaron. Como cualquiera puede apreciar, las columnas siempre debieron tener ese color que las singulariza del resto. Entonces, el visitante se ríe de su ingenuidad por haber dado pábulo, siquiera por un instante, al cuento y se olvida de la sangre. En efecto, lo que da medida de la capacidad fabuladora de Venecia es su extraordinaria habilidad para convertir una historia tantas veces truculenta en inofensiva leyenda, en una anécdota para deleite del visitante.

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Venecia no tiene inconveniente en divulgar que fue el escenario de la desdicha o la muerte de algunos visitantes ilustres. No es sólo que sepa que esas historias no dañan su impecable imagen de destino turístico, incluso se diría que le hacen gracia. Sin embargo, guarda silencio sobre el episodio que podría figurar como el ejemplo de la más censurable falta de hospitalidad, si no fuese porque constituye, en realidad, uno de los terribles capítulos de la historia de la infamia universal. Se trata del relato de cómo Giovanni Mocenigo, después de invitar y acoger en su casa a Giordano Bruno, lo denunció a la Inquisición que, con el permiso de Venecia, finalmente lo condujo a la hoguera católica, apostólica y romana de Campo de’ Fiori.

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Entre las contadas representaciones artísticas de la siniestra figura del espía, tan bien conocida por Venecia, se cuenta una de las tallas de madera de Francesco Pianta que completan la decoración de la Scuola di San Rocco. Quizás no debiera extrañarnos que el personaje tuviese que aguardar al alambicado enmascaramiento del Barroco para merecer atención y ser cabalmente interpretado.

Cartafolio veneciano (XLI)


La Basílica de San Marcos, en particular, y Venecia, en general, pueden ser contempladas, tal y como hizo Mary McCarthy, como la cueva de Alí Baba que guarda el oro, la plata y los tesoros expoliados por la Serenísima República a lo largo de su historia. Esa visión es perfectamente compatible con la de Venecia como un inmenso collage. Así invita a hacerlo, ofreciéndose como metáfora, la Pala d’Oro de la Basílica, compuesta por sucesivas incrustaciones de piedras preciosas y esmaltes; y también el hermosísimo mosaico véneto-bizantino de los siglos XII y XIII, de la Catedral de Torcello, que representa el juicio universal y en el aparece integrado un fragmento de un mosaico pagano de época romana. También un collage resulta el cocodrilo –o dragón o lo que quiera que sea ese ejemplar único del bestiario veneciano– que acompaña a San Teodoro en una de las columnas monolíticas de la Piazzetta de San Marco. No es posible encaramarse a esa prodigiosa altura para ver el fantástico animal, ni tampoco hace falta, porque el original se conserva en el interior del Palacio Ducal, donde se aprecia cómoda y perfectamente que es el resultado de ensamblar fragmentos de distintas e ignoradas procedencias. Venecia es el collage que habría diseñado Alí Baba si, además de ladrón, fuese un artista.

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Alguien que disfruta provocándome, jugando a ejercer de desacreditador de Venecia, lee lo que acabo de escribir y se permite corregirme y decir que el cocodrilo de San Teodoro parece, más bien, el animal resultante del trabajo de corte y confección de un poco diestro doctor Frankenstein. No le hago ningún caso, porque sé que su escepticismo veneciano es una impostura, una máscara idéntica a la de tantos otros que, para no pasar por sentimentaloides, se esfuerzan en destapar los supuestos fraudes y falsificaciones de la ciudad. No merece la pena discutir con esos esnobs incapaces de rendirse sin condiciones a Venecia, porque, aunque no lo quieran admitir abiertamente, aman a Venecia tanto o más que nosotros.

Cartafolio veneciano (XL)


No soy muy original en el juicio. A mí no me gusta, como a casi nadie, la iglesia del Redentore, de Andrea Palladio. Ahora mismo no recuerdo quién dijo que su arquitectura era ártica; me parece exacto. Quizás esa iglesia en otra ciudad nos causaría otra impresión. Pero la exactitud de sus líneas tiradas con escuadra y cartabón y sus perfectas simetrías la hacen intolerable, inadecuada e incomprensible para Venecia, que se complace y nos complace en la diagonal, en lo oblicuo, en la curva. Véanse sus puentes, todos stortos aunque no se llamen así; la planta de la Piazza de San Marco, que no es un rectángulo perfecto como podría parecer en un primer golpe de vista; el plano del callejero de la ciudad, absolutamente enmarañado; sus campaniles inclinados; los meandros que dibuja la “z” del Gran Canal; la madera delicadamente retorcida de la forcola de las góndolas, o la espiral de la escalera de caracol del Palazzo Contarini del Bovolo. Venecia es sinuosa y el temperamento de Palladio, rectilíneo. Definitivamente, Venecia no era una ciudad para Palladio.

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Ya de vuelta en casa, revisando el mapa de Venecia, descubro que desde el arco que se abre al final de Ramo Minelli y que se asoma al canal del Rio de Verona, donde pasé tanto tiempo espiando el paso de las góndolas, veía constantemente la parte trasera del Palazzo Contarini del Bovolo. Me parece increíble. Lo cotejo con otro mapa de Venecia para confirmarlo y lo confirmo. Las vueltas y revueltas que di desde aquel lugar para llegar al palacio me habrían hecho jurar que estaba muchísimo más lejos. Esta experiencia diferida del laberinto veneciano me dio la justa medida de la extraordinaria desorientación que puede provocar la ciudad.

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No es que la propaganda no advierta que se repite, es que sabe que sólo alcanzará el éxito a través de la redundancia. Por eso el Palacio Ducal redunda en la redundancia de la grandeza de la Serenísima República.

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La sucesión de ventanas bajo arcos de medio punto de las Procuratie Vecchie es un momento de enajenación del Renacimiento que, en su delirio, aspira al infinito. Quién podría imaginar ese rapto de maravillosa locura en él, siempre tan medido y cabal, tan equilibrado y cuerdo.


Cartafolio veneciano (XXXIX)


El tópico es cierto: Venecia tiene la luz y los colores que pintaron Tiziano, Tintoretto y Canaletto. Así lo advierte el visitante que, no por ir avisado, deja de sorprenderse. Su asombro es idéntico al de otro viajero que, en ese mismo momento, estará alcanzando la magnífica revelación de que los cielos velazqueños son los de Madrid. No sé por qué nos desconcierta el descubrimiento de que los pintores no necesitaron inventar el cromatismo de sus lienzos. Tal vez porque parecen ser descabalgados de su condición de dioses todopoderosos trabajando en la génesis del mundo. Qué extraña es nuestra fe en la capacidad creadora del hombre y nuestro escepticismo sobre la potencia germinal de la naturaleza.

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En Betanzos encontraba Álvaro Cunqueiro “algo que es violeta y oro y como un color que fuese solamente luz” y que siempre le recordó las tintas de los últimos grandes pintores de Venecia. Para el escritor constituía un placer contemplar “en septiembre y por la vendimia ese colorido de la gran escuela veneciana –esas lentas tardes del Veronés, carmesí y oro, que luego se hacen vino fresco y frutal, de tal modo coloreado que nos podemos beber al Veronés y al Tintoretto-”. En cierta ocasión, en uno de sus artículos periodísticos, Cunqueiro dijo que se entretenía buscando parecidos europeos a los paisajes gallegos “como quien busca tres pies al gato”, por motivos “de vaga imaginación y todavía más vaga literatura”. Yo creo más bien que esa necesidad que sintió de ver vivos los colores de la pintura veneciana, más todavía, de bebérselos y comulgar con ellos, era el desahogo que encontraba su inmensa nostalgia veneciana.

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Si sería un achaque grave la nostalgia de Cunqueiro, que hasta los caneiros le parecían una fiesta veneciana…

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No tengo el propósito de adelantar acontecimientos y, menos que ninguno, mi regreso de la ciudad de los canales, pero he de reconocer que mi saudade veneciana convertirá un catamarán en un vaporetto y los cañones del Sil en el Gran Canal.

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La historia bíblica de Susana y el juicio de Daniel es uno de los temas recurrentes de la pintura veneciana. Invariablemente, la escena elegida para evocar el relato es aquella en que los viejos, escondidos en el jardín, acechan con lujuria a Susana mientras se baña. Los turistas somos esos viejos voyeurs espiando el baño de la hermosa y joven Venecia.

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Venecia puso extremo cuidado en evitar que sus dogos se convirtiesen en príncipes y su República, en una monarquía hereditaria. Para entender hasta qué punto el dogo era antes una figura simbólica que un poder efectivo, basta contemplar cualquiera de los retratos de los sucesores de Orso Ipato. Pueden parecer figuras patricias o aristocráticas, porque lo eran, pero ninguna de ellas aparece investida por el menor signo de dignidad mayestática o regia.

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Ignoro por completo si los estudios de Doppler explicaron la percepción engañosa que tenemos en ocasiones, cuando creemos oír por la derecha un tren que, en realidad, se aproxima a nosotros por la izquierda, o a la inversa. En cualquier caso, en Venecia yo experimenté esa sensación. Me pareció que el tren que oía aproximarse por la derecha era el de Tintoretto y en aquel sentido yo vigilaba. Resultó que el tren se acercaba por la izquierda y, desprevenida como estaba, me arrolló. Era el tren de Bellini y Carpaccio, quienes literalmente me arrollaron con su exquisita sensibilidad.

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Es extraño que sea precisamente Venecia la que conserve el retrato que hizo Giorgone de la vejez de aquella mujer con la advertencia Col tempo.


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Paolo Veronese cumplió el encargo, pero no al gusto de sus clientes. La última cena que pintó para decorar el convento dominico de Santi Giovanni e Paolo fue considerado absolutamente inapropiado por la Inquisición. En el lienzo aparecían hombres vestidos según la moda alemana y que, además, parecían estar borrachos, bufones, un apóstol usando un escarbadientes y un personaje sangrando por la nariz. Se había tomado demasiadas licencias para representar un momento crucial del relato de los Evangelios y se le pidió que rectificara el cuadro. Pero el pintor no retocó ni uno solo de los detalles irreverentes que tanto habían disgustado a los celosos guardianes de la ortodoxia. Se limitó a cambiar el título del cuadro por el de Banquete en casa de Leví, que es con el que todavía hoy se expone en la Accademia. No cabe duda de que la solución de El Veronés –sacrificar el título para salvar el cuadro– fue muy ingeniosa, pero no nos es válida a los periodistas. Sabemos que nuestros lectores no siempre contemplan el cuadro pintado por la crónica, sino que acostumbran a quedar satisfechos con el titular. Siendo así, no nos queda más remedio que poner toda la intención en nuestros títulos y, después, defenderlos con uñas y dientes ante la Inquisición.

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Imposible discernir si la luminosidad que inunda el vestíbulo del Palazzo Venier dei Leoni es la luz de Venecia que entra por los ventanales que dan a la terraza o sale del lienzo En la playa (El baño) de Picasso. Quizás sean las dos luces sumadas y confundidas. En cualquier caso, no imagino lugar en el mundo más adecuado para que ese cuadro sea mostrado y admirado.

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En realidad, no cabe imaginar mejor marco que Venecia –bizantina, gótica y renacentista– para toda la colección de arte contemporáneo de Peggy Guggenheim. Venecia es el contexto clásico en el que esas obras de vanguardia de principios del siglo XX alcanzan otra dimensión de su belleza. De un modo similar, no cabe imaginar una banda sonora más perfecta para contemplar la Piazzetta de San Marco al anochecer que la música de jazz de Charlie Parker interpretada por la orquesta del Caffè Chiogga. Sólo se me ocurre comparar ambas experiencias con la del descubrimiento de la belleza inédita que adquiere la escultura romana expuesta junto a la maquinaria hidroeléctrica de la Centrale Montemartini en la capital italiana. La belleza no entiende las distinciones escolares de estilos y épocas. La belleza es siempre congruente con la belleza.

Cartafolio veneciano (XXXVIII)


Philippe Sollers escribió: “Venecia, ahí radica su secreto, es un amplificador. Si uno es feliz, lo será diez veces más; si es infeliz, cien veces más”. No sé si Venecia era la culpable de amplificar la infelicidad de aquel joven que había buscado aquel lugar ajeno a la procesión de turistas, un lateral de la iglesia de la Madonna dei Miracoli, para tocar con su acordeón una melodía con una lentitud más que triste, desesperada. Aquel gemido, un abismo de agonía, despedazó en lágrimas mi felicidad. La desdicha sigue existiendo, a pesar de Venecia e incluso en Venecia. (Si hubiesen escuchado aquella música, no condenarían este apunte, como lo están haciendo, por denotar un ñoño sentimentalismo; lo juzgarían inapropiadamente sobrio y frío).

Cartafolio veneciano (XXXVII)

Muy cerca de la entrada a la zona reservada a los pabellones de la Bienale, se encuentra el monumento a la partisana véneta. La figura está tumbada y medio inmersa en el agua de la laguna. Es una Venus naciendo y renaciendo de la espuma del mar.

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Las partisanas vénetas fueron hijas de Elena Cassandra Tarabotti, aquella mujer de la primera mitad del Settecento que ingresó por imperativo paterno en el convento de Sant’Anna en Castello. Aquellas paredes en la que la recluyeron no consiguieron aprisionar su indómita libertad para pensar y escribir. Suyos son los textos Tirannia paterna, Inferno monacale, Antisatira contra il lusso donnesco y Che le donne siano della spetie degli uomini. Todas las partisanas –las que fueron, las que somos y las que serán– constituyen la descendencia de Tarabotti y de tantas otras libérrimas donne veneziane.

Cartafolio veneciano (XXXVI)


A principios del siglo XVI, la comunidad judía fue segregada en un islote de Cannaregio. El lugar elegido fue aquel donde había tenido establecimiento una fundición, es decir, un ghetto, palabra veneciana que iba a ser adoptada por otros idiomas como también lo sería la política a la que aludía. Al caer la noche, los accesos a la isla eran cerrados y guardias cristianos vigilaban que la población no violase el confinamiento. Sólo al amanecer, al toque de la Marangona, las puertas se reabrían. Para hacer más claustrofóbica aquella reclusión, se decidió que las ventanas de los edificios que miraban al exterior del gueto fuesen cegadas. Era, sin duda, un añadido cruel a la política represiva, pero absolutamente coherente con ella. Quien dictó la orden sabía bien que contemplar Venecia es una forma de poseer la ciudad. Y eso era algo que, ni siquiera de forma simbólica, iba a ser tolerado a los habitantes del gueto.

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En contra de lo que indican los adjetivos, el Guetto Nuovo fue el primero en el que se asentaron los judíos. Sólo más tarde y ante el aumento de la población fue ocupado el Guetto Vecchio. Ahí está esa confusión de lo nuevo y lo viejo, de los tiempos y las edades, que le es tan querida a Venecia.

Cartafolio veneciano (XXXV)

Jean-Paul Sartre creyó descubrir en Venecia el capricho constante de la huida: “La verdadera Venecia, dondequiera que vayamos, la encontramos siempre en otro sitio. Para mí al menos, es así. Por general, me contento más bien con lo que tengo, pero en Venecia soy presa como de una locura envidiosa; si no me contuviera, estaría todo el tiempo en los puentes o en las góndolas buscando frenéticamente la Venecia secreta de la otra orilla”. Ningún reproche más injustificado se puede hacer a Venecia que ese de que la ciudad huye, se escapa o se esconde. No es cierta la inconstancia de Venecia, que se entrega -toda ella- en cualquiera de sus momentos y en cualquiera de sus rincones. La impaciencia ansiosa de Sartre no le concedía tiempo a Venecia para cruzar de orilla y llegar a él.

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No puedo estar más de acuerdo con José Ángel Valente, ni decirlo mejor que él:

“Para visitar una ciudad es necesario salir a su encuentro, buscarla, caminarla para ver esto o aquello; pero es más importante sentarse en algún lugar a propósito a esperarla, como se puede esperar a una muchacha. Esperarla tranquilamente, sin hacer nada, escuchando o mirando; al cabo, vendrá. Entonces es cuando uno empieza a sentirse bien, es decir, a sentirse un poco parte de ella, a conocerla. No hay cosa más estéril que el turismo exhaustivo, en pantalón corto y a grandes jornadas. Jamás se perderá así el sentido de la provisionalidad, de la ojeada transitoria, urgida siempre por lo que aún tiene que ver. El turista perfecto es el que ha olvidado los límites de su economía, por débil que sea, y de su tiempo. Sobre todo de su tiempo. El que no sea capaz de perder dos o tres horas diarias en nada, en tomarse un café o en sentarse en una esquina, volverá con las manos vacías”.

Así que pateé Venecia, gastando en San Marco, San Polo, Santa Croce, Dorsoduro, Cannaregio y Castello el esparto de mis alpargatas, hasta dejarlas completamente destrozadas, inservibles para dar un paso más. Porque, además, sentí la avaricia suprema del secreto de la ciudad y de las únicas fotos que no se borrarán de la memoria me senté en muchas ocasiones a esperar a Venecia. Ella vino a mí mientras admiraba el Gran Canal y el puente de Rialto desde la Riva del Vin, allí donde tienen un embarcadero las góndolas; una noche mientras tomaba un helado a los pies de la fachada de la Scuola Grande di San Rocco y en las escaleras de la iglesia de Santa Maria della Salute, justo cuando me incorporé después de haber tumbado todo el cuerpo en el mármol frío. Ahora bien, para esperar a Venecia, nada hay más a propósito que sus campi, por ejemplo, Campo Santa Margherita, alborotado por una festa di laurea, o Campo San Luca, donde el bar Torino ofrece la oportunidad de tomar un spritz al aperol mientras se espía el trajín del exterior. También atendí aquel mandamiento de perder el tiempo para ganar la ciudad a los pies del brocal del pozo que hay en el Campo dei Mori, en un rincón del Campo Ghetto Nuovo y en una terraza de Campo Santo Stefano. En todos esos lugares pude sentir que estaba en Venecia y no de paso por Venecia, creer la mentira de que yo formaba parte de la ciudad.


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Creí reconocer en la terraza del Rosa Salva, en Campo Santi Giovanni e Paolo, a José Luis Guerín. No podría asegurar si en verdad era él o tan sólo una ilusión creada por la curiosidad repentina de saber cómo sería su película sobre Venecia.

Cartafolio veneciano (XXXIV)


Cuentan que en cierta ocasión Fray Mauro el Cosmógrafo recibió en el convento de San Michele in Isola la visita de un senador. Tras contemplar en un mapa el pequeño puntito que representaba a Venecia en medio de la vasta extensión de los cinco continentes, ordenó al fraile: “Haz el mundo más pequeño y Venecia más grande”. El mapamundi que dibujase más fielmente mi imago mundi sería aquel que deseaba el senador.

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Fray Mauro no necesitó abandonar su retiro monástico para realizar magníficas cartas cosmográficas. Las crónicas explican que se servía de las informaciones que le facilitaban viajeros venecianos; la leyenda que sus trabajos reproducían los sueños del diablo que el fraile sabía concentrar y proyectar en las nubes que cubrían la isla de San Michele. Siempre son fascinantes los abundantes relatos venecianos que consideran la belleza y la perfección obra del diablo. Me pregunto si nacieron de la idea de que dios ya demostró su impericia con la creación del mundo.

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El visitante puede buscar la belleza de Venecia en los detalles y hasta alquilar escaleras y andamios, emulando a Ruskin, para acceder a los que se esconden en las alturas. Allí encaramado, tendrá la sensación de estar distrayendo su atención de la perfecta armonía con que se ensamblan esas piezas. Si las vedutas a vista de pájaro de la ciudad ejercen en él tan poderosa fascinación es precisamente porque le proporcionan la ilusión de que es posible captar y aprehender simultáneamente el detalle y el conjunto.

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Comparto la fascinación de Predrag Matvejevic por los mapas de Venecia (y envidio la sabiduría que atesora sobre ellos). Sus autores tenían tanto de meticulosos geógrafos dibujando una realidad física como de fabuladores inventándola, porque la perspectiva de la ciudad que mostraban es imposible y cualquiera otra que se le pareciera les fue imposible. La más hermosa Veduta di Venezia a volo d’uccello que conozco es obra de Jacopo De’Barbari y se exhibe en el Museo Civico Correr. Representa la ciudad en 1500 y lo hace con tal minuciosidad que el espectador puede caminar por sus calles y navegar por sus canales. Paseé por esta veduta como lo hice por la Venecia de cinco siglos después, sabiendo que ambas son realidad y fantasía, la ciudad y la utopía.

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Paul Morand tenía en la habitación que ocupaba en 1909 dos imágenes fetiches: una reproducción del planisferio que Fray Mauro realizó en 1457 y otra del plano de Venecia de 1500 de Barbari. Me maravilla descubrir que la fascinación de Paul Morand por esas dos obras haya encontrado, cien años después, un espejo en mi propia fascinación. La sorpresa se reconvierte en la súbita y alegre certeza de alguien que, dentro de cien años más, cultivará su amor –nuestro amor– por el mundo de Fray Mauro y por la ciudad de Barbari.

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La veduta prospettica de Jacopo De’Barbari me permitió poseer la ciudad de un modo imposible incluso desde lo alto del Campanile de San Marcos. La ciudad que se muestra desde allí –nuevo encontronazo con lo inverosímil– es una ciudad sin canales.

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Vista desde el campanile de San Marcos, Venecia es una ciudad apretujada y asfixiada que ha olvidado que necesita los campi y los canales para respirar.

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Venecia es el sueño del mundo. Y el mundo es el sueño de Venecia, como revela la sala de mapas del Palacio Ducal.

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Durante mucho tiempo, las rutas marítimas eran rutas celestes. Los marineros navegaban mirando al cielo, orientándose en sus singladuras gracias a las constelaciones. El globo terrestre y el globo celeste de Vincenzo Coronelli en la Biblioteca Marciana recuerdan que los venecianos surcaron los mares soñando con lejanas costas y mirando al cielo y las estrellas. Así fue literalmente para ellos el viaje, así es metafóricamente para nosotros.

Cartafolio veneciano (XXXIII)


Henry James admitió que había cierta insolencia en la pretensión de añadir algo nuevo a un tema, Venecia, al que resultaba evidente –ya cuando él escribía– que nada podía añadirse. Su coartada es a la que yo misma me aferro mientras persevero en la insolencia: “Considero que el amor al tema es suficiente justificación para escribir”.

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Escribir sobre Venecia es un intento de reconstruir la ciudad tal y como fue para nosotros. “Com’era, dov’era”. Pero es que eso sólo le fue dado hacerlo a Venecia con el Campanile de San Marcos.

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Habría que renunciar a seguir escribiendo sobre Venecia, porque esto se va pareciendo cada vez más a una diarrea. Pero no tengo a mano un frasco de Teriaca, una especie de bálsamo de Fierabrás que vendían en la ciudad durante la Edad Media. Es la endeble excusa que me doy, mientras me acuerdo, de repente y no por casualidad, de la estatua de Niccolò Tommaseo, en Campo Santo Stefano. El escultor hizo descansar el peso de la figura en una pila de libros, pero los colocó de forma tan desafortunada, que parecen, tal cual, una evacuación salida de su culo; una evacuación libresca, incontenible a pesar del escarnio público que ha bautizado el monumento como Il Cagalibri. No sé yo si el recuerdo de Niccolò Tommaseo actuará como eficaz sustitutivo de la Teriaca deteniendo estas cagadas.

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Escribir sobre Venecia es una forma de dejar constancia de que yo estuve allí. Es un modo que se pretende más civilizado, pero, en realidad, es igual de bárbaro, que el empleado por aquellos viajeros del siglo XIX que labraron un graffiti con su nombre y una fecha en algunas de las columnas del Palacio Ducal que hoy se conservan en el Museo dell’Opera.

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Venecia despierta en cualquiera la vocación de la escritura, para definir el modo en que la ciudad impresiona la razón y el sentimiento; la vocación de la pintura, para dibujarla en sus detalles más menudos, y la vocación de la fotografía, para capturarla en el instante único. Por eso, en Venecia, los turistas no dejamos de escribir y pintarrajear en cuadernos y de tomar fotografías, sin importarnos lo más mínimo que la pericia profesional no acompañe a las repentinas y urgentes vocaciones.

Cartafolio veneciano (XXXII)

Nocturno de la Piazza de San Marco. La orquesta del Caffè Quadri toca el tema principal de la banda sonora de la película Titanic. Rigurosamente cierto. Todavía desconcertada, no sé si tengo que interpretar aquello como una muestra del sentido del humor veneciano o como el síntoma de un espíritu refractario a la superstición.

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Tenía entendido que la noche era uno de los grandes momentos de Venecia. Lamento discrepar. Venecia no me parece una de esas ciudades que ofrecen de madrugada secretos y encantos inéditos a la luz del día o que se reinventan en la oscuridad nocturna gracias a los efectos del alumbrado eléctrico, que aquí es muy precario. Así es que Venecia sigue siendo Venecia por la noche, con el grave inconveniente de que se la ve con dificultad.

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Toda la luz de Venecia se refugia al llegar la noche en las fachadas de la Iglesia y la Scuola Grande di San Rocco.

Cartafolio veneciano (XXXI)


Había una insólita megalomanía o tal vez sólo un modesto deseo de no desmerecer la belleza de Venecia en aquella farola que creía ser la luna.

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Cuando Ánxel Fole, mientras todavía estaba describiendo una escena o relatando una anécdota para su Cartafolio de Lugo, ya percibía el futuro escepticismo o incredulidad de sus lectores, lo intentaba atajar con el añadido final de una muletilla muy suya: “Rigurosamente histórico”. La fórmula, con ligeras variaciones, reaparece cuando el periodista no desea que su crónica retrospectiva pase por cuento o invención. Por un motivo muy similar, he sentido la necesidad de colocar la foto de la farola veneciana que pretendía ser la luna llena sobre la Basílica de San Marcos. No fuera a pensar alguien que intentaba hacer literatura.

Cartafolio veneciano (XXX)


He llegado a convencerme de que no hay casa o palacio en Venecia que no haya acogido, en algún momento de su historia, a un insigne huésped, tal es la profusión de placas en las fachadas que acreditan la estancia de un escritor, un pintor o un músico. Pero la más hermosa de todas es la que descubro mientras aguardo a que abra el Palazzo Vernier dei Leoni para ver la colección de arte reunida por Peggy Guggenheim. Muy cerca, en el muro del jardín del Palazzo Dario que mira al Campiello Barbaro, una inscripción recuerda que allí se alojó Henri de Régnier, quien “venezianamente visse e scrisse”. Sin duda alguna, el mayor reconocimiento que puede dispensar Venecia, a la que, es evidente, le trae al pairo lo que digan esos críticos que consideran la prosa de Régnier démodé.

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Christian Doppler, el matemático y físico austríaco que dio explicación al efecto que lleva su nombre, falleció en Venecia el 17 de marzo de 1853. Una placa en el número 4134 de la Riva degli Schiavoni lo recuerda. Se diría que Venecia le ha concedido la placa, reconocimiento que parece reservar en exclusiva para los artistas, porque advierte la sustancia poética de la materia de sus estudios.

[Imagen: Le Palais Dario, de Claude Monet (1908)].

Cartafolio veneciano (XXIX)


La Venecia que vi relucía bajo el sol y desbordaba alegría. No sé si un viaje en otra estación del año, en otoño o invierno, con acqua alta, corregiría esta impresión. Probablemente no. Al fin y al cabo, uno termina encontrando lo que busca. Por eso, los románticos del siglo XIX descubrieron en Venecia una ruina melancólica ahogándose. Por la misma razón, Corpus Barga, en el año 34 del siglo XX, al tener noticia de que las góndolas atravesaban la plaza de San Marcos inundada, en lugar de darse a sombrías elucubraciones, pidió urgentemente billete para el primer hidroavión con destino a Venecia: “Las gloriosas palomas de la plaza, ante el grave problema de no poder posarse en ella, estarán convirtiéndose en cisnes”.

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Los temas mitológicos siempre fueron del gusto de Venecia, como demuestra su arte. Es más, la ciudad inventó su propia mitología. Por eso, Venecia está en las mejores condiciones para saber apreciar esa imagen de las palomas convertidas en cisnes. Una fantástica y poética metamorfosis, que ni las de Ovidio. Sólo en Venecia podía Corpus Barga acertar a definirse de forma tan exacta: el más puro clasicismo combinado con el futurismo del hidroavión.

Cartafolio veneciano (XXVIII)


Los gondoleros resultan perfectamente creíbles porque asumen con absoluta seriedad su personaje. Pero si uno los espía con atenta dedicación descubrirá, en cierto momento, una fugaz sonrisa irónica, como la de unos actores que se rieran un poco de nuestra ingenuidad de espectadores crédulos y también de ellos mismos por haber llegado a olvidar que interpretan un papel. Del mismo modo, Venecia parece convencida de sí misma y nos convence. Embelesada ella y embelesados nosotros, de repente y sólo durante un instante, la ciudad se desdobla y esboza una sonrisa irónica. Es la sonrisa del ensueño que conserva el sentido de la realidad.

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La sonrisa franca y abierta de la estatua de Carlo Goldoni que ocupa el centro del Campo San Bartolomeo no es la sonrisa de Venecia, sino aquella otra, irónica e inteligente.

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En el último momento, cuando Venecia roza peligrosamente el engreimiento, recurre a una ironía descreída. Su belleza es mayor cuando advertimos que posee el sentido del humor y la inteligencia de no tomarse completamente en serio, ni a ella misma ni a nuestra devoción.

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El sentido del humor de Venecia, rápido y fugaz como un guiño, ha pasado, generalmente, inadvertido. No para Mary McCarthy que salpicó su Venecia observada con ejemplos del humor que hay en la Venecia improbable, inesperada e inverosímil, la que nos permite descubrir lo absurdos e insensatos que resultan los presupuestos de lo que llamamos sentido común en el contexto veneciano. Venecia, afirmó la escritora, es “un Liliput swiftiano”. Envidiable lucidez, la de McCarthy y la de Venecia.

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Cartafolio veneciano (XXVII)


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Pasa una góndola solitaria o ninguna o, de repente, tantas que se forma un atasco sin cláxones y sin impaciencia. Desde el observatorio que elegí para contemplar este tráfico, me pareció advertir que la cadencia con la que llegaban las góndolas no era caprichosa. Pero tampoco fui capaz de desentrañar la ley que gobernaba sus mareas, aunque, tal vez, podría ser la misma que trae siete olas a la playa entre dos largos momentos de remanso.

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La elegancia suprema es el modo en que los gondoleros apoyan el pie en las paredes para tomar el impulso exacto que permite doblar la esquina que dibujan dos estrechos canales y hacer un giro o un quiebro con el que esquivar un obstáculo encontrado en su trayecto. El gesto tiene la suave, leve y natural precisión de un paso de baile que al espectador le parece fruto de una improvisación espontánea, aunque en realidad haya sido ensayado un millón de veces. La elegancia es este ballet veneciano.

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El silencio es el paso de una góndola. No agita las aguas, ni el aire; no crea el más mínimo rumor. Nada la ha anunciado, a no ser el ferro de su proa asomando tras una esquina o apuntando bajo un puente. En Venecia, el silencio no es estático.

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Qué bien estar aquí sentada viendo pasar las góndolas, sin otra ocupación que marear la ocurrencia esa del silencio que se mueve. Hasta que comienzan los ensayos de un grupo de rock en la planta baja de la casa de al lado. Escándalo de guitarras eléctricas y una batería. ¡¡Dubi dubaaa!! ¡¡¡Dubi dubaaaaa!!! Para que luego digan que Venecia es una ciudad romántica. Lo que hace Venecia es carcajearse con ganas de los románticos.


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No tengo ni idea de si aquel pasajero de una góndola me creyó, sentada allí, bajo el arco que da al canal y sola, una típica estampa veneciana o una rareza de la ciudad. El caso es que me tomó varias fotografías. A saber por qué lugar del mundo andan esas postales del viaje de alguien en las que aparezco retratada. Me da un ataque de risa cada vez que me acuerdo.

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La pareja que se regala un paseo en góndola se rinde a un simulacro romántico que tiene poco que ver con el amor.

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A cierta hora, el gondolero desviste el uniforme y recoge a su chica para llevarla a casa. Ella no da la espalda a su gondolero, sino a Venecia. Él se olvida del discurso que, entre la historia y la anécdota, seguramente ha repetido en varias ocasiones a lo largo del día sobre la independencia republicana que la Serenísima supo conservar durante más de mil años, sobre la casa natal de Marco Polo y sobre la capacidad de La Fenice para, haciendo honor a su nombre, resucitar en varias ocasiones de sus cenizas. No invento nada; yo escuché a la pareja hablar de sus cosas. El amor viaja en góndola cuando el gondolero ha concluido su jornada de trabajo.

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El viajero llega a Venecia pensando en el momento en que asistirá al paso de una góndola en la que viaja un acordeón haciendo sonar La biondina in gondoletta. Pero hay excesos rococós que Venecia no se permite. Y hace bien.

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Cartafolio veneciano (XXVI)


Venecia guarda dos secretos: su relación con el agua y las diferencias, tenues y rotundas al tiempo, entre la personalidad y el carácter de cada uno de sus sestieri. No sé de ningún libro, ningún cuadro, ninguna fotografía, ninguna película que haya desentrañado esos dos secretos, indescriptibles en su infinita sutilidad.


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En contra de una creencia muy extendida, Venecia no flota, ni es un inmenso palafito. Discutiendo también la versión que fundó el mito romántico y melancólico de la ciudad, tampoco da la impresión de que el suyo vaya a ser el destino de la Atlántida, engullida por las aguas. Venecia ni flota, ni se hunde. Su relación con el agua es, sucesiva y simultáneamente, tan amable o tan beligerante como la que puede mantener uno consigo mismo. En efecto, una intimidad tan notable sólo puede darse porque el agua es Venecia.

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No hay ni el más mínimo propósito metafórico en la afirmación de que el agua es Venecia. Eso es, ni más ni menos, lo que dice el callejero oficial de la ciudad –que habrá que convenir que no es sospechoso de veleidades literarias– en su título: Calli, Campielli e Canali.

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El encargado de amarrar el vaporetto que esperábamos nos insta a embarcar, a pesar de ir ya atestado de viajeros. Lo hace de un modo imperativo y apremiante que resuelve instantáneamente nuestra cobarde indecisión: “¡Avanti! ¡Avanti! ¡Coraggio!”. ¡Qué gran filósofo!

Cartafolio veneciano (XXV)

La Casa Goldoni pasa por ser el único museo literario de Venecia. Creo más exacto y ajustado a la realidad señalar que toda la ciudad es un museo literario.

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Tiziano Scarpa se encuentra entre quienes afirman que si un día Venecia se hunde bajo las aguas del Adriático, lo hará aplastada por el peso de tanta literatura como ha tenido que soportar. Yo creo exactamente lo contrario. Puedo admitir que, en ciertos casos, esa literatura resulta insoportable, pero lo es para el gusto del lector, no para Venecia. Todas esas páginas no sólo no representan una carga para ella, sino que son los cimientos sobre los que se yergue orgullosa. En efecto, si los miles y miles de troncos que sostienen la ciudad, en lugar de pudrirse, se mineralizaron hasta adquirir consistencia pétrea, no fue por la adherencia de una capa de barro que los aisló del contacto del oxígeno, como comúnmente suele decirse. No, lo que ha fosilizado esos apoyos que, indestructibles, siempre la mantendrán en pie han sido todas las imágenes literarias que ella ha inspirado y seguirá inspirando.

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María Zambrano afirmó: “Una ciudad sin escritores queda vaciada de su esencia de ciudad, y aparece como un complejo aglomerado, como algo que puede cambiarse, transmutarse o desaparecer sin que su vacío se note”. Porque Venecia es una ciudad con escritores resulta inconcebible y, por inconcebible, imposible, su desaparición.

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El vacío de Venecia actuaría del mismo modo que lo hacen los agujeros negros, engullendo cualquier materia o energía situada en su campo gravitatorio. Para hacerse una idea de las dimensiones del vacío generado por la desaparición de Venecia sólo hay que recordar que en su campo gravitatorio se encuentran el hombre y su idea de la belleza.

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María Zambrano llamó la atención sobre el carácter laberíntico de muchas ciudades del Mediterráneo: “Son, sin duda alguna, reflejo o improntas de una antigua y viejísima categoría de ciudad mítica, del laberinto de Creta”. Estas palabras parecen escritas a propósito para Venecia que, no en vano, conservó durante siglos la posesión colonial de la isla. Quizás fuese tanto para recordar el laberinto minoico primordial como para declararse sucesora de la brillante civilización que alumbró la talasocracia cretense.

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Hablando de otras ciudades o de la ciudad en abstracto, María Zambrano siempre parece estar refiriéndose a Venecia. Da la impresión de que no habría opuesto reparo alguno a suscribir las palabras que Italo Calvino hizo pronunciar a Marco Polo en Las ciudades invisibles: “Cada vez que describo una ciudad digo algo de Venecia. […] Para distinguir las cualidades de las otras he de partir de una primera ciudad que permanece implícita. Para mí es Venecia”.

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Conocemos demasiado bien y demasiado mal nuestras ciudades implícitas para atrevernos a escribir sobre ellas. Sólo nos lo permitimos con otras ciudades, donde la ignorancia encuentra misterios y la vaga familiaridad, deslumbramiento, donde el amor no ha tenido tiempo para los reproches. Quizás no haya otra forma que la indirecta y vicaria de ver y describir las ciudades implícitas. No sé si este es el caso, si no hago más que escribir sobre Lugo y Madrid. Pudiera ser.

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La ciudad implícita es la que nos ha enseñado qué es una ciudad. Es una categoría a través de la cual nos es posible observar, comprender, soñar y amar otras ciudades; es una categoría que no se afirma categóricamente.

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Dicen que Venecia es un tema agotado. Si eso fuese cierto, significaría que también están agotados otros temas: la memoria y el deseo, el deseo y los sueños, los sueños y el amor. Pero la ciudad y la memoria y el deseo y los sueños y el amor son los temas de nuestras vidas.

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Marcel Proust advirtió: “La Belleza no fue concebida por Ruskin como un objeto de goce, sino como una realidad más importante que la vida”. Hay que hacer caso al aviso y tener mucho cuidado con Ruskin.

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Nada de Ruskin, mi Baedeker fue la Venecia venérea de Claudio Rodríguez Fer.

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Venecia era una ciudad leída y releída: Henri de Régnier, Philippe Sollers, Jean-Paul Sartre, Paul Morand, Henry James, Jan Morris, Mary McCarthy, Joseph Brodsky, Predrag Matvejevic, Tiziano Scarpa, Diego Valeri, John Julius Norwich, Josep Pla, Corpus Barga, Javier Marías, Víctor Gómez Pin, Mauricio Wiesenthal, Félix de Azúa, Silvia Ugidos, Martín López-Vega... Pero Venecia exige, como ninguna otra ciudad que conozca, la propia experiencia.

Cartafolio veneciano (XXIV)

En las librerías venecianas tienen una presencia destacadísima los libros de Manuel Vázquez Montalbán protagonizados por Pepe Carvalho. Seguramente es debido a la curiosidad que siente toda Italia por el inspirador de comisario Salvo Montalbano de Andrea Camilleri, pero, aún así, me parece una suerte de reparación al injusto olvido al que ha sido relegado aquí el detective gastrónomo y quemalibros, el espectador escéptico de los episodios nacionales que tuvieron lugar durante la transición del franquismo a la democracia.

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No me atrevo a aventurar una explicación de por qué es más fácil encontrar en las librerías venecianas las novelas del detective Pepe Carvalho que las del comisario Guido Brunetti. ¿Será que en la justa literaria triunfa Manuel Vázquez Montalbán o que los venecianos no se creen la Venecia de Donna Leon? Se me escapa si los escaparates de las librerías venecianas expresan un juicio literario o extraliterario.

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Pues ni una cosa, ni otra. Sencillamente Venecia no tiene un juicio sobre las novelas de Donna Leon. Acabo de leer en el periódico una entrevista a la escritora, de paso estos días por Santander. En ella encuentro la explicación a la ausencia de Guido Brunetti en su propia ciudad. Es realmente singular y admito que jamás, ni en mis más retorcidas elucubraciones, se me habría ocurrido: la novelista se niega rotundamente a que traduzcan al italiano sus libros. Dice preservar de este modo su anonimato en Venecia, donde reside, que la ciudad es demasiado pequeña para que la fama que le acarrearía la edición italiana de sus obras no terminase por trastornar su vida. Es portentoso el esnobismo aristocrático de que son capaces los populares autores de best-sellers. Claro que, bien mirado, en la República de las Letras, son los únicos que se lo pueden permitir; el esnobismo y renunciar a los ingresos que reportaría la venta de los derechos de sus novelas.

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Resulta incomprensible cómo el periodista dejó escapar viva a Donna Leon sin acribillarla a preguntas, por ejemplo: ¿Es Guido Brunetti un vero veneziano? ¿Basta que el comisario presuma de ser un buen conocedor de la ciudad si la ciudad no lo conoce a él? ¿Negándose a la traducción, Donna Leon se protege sólo a sí misma o también a su comisario del examen de los venecianos? ¿No considera que ellos serían sus lectores más competentes? ¿Acaso teme someter al juicio de Venecia la ciudad que describe en sus novelas? ¿Cómo es posible que no corroa a la escritora la curiosidad por saber cuál sería el veredicto de Venecia?

Cartafolio veneciano (XXIII)

Salvar Venecia es salvar al futuro de la incredulidad, de la sospecha de que la ciudad no fue más que una quimera, una utopía, un espejismo o una alucinación colectiva de los hombres del pasado.

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El periódico de hoy trae las conclusiones de un estudio realizado por el Instituto de Ciencias Marinas de Venecia: en menos de un siglo, los diques móviles proyectados por el plan Moisés serán insuficientes para contener las acometidas del Adriático. Antes que editorializar sobre la necesidad de combatir el cambio climático que está provocando la subida del nivel de los mares, que es a lo que apuntan los científicos, el periodismo –con la necrofilia que le es propia y sin que la pluma se le conmueva– prefiere titular dando por segura la muerte de Venecia en 2100. Los modernos profetas del apocalipsis tienen la misma querencia que los antiguos por poner fecha al fin del mundo en titulares tremebundos.

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Paul Morand: “Venecia se está ahogando. ¿Será quizá lo más hermoso que le pueda ocurrir?”. No hay manera de disculpar a Morand, ni aun teniendo en cuenta los signos de interrogación.

Cartafolio veneciano (XXII)


Cuentan que, de tanto en tanto, cuando un invierno se presenta especialmente crudo, la laguna se hiela presentando una estampa de una rareza más que inverosímil, imposible, en una ciudad ya de por sí absolutamente singular. Así hemos de admitirlo, si damos crédito a los testimonios escritos y también a algunos cuadros. Por ejemplo, uno que se conserva en Ca’ Rezzonico y que muestra la superficie helada de la laguna animada por juegos infantiles y el paso de transeúntes. El lienzo, fechado en 1788 y obra del taller de Francesco Battaglioli, se titula, precisamente, La laguna ghiacciata. Su autor, consciente de lo insólita que resultaría la escena a sus futuros espectadores, tuvo la precaución de añadir una leyenda subrayando que aquella era una vera imagen. Son extraordinarias las dificultades que Venecia ofrece a los costumbristas que, a poco que se descuiden, ven sus obras tomadas por ejemplos de desenfrenado realismo mágico. En tales circunstancias, ciertamente, todas las precauciones son pocas.

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Venecia, ciudad inverosímil, parece retar a la razón. Pero hay que dominar la tentación racionalista para entender y gozar de la ciudad.

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La incredulidad que provoca Venecia es la reacción de la razón. Es el sentimiento el primero en dar crédito a la ciudad y el que, por tanto, posee el hilo de Ariadna que ha de guiar a la razón por el intrincado laberinto veneciano.

Cartafolio veneciano (XXI)


A finales del siglo XV el impresor Aldo Manuzio el Viejo se instaló en Venecia para cumplir su sueño de editar textos clásicos de Aristóteles, Platón, Horacio, Ovidio o Virgilio, además de grandes poetas italianos, como Dante y Petrarca, en cuidadas y elegantes ediciones en octavo, hoy diríamos ediciones de bolsillo, mucho más manejables que los mamotretos salidos de las imprentas hasta entonces. Para aprovechar el espacio de la página, las letras adoptaban un hermoso carácter inclinado, diseñado por Francesco Griffo, que se llamó itálico o aldino. También con la intención de abaratar el coste final, decidió hacer tiradas de mil ejemplares de cada uno de los libros editados bajo el sello distintivo del ancla y el delfín. Comenzaba así la lenta democratización del libro. Me parece una injusticia desmesurada que uno de los lugares más gloriosos de Venecia, aquel al que Manuzio el Joven trasladó la Academia Aldina fundada por su padre, esté hoy ocupado por uno de los edificios considerados unánimemente más feos de la ciudad, el de la Cassa di Risparmio, en Campo Manin. Sólo una placa en el lateral del edificio que da a Rio Terrà S. Paternian recuerda la relevante historia del escenario. Allí mismo rendí pleitesía a los príncipes del arte de la impresión.

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Sería muy fácil discursear sobre el hecho de que en el lugar de la Academia Aldina, corazón del humanismo renacentista, se levante hoy la sede de un banco. No creo que merezca la pena entristecer el ánimo ni gastar fuerzas en decir lo evidente.

Cartafolio veneciano (XX)


El tráfico comercial y el tráfico informativo siempre han compartido sus rutas. Siendo así y siendo Venecia el enclave en el que se cruzaron las más importantes rutas comerciales entre Oriente y Occidente, bien puede afirmarse que, durante siglos, no hubo mejor lugar que Rialto para estar al tanto de lo que sucedía en el mundo. No por casualidad Shylock preguntaba, en El mercader de Venecia, por las noticias de Rialto. Los barcos que llegaban lo hacían cargados de mercancías y también de noticias. Estas no dejaban de ser una mercancía más y, como tales, eran puestas a la venta allí mismo. Pronto se establecieron impresores que editaban papeles con ese material informativo. Al parecer, un aviso veneciano de 1563 fue el primero en llevar por título Gazzetta, que era el nombre de la moneda de plata que costaban aquellas hojas. La denominación iba a tener éxito internacional y pasaría a designar en toda Europa las publicaciones noticiosas de periodicidad semanal. Esta gacetillera visitó Rialto con la misma reverencia con la que los peregrinos acuden a los lugares santos que contemplaron las obras y milagros de los profetas.

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La gacetillera, que imagina las objeciones que merecerá lo que acaba de escribir, ha de añadir que no ignora que nada santifica los orígenes de la profesión. En Rialto, las noticias ciertas se mezclaban indiscriminadamente con los rumores, los embustes intencionados y las fabulaciones más rocambolescas. Así es que en este lugar no tendría ningún sentido la inscripción que, en el pavimento de la basílica de Santa Maria della Salute, reza: “unde origo, inde salus”. En el origen no encontrará el periodismo la salvación. Pero una cosa es que lamentemos no descender de una estirpe intachable y otra muy distinta, abjurar de ella o negarse a honrar a los padres. Así es que no me desdigo: con reverencial devoción peregriné a Rialto.

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Gacetillero. Dícese del que vende patrañas folletinescas y su alma al diablo por una gazzetta en los mercados de Rialto, donde otros se ocupan en negocios igualmente corruptos, pero mucho más lucrativos.

Cartafolio veneciano (XIX)


No recuerdo dónde leí que había en Venecia una Calle del Cafetier. Debe su nombre al hecho de que, en algún momento impreciso del pasado, en ella tuvo establecimiento un tostadero de café. No me hizo falta buscarla. La encontré recién llegada a la ciudad, cuando todavía arrastraba mi maleta camino del hotel. Por ella habría de pasar a diario. Por si cabe la duda de que el plan de hospedarme tan cerca de aquel lugar fue urdido por los duendes del café, añadiré que, además, el hotel estaba casi puerta con puerta con el Palazzo Minelli en el que se alojó una conspicua cafeinómana, George Sand. La escritora debía medir las dosis de infusión que bebía no por tazas, sino por hectolitros, a la vista de la fabulosa fortuna que gastó en café durante su estancia veneciana y que precisó en una anotación: veinticinco mil francos. Realmente imbatible.

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La singularidad de la Calle del Cafetier era una descomunal mentira. Cuando en uno de mis paseos encontré otra del mismo nombre, me hizo gracia. Con la segunda, me mosqueé. Y la tercera me decidió a entrar en una librería para comprobar en el Calli, Campielli e Canali si la enumeración era infinita. Según la fuente consultada, en Venecia hay cuatro calles Cafetier, dos Corti, un Sottopòrtego y un Ramo del mismo nombre.

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Estaba convencida de que la toponimia cafetera de Venecia ya no guardaba secretos para mí, cuando Giuseppe Tassini me proporcionó una magnífica revelación: antiguamente los venecianos llamaron botteghe da acque a los cafés. De manera que la Calle y el Sottopòrtego delle Acque recuerdan en su nombre haber acogido los locales que en el siglo XVIII y, según dice una guía de la época, servían “le migliori cioccolate, caffè, acque gelate e rinfrescative, ed altre simili bevande”. Además, otros pasajes de la ciudad, como la Corte de Ancillotto, fueron bautizados con el nombre del propietario de un antiguo café. Paseando por las páginas del libro de Tassini, me llega desde todos los rincones el olor amargo del café que era para Simone de Beauvoir, junto a la fragancia dulce de la canela, el aroma de Venecia.

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Dicen que hay más de tres mil callejuelas en Venecia. Pero no cabe atribuir a la fatiga de la imaginación que ciertos nombres –Cafetier, Paradiso o Forno, entre otros– se repitan en tantas ocasiones. Que uno de los barrios bautizase una calle con un nombre no cancelaba la posibilidad de que fuese empleado, de nuevo y con absoluta legitimidad, en otra zona de la ciudad. Estos duplicados, triplicados, cuadriplicados, quintuplicados o sextuplicados son el recordatorio de que Venecia se constituyó como una federación de repúblicas que hoy se hacen llamar sestieri.