Pensando el costumbrismo (en Nueva York y en pareja)


Asomándose a las Ventanas de Manhattan, Muñoz Molina se puso a pensar en el carácter costumbrista de muchas de las manifestaciones del arte americano:

“En España el peor insulto que puede recibir quien escribe libros o hace películas, quien se dedica casi a cualquier forma de arte, es que se le llame localista, o costumbrista. En Nueva York uno se da cuenta de que el arte americano, que en cualquier parte del mundo se percibe como universal, es de un localismo extremo, y sus cualidades universales o abstractas proceden de nuestra lejanía hacia los motivos, los escenarios y las experiencias que lo alimentan. Quizás la grandeza de sus mejores obras resida en parte en el vínculo estrecho y vivificador que mantienen con lo inmediatamente real, su capacidad de fabular con los materiales más cercanos de la vida: la poesía con la lengua hablada, la novela con la crónica, el cine con el documento sobre las cosas comunes y los trabajos de la gente, la danza con el ritmo y el sonido de los pasos, las artes visuales con la fotografía, con las imágenes de la publicidad y de la cultura de masas, con los escenarios cotidianos, la música tantas veces, con las efusiones sentimentales y las melodías simples de la canción popular, con los sonidos y hasta los ruidos de las calles, el tachunda de las bandas de viento y los tambores, la cacofonía de los cláxones, a la polifonía de las herramientas, la simple topografía de la ciudad, que se vuelve romántica con sólo ser enunciada, agregada al título de una obra: Manhattan Transfer, West Side Store, Forty Second Street, Washington Square… En una canción de Rodgers y Hart, titulada simplemente Manhattan, un catálogo de nombres de calles nada distinguidas se convierte en el itinerario sentimental e irónico de una pareja de amantes, que celebran los chorros de aire caliente de los respiraderos del metro en el mes de julio y el deslizarse de los carritos de refrescos y comida barata como si fueran las brisas marinas y los veleros de un litoral soñado al que su pobre economía les impide escapar. Uno de los más hermosos himnos del jazz, Take the A train, que compuso Billy Strayhorn para Duke Ellington, es ya desde su título una guía literal sobre la línea del metro que nos llevará a Harlem”.

Los cuadros de Edward Hopper, La ventana indiscreta de Hitchcock, los moteles de carretera de la literatura americana de Nabokov y los cuentos de Cornell Woolrich serían, según Muñoz Molina, otros tantos ejemplos de obras en las que el costumbrismo no es la ganga, sino su mismo corazón.

El juicio es el mismo que expresaba Elvira Lindo en una columna en la que comentaba la película Fiebre del sábado noche:

“Nunca se me pasó por la cabeza imaginar que Tony Madero estaba encarnando a un paleto, que el barrio que en inglés sonaba tan bien (Brooklyn, Bay Ridge) era un sitio donde vivía la gente más ruda de Nueva York. No vi el sentido realista de la historia. (…) Lo que no deja de extrañarme es que en España se cambia el adjetivo “realista” por el de “costumbrista” y de esta forma los enterados fusilan lo que se les ponga por delante. Con el tiempo, y más viviendo aquí, percibes, que casi todas las expresiones artísticas americanas han tenido una tendencia marcadamente realista, que escritores y cineastas se han dedicado en su gran mayoría a contar con fidelidad y crudeza cómo es el país en el que viven”.

Quienes, después de leer ambos textos, crean que nos han vendido la misma idea por el precio de dos (el del libro y el de la columna), tal vez se equivoquen. Elvira Lindo hace un quiebro al final: “Ahora, cuando están a punto de subastar la discoteca en la que se rodó Fiebre del sábado noche, siento un poco de melancolía, porque con su derrumbe se me va también parte de mi historia personal, la de esa paleta de barrio que fui, que soy”. Así que Elvira Lindo no es como aquellos lectores que, por no querer verse retratados por Larra, despejaban balones asegurando que el artículo pintaba a don Cosme:

“Muchos son los obstáculos que para escribir encuentra entre nosotros el escritor, y el escritor sobre todo de costumbres que funda sus artículos en la observación de los diversos caracteres que andan por la sociedad revueltos y desparramados. […] ¿Dibujó un carácter, y tomó para ello toques de éste y de aquél, formando su bello ideal de las calidades de todos? «¡Qué picarillo! -gritan-, ¡cómo ha puesto a don Fulano!» ¿Pintó un avaro como hay ciento? «Pues ése es don Cosme», gritan todos, «el que vive aquí a la vuelta.» Y no se desgañite para decirle al público: «Señores, que no hago retratos personales, que no critico a uno, que critico a todos; que no conozco siquiera a ese don Cosme». ¡Tiempo perdido! «Que el artículo está hecho hace dos meses, y don Cosme vino ayer.» Nada. «Que mi avaro tiene peluca y don Cosme no la gasta.» ¡Ni por ésas! «Púsole peluca -dicen-, para desorientar; pero es él.» «Que no se parece a don Cosme en nada.» No importa; es don Cosme, y se lo hacen creer todos a don Cosme por ver si don Cosme le mata; y don Cosme, que es caviloso, es el primero a decir: «Ése soy yo». Para esto de entender alusiones nadie como nosotros. ¿Consistirá esto en que los criticados que se reconocen en el cuadro de costumbres se apresuran a echar el muerto al vecino para descartarse de la parte que a ellos les toca? ¡Quién sabe! Confesemos de todos modos que es pícaro el oficio de escritor de costumbres”.

Por lo demás, completamente de acuerdo con Antonio Muñoz Molina y Elvira Lindo: el prestigio del costumbrismo americano –llámese realismo, si se prefiere– se basa en la distancia geográfica. El riesgo de que el género devenga en costumbrismo roñoso es directamente proporcional a la proximidad del asunto tratado.

Pongamos un ejemplo. Bajar al metro de Madrid y contar el viaje pasa por ser un ejercicio de intolerable costumbrismo castizo, algo así como ponerse a bailar un chotis. Pero meterse en el subway de Nueva York, eso ya es otra cosa, porque en el trayecto suena el jazz de Duke Ellington. Digo yo que la jam sesion del trayecto hasta Harlem convencerá a la crítica castiza. Habría que preguntarle a Elvira Lindo si el intento le sirvió para redimirse de Moratalaz y ganar otro prestigio.

Posdata: Otras expresiones pueden elegir su estrategia; el periodismo, no. O es costumbrista o no es. Y he aquí el problema: que el periodismo, aquejado de ínfulas de grandeza, ha dejado de hacerse en la calle. Es realmente curiosa esa negación de su esencial razón de ser, que es local, pegada al suelo que pisa, y circunstancial, cosida al tiempo presente. El periodismo ha olvidado que Larra, el padre del invento en el que estamos, demostró que el artículo aguardaba a la vuelta de la esquina, a mano izquierda según se sale de la calle Santa Clara. No es el asunto lo que impide trascender el lugar y el tiempo del que fue tomado, es el procedimiento. O se hace bien o se hace mal, simplemente.


El Carrefour como territorio mítico


No hace muchos domingos Elvira Lindo desmintió las sospechas que abrigaban algunos lectores de que era la autora de aquellos textos que aparecieron en el periódico en agosto bajo el título Me cago en mis viejos y el seudónimo Carlos Cay. Al parecer, tal rumor tenía como fundamento el que ella hubiese concebido otra serie, veraniega y descarada, anterior: Tinto de verano. Entonces recordé uno de aquellos tintos, en los que hacía “sorna de mi propia vida” (amén de la de su santo esposo) “y la transformaban con el único fin de que ustedes, los lectores, se me rieran un poco”. El artículo se titula “El bolo alimenticio”:

“Mírenlos, por Dios: un santo y una pájara surcando con su carrito de la compra los mares del Carrefour. Es la tarde de un día de fiesta. Ellos están en contra de la libertad de horarios y a favor del pequeño comercio, son antiglobalizadores, por qué no, están en contra de las multinacionales, así lo defienden, como contertulios furiosos en las radios, en columnas. Entonces, qué hacen aquí. Pues que una cosa es lo que se dice y otra lo que se hace. Nos ha jodío. Mírenlos, por Dios: si no se les ve, han llenado el carro de bollos industriales y de papel higiénico, porque cuando ellos piensan en sus hijos se hacen a la idea de todo el recorrido del bolo alimenticio, lo que entra por la boca, lo que sale por el culo. Mírenlos, por Dios: a pesar de que llevan 10 minutos dudando entre la melva atunera del Cantábrico o la de las carpas del Retiro –bastante más barata–, ellos no rebajan para nada su nivel intelectual. Ahora mismo, ella (la pájara) le está diciendo a él que el mundo intelectual no la respeta, y que tiene que hacer algo, porque, a ver, qué es ella, una payasa. Él contesta: Mujer, tampoco es eso; sí que es eso, dice ella desconsolada, mientras pide chopped al charcutero; y él por ayudar dice, lo que tienen que hacer es buscarte un territorio mítico, un escritor para ser considerado debe crear un territorio mítico, ahí están la Yoknapatawpha de Faulkner, la Vetusta de Clarín, la Santa María de Onetti, el Madrid de Galdós, yo mismo tengo mi propio territorio mítico y me va bastante bien; ella empieza a tener esperanza: tú crees que Moratalaz puede servir, Moratalaz suena un poco a Yoknapatawpha; y él, siempre tan castrante, le dice, Moratalaz suena a Moratalaz, cariño.
Mientras se dirigen a los congelados ella piensa cuál podría ser su territorio mítico. Mueve los ojos y parece que lo quiere encontrar entre los lácteos, las hortalizas… Se llevan cinco bolsas de palitos de merluza. Mírenlos, por Dios, porque no tienen desperdicio: es posible que de entre todas las parejas de intelectuales de la historia ellos sean los más pringados. Es verdad que en este siglo cruel muchos tuvieron que huir de persecuciones, de guerras, pero tenía algo más de nobleza la cosa que eso de estar un día de fiesta cargados de papel higiénico y palitos de merluza. Ay, si las revistas literarias tuvieron paparazzi, qué gran exclusiva sería ésta. De todas formas, ellos piensan que algo les distingue, ven a otras parejas empujando los carritos con esa mala leche retestinada, con ese gesto de acabamiento, ellos con los bermudas, ellas con el pelo como mojado hacia atrás emulando a la presidenta, gorditas o gordísimas. Hay algo en nosotros –piensa la pájara– que nos da un aire de distinción. Ahora bajan la rampa automática y ve algo que casi le hace perder el sentido: la rampa está llena de parejas, y la verdad, le cuesta un rato encontrarse porque casi no pueden distinguirse de los demás. Ella (la pájara) piensa que tal vez éste sea su verdadero territorio mítico, pero no se lo dice a él (su santo) porque sabe que salir cargado del Carrefour le pone de mala leche. Como a todos los santos que ahora mismo bajan por la rampa. Y pone cara de víctima (como todas las pájaras)”.

Este artículo permite recordar, no sé si mejor o peor que cualquier otro, el tipo de humor que destilaba la serie. Pero sí contiene, antes que ningún otro, la explicación de algunas de las estrategias puestas en juego. La primera de ellas era el costumbrismo. Si los fundadores del género, a principios del siglo XIX, se iban al café y contaban lo que allí veían y escuchaban, Elvira Lindo entra en un hipermercado. El Carrefour es el territorio mítico del costumbrismo del siglo XXI. Allí se encuentran los tipos y escenas que se convierten en el asunto con el que arranca la escritura. Al lector le resulta incómodamente familiar el tipo retratado y la escena descrita: es él mismo en bermudas o con el pelo mojado empujando un carrito de la compra. El texto puede avanzar luego con otros temas y otras críticas. Quizás la hipocresía del discurso público de ciertos escritores o el esnobismo de quienes creyéndose distintos –más distinguidos o incluso superiores– llenan el carro no con delicatessen, sino con chopped, palitos de merluza y papel higiénico. El texto funciona como espejo que refleja el rostro del lector y el de la sociedad. Es la imagen reconocible de lo acostumbrado y cotidiano; una imagen familiar pero también extraña, porque está siendo bien contemplada por primera vez. El costumbrismo más salvaje, el que no teme llegar al final del camino emprendido, coloca también el espejo delante del autor, que así se desdobla para escrutarse desde fuera. Mírenlo, por Dios: ahí está su imagen, una imagen que también es sátira.

No es de extrañar que Elvira Lindo sintiera la necesidad de reivindicarse, de gritar que la cagada no era suya. No lo podía ser. Ningún parentesco guardan sus tintos de verano con el clarete peleón –o con el calimocho, quizás más ajustado al espíritu de la patraña que era aquel retrato adolescente– de unos artículos que creían que el secreto de la fórmula se reduce a concatenar algunos tacos en el Carrefour. El resultado no alcanzaba la penosa categoría de vulgar parodia y por no tener, ni siquiera tenía la comicidad ramplona del chiste. El artilugio no funcionaba, porque para que lo hiciese sería preciso el convencimiento de que el Carrefour no es un escenario prosaico, sino territorio mítico. Y lo mítico no quita lo humorístico; aunque lo humorístico sí robe al autor, casi siempre, la posibilidad de verse interpretado como algo más que un ocurrente gracioso. Pero Elvira Lindo ya lo sabe: “Hay que acostumbrase a que no todo lo que uno escribe sea bien entendido”.

La réplica de Camus


El periodista cínico es aquel que, presumiendo de conocer las servidumbres de la profesión y las reglas de la historia, esgrime la imposibilidad de subvertirlas como justificación de su indiferencia amoral y cómplice. En sus últimos artículos, Larra se descubre y confiesa “ebrio de deseos y de impotencia”, es decir, había alcanzado el convencimiento que quizás engendra al cínico. Para algunos, el parto de un Larra cínico se produciría el 13 de febrero si, en lugar de apretar el gatillo, se pusiese a escribir, ese día, al siguiente y al otro. Sólo le cabía callar, insistió Umbral, rindiéndose sin sonrojo a la “tradicional alegría necrológica y necrofílica” que decía, a renglón seguido, censurar:

“Este es el Larra de los últimos tiempos. El escritor que ha de matarse, entre otras cosas, para no seguir escribiendo. El hecho de dejar de escribir en vida habría supuesto otra forma de suicidio no menos dramática. Sólo se suicida el que ya está muerto por dentro. En este sentido, el suicidio es un expediente a cubrir, algo que faltaba por hacer”.

Ahí está expuesto con drástica crudeza el argumento que viaja, de forma más o menos implícita, en las celebraciones del pistoletazo como el gesto de la radical coherencia de Larra. Desmadejando el hilo de este discurso, se descubre que Larra ha sido colocado ante esta disyuntiva: el suicidio o el cinismo. Pero es un dilema falaz, si se atiende a Albert Camus.

“Cabría creer –escribió en El mito de Sísifo– que el suicidio sigue a la rebelión. Pero es un error. Porque no representa su desenlace lógico. Es exactamente su contrario, por el consentimiento que supone”. Camus asume el sentimiento de lo absurdo e inmerso en él, sin escamotearlo, desechando la tentación de añagazas o trascendencias consoladoras que en realidad lo niegan, se pregunta “si se puede vivir de él o si la lógica ordena que se muera de él”. Su respuesta es una negación del suicidio, la denuncia de que la coherencia de una metafísica escéptica no conduce a una moral de renunciamiento, sino a la exigencia de “agotarlo todo y agotarse”. Del absurdo nace el imperativo de la rebelión, la libertad y la pasión. Se trata de vivir, no por una inercia que intenta olvidarse del absurdo y tampoco amparándose en falsas ilusiones que desdicen el absurdo, sino de vivir en “la ausencia total de esperanza (que nada tiene que ver con la desesperación), el rechazo continuo (que no se debe confundir con la renuncia) y la insatisfacción consciente (que no cabría asimilar con la inquietud juvenil)”.

Por otra parte, Camus es la refutación más categórica del periodista cínico. El periodista que dirigió Combat y escribió para Alger Républicain, Paris-Soir, Caliban y L’Express no puede ser tachado de ingenuo: conocía por dentro la profesión y llegó a afirmar que era “la capital de la malignidad, la denigración y la mentira sistemáticas”, fuerzas a las que la prensa se rendía bajo el pretexto de la rentabilidad económica o el oportunismo ideológico. “Pero nada de todo ello comprometía, en su opinión, la esencia del periodismo”, como subraya Jean Daniel en Camus. A contracorriente. Ni la esencia del periodismo, ni la responsabilidad del periodista:

“[…] lo que más le irritaba –continúa Jean Daniel– era que alguien pudiera ser periodista y despreciar la profesión; que alguien pudiera apoyarse en este desprecio para contribuir al envilecimiento del periodismo. En este caso, como en otros, Camus negaba, en resumen, que la denuncia de la hipocresía pudiera servir de pretexto al cinismo. ‘Aunque no exista nada, no todo está permitido’. Por tanto, en el periodismo, al igual que en el arte, a pesar de que la lucidez puede conducir al pesimismo, no podrá llevar al nihilismo, so pena de negarse”.

Camus también desmontó el presupuesto del nihilismo cínico que considera al periodista un pigmeo braceando estérilmente contra la fuerza inapelable de la historia. Jean Daniel escuchó, en cierta ocasión en la que acababa de calificar de ineluctable cierto acontecimiento, la impugnación de Camus:

“¿Ha dicho usted ‘ineluctable? ¿Qué puede querer decir eso para un periodista, incluso comprometido, o para un intelectual? ¿Con qué derecho decide usted el sentido de la historia? La palabra ‘ineluctable’ está reservada a los espectadores que se resignan a su impotencia para impedir que ocurra lo que en el fondo desean y a lo que ya se han resignado. A los espectadores y, por supuesto, a los militantes, para quienes no existe problema alguno: el desarrollo de la historia no es sólo ineluctable sino justo”.

Camus niega el suicidio y niega el cinismo. Se introduce en las entrañas de la misma lógica que parece desencadenarlos necesariamente y la revienta. No niega el absurdo para negar el suicidio y no niega la malignidad del periodismo para negar el cinismo. Camus afirma el absurdo como el suicida, pero para él es exigencia de vida. Camus conoce la perversa condición del periodismo y la historia como el cínico, pero para él eso es precisamente lo que hace necesario un periodismo no secuaz, lo que constituye el impulso para perseverar en una escritura rebelde.

Camus es la réplica contundente, no a Larra, porque nadie sabe nada de la razón del suicida, sino a quienes afirman que el suicidio o el cinismo son la fatalidad ineludible a la que está abocado un periodista una vez cobra consciencia de estar “ebrio de deseos e impotencia”.

La sátira

Creyendo –esta vez, sí– alejarme de Larra, tomo un libro de George Steiner y leo:


“La vanguardia de la sátira es local. La eficacia del autor satírico depende de la precisión, de la densidad circunstancial que tenga el blanco elegido. Como el caricaturista, trabaja cerca de su objeto y aspira a que éste sea reconocido de forma inmediata y sobresaltada. En cierto sentido la sátira aspira no solamente a la destrucción sino también a la autodestrucción”.

Y me descubro dando vueltas en torno al punto de partida.

No hay que complicar la cosa con fines sublimes

Decido aparcar a Larra, pero quiere el azar que me tope con un texto de Gonzalo Torrente Ballester que viene al hilo de lo último escrito aquí. Es uno de los apuntes de Nuevos cuadernos de La Romana, publicados originariamente en el diario Informaciones:

“En una carta, un amigo muy querido cuanto admirado se pregunta y me pregunta: ‘¿Para qué escribo?’. Y la pregunta tiene todo el sabor de una decepción, de un desencanto. Hace cuarenta años, cuando la vocación intelectual le solicitaba, se habrá hecho una pregunta semejante, formulada con ligeras diferencias verbales: ¿Para qué voy a escribir? A la cual, él, lo mismo que todos, habrá respondido con un manojo de proyectos y de esperanzas. Pasado el tiempo, él, como muchos otros, puede ofrecer 30 o 40 volúmenes en que los proyectos han cuajado, pero no, paralelas, las esperanzas cumplidas. Y entonces la pregunta resurge y el ‘para qué’ reaparece, ya sin entusiasmo, un ‘para qué’ en que se implica, sin atreverse a decirla, la respuesta: para nada.
Me gustaría, desde aquí, animarle y hacerle comprender que ese ‘nada’ no es en la realidad tan radical y negativo. Por lo pronto, al modo del pájaro que canta, el intelectual vive mientras piensa y escribe, es su modo de ser y de estar en el mundo, y en esto sólo ya encuentra justificación. Con frecuencia olvidamos que hemos venido a la vida sin comerlo ni beberlo, sobre todo, sin pedirlo; pero lo malo es que también lo olvidan los demás y se ponen a plantear exigencias y requerir justificaciones hasta el mero existir. Pienso que lo que está aquí se justifica por sí mismo, y que si la suerte, o lo que sea, personal, le trajo a uno por este camino de pensar y de escribir, no hay que complicar la cosa con fines sublimes. Uno escribe porque sí o porque le gusta o porque no sabe hacer otra cosa.
Andar buscando ‘finalidades’ nos conduce a los españoles al punto mismo en que Larra descubrió que en este país ‘escribir es llorar’. Destripar las palabras de nuestro gran pesimista nos lleva a la conclusión de que escribir sirve de algo, pero que, aquí, ese ‘algo’ no se vislumbra, y el escribir queda en acto gratuito, en lanzada a moro muerto. Bueno, ¿y qué? ¿Habrá que contar la historia del ruiseñor que descubrió una vez que nadie le escuchaba y que, decepcionado, se dedicó a carpintero, como su vecino de árbol? Oficio en que naturalmente no alcanzó la medianía.
No hay que preguntarse para qué, porque eso nos mete sin quererlo en el sistema falaz de las grandes trascendencias. Hay que hacerlo mientras se puede, sin darle gran importancia y con cierta indiferencia ante el hecho verificable de que la voz del ruiseñor no tenga público. Y cuando por una razón u otra llegue la hora de enmudecer, callarse y a otra cosa. Cierta vez me contaron de un torero que tras la faena, buena, mediana o mala, decía invariablemente: ‘Ahí queda eso’”.

El pistoletazo


El del pistoletazo sabía bien que era “preciado de gracioso” por más que hubiese advertido públicamente que él, como escritor satírico, era “como la luna, un cuerpo opaco destinado a dar luz, y es acaso el único de quien con razón se puede decir que da lo que no tiene. […] ¡y a eso llaman sin embargo ser feliz! Esa acrimonia misma, esa mordacidad jocosa que suele hacer tan a menudo el contento de los demás, es en él la fría impasibilidad del espejo que reproduce las figuras no sólo sin gozar, sino a veces empañándose”. La necrológica de Larra la escribió el desconcierto provocado por el suicidio de un periodista celebrado por el tono festivo que prodigaba en sus artículos. Sus coetáneos calmaron su sed de explicaciones hablando de los amores contrariados de un romántico. Vino a ser, tal y como apuntó Carlos Seco Serrano, como si grabasen en su sepulcro el epitafio de Macías: “Aquí yace Larra, el enamorado”.

Quizás fue Mesonero Romanos el primero en corregir la inscripción de la lápida sepulcral. Fue él quien, aplicando al caso aquello de que el estilo es el hombre mismo, avisó de que el abismo que se abría entre el costumbrismo de Fígaro y del suyo propio era exactamente el que mediaba entre el destino de un suicida veinteañero y el de un setentón que redacta sus memorias. Pero como nadie se acuerda del pobre Mesonero, hubo que esperar al 98 para que fuesen descubiertas las lágrimas bajo la máscara mordaz y risueña. Larra dejó de ser, a partir de entonces, Macías o Werther. La relectura de su obra supuso una relectura de su suicidio. O quizás fue a la inversa, como sugirió Unamuno en un artículo en el que, discrepante entre los miembros de su generación, venía a confesar el enfado que le provocaba ser tomado por ahijado de Larra: “El suicidio fue, con el surtidor poético de Zorrilla, al borde de la tumba de aquel, lo que más le hizo. Fue el suicidio el que proyectó su trágica amargura sobre la moderada sátira literaria del pobrecito hablador”.

Fuera cual fuese el orden de los factores, lo cierto es que leer a Larra es leer su suicidio y que ambas operaciones se han vuelto inseparables. “¿Por qué se suicidó Larra? ¿Qué se suicidó en Larra? O, de otro modo, ¿quién suicidó a Larra? ¿A quién suicidó Larra?” son las preguntas que se hizo José Bergamín y, con él, todos hasta hoy. Antonio Machado afirmó: “Fue el suicidio su último y definitivo artículo de costumbres”. Ramón Gómez de la Serna, seguro como estaba de que “su calavera es la suya porque tiene en una sien el agujero de la bala”, apuntó la necesidad de que “deba dividirse su obra en la de antes del suicidio y en la de dentro del suicidio”. Ambas respuestas condensan la exégesis vigente. De ella participaba Antonio Buero Vallejo al conceder las últimas palabras en La detonación a Pedro, el criado del delirio de la Nochebuena de 1836: “Y aquella detonación que casi no oí, no se me borra… ¡Y se tiene que oír, y oír, aunque pasen los años! ¡Como un trueno… que nos despierte!”.

El pistoletazo ha sido arrancado de la biografía para colocarlo en la obra. Es más, el tiro vendría a ser la prueba irrefutable de la radical sinceridad de la crítica larriana. Esa cantinela necrófila resulta molesta en sus versiones más violentas y exacerbadas, porque en ellas sólo se escucha el atronador y mortal disparo, silenciando las palabras vivas y escritas. Incluso las versiones más prudentes parecen no advertir la comprometida situación en el que Larra dejó a quienes, entendiendo y elogiando la lección suprema del padre, cogieron la pluma detrás de él. La coherencia –porque no dirán que les faltaron ocasiones y justificaciones– les exigiría descerrajarse un tiro también. Y chitón, para que se pueda escuchar a los cínicos supervivientes hacer literatura barata con la sangre chorreante sobre las nuevas levitas.

A Larra siempre le acompañó la razón, excepto en el pistoletazo. Hay que decirlo: ahí se equivocó; tenía que seguir escribiendo. Siquiera fuese para no dar ese triunfo a los que decían que no se lee porque no se escribe. O so pena de tener que admitir que escribía para sí.

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"Todos tenemos un póster de Larra, pues ella tres", dice una canción de Javier Krahe. Arrebatemos a Larra a esos artistas del desvivir que tienen en sus cuartos la imagen del periodista por triplicado y celebremos al Larra lúcido y vivo.


Academizados y panteonizados


En 1909, cuando se conmemoraba el centenario del nacimiento de Fígaro, se celebró en Madrid un banquete en honor del periodista. Fue convocado con nocturnidad, a las nueve de la noche, y alevosía, en Fornos. La revista Prometeo informó sobre los reunidos: “Todos los sesenta y tantos éramos un poco lunáticos”. Y añadía que, tutelando la sesión, entre Ramón Gómez de la Serna y Colombine, tenía su asiento el lunático primero: “La presidencia la ocupaba el festejado Mariano José. Sólo algún necio hubiera asegurado que estaba vacío su hueco”.

Es fácil deducir que el acto no tuvo ningún lustre oficial ni profesoral. Precisamente esa era la intención, rebelarse contra el sentido que la efeméride estaba adquiriendo. “Todo centenario –dijo Gómez de la Serna durante la velada– se me representa como un aniquilamiento. Nos combaten con él suspectamente. Hace perder su carácter al que lo sufre. Es un simulacro de amistad, que hace fracasar lo más grande del homenajeado: sus enemistades”. Los asistentes sentían vivo a Larra y también la España que satirizó. Así que Gómez de la Serna arremetió contra los que remataban a Larra para ocultar la vigencia de su denuncia:

“Decía que no ha cambiado nada, todo es tan craso y tan chato. Por eso hay que desconfiar de los viejos y de los teñidos que han hecho suya la figura de Larra y le han academizado después de muerto. […] Ante este dato yo me pregunto: ¿Y cómo siguiendo todo lo mismo se le panteoniza ahora? Porque desde luego hay una mala intención en los centenarios que preparan esas colectividades con derecho a elegir senadores. Hay que decirlo esta noche, los otros no tienen ningún derecho a ser los apoderados de la gloria de Fígaro, y más diré: de ninguna gloria. Tienden a hacerle claudicar después de muerto, y nosotros no debemos consentirlo. Destripémosles. Su afán es capitalizarlo todo, transformarlo cuando llega a ser prestigioso, en papel del Estado, en crédito público, en valor cotizable en Bolsa, fundiendo su cuño para troquelar el oficial”.

Larra, en 1909 y en 2009, academizado y panteonizado. Exactamente lo mismo que quieren hacer en el cincuentenario de 2010 con Albert Camus.


Larra y Mesonero


Del mismo modo en que resulta más sugerente e iluminador el ensayo de Juan Goytisolo sobre Blanco White que muchos trabajos doctorales, me interesa más el modo en que Francisco Umbral leyó a Larra, sin mediar centenarios ni otros fastos, que la lectura academizadante de tantos profesores. A ellos Umbral dirigió una llamada de atención: “Larra y Mesonero no son una pareja a recitar de seguido, como recitamos a los reyes godos”. Pero la advertencia ha quedado desoída y los dos nombres continúan siendo citados de corrido al hablar del costumbrismo. Como, sin embargo, Larra y Mesonero no son lo mismo, luego vienen las obligadas y prolijas disquisiciones sobre las diferencias.

Pero fue el propio Mesonero Romanos quien dejó explicadas y bien explicadas esas diferencias. Así lo hizo, al menos, en un par de ocasiones. La primera fue el 6 de enero de 1839, al describir el perfil del público al que iba dirigido su Semanario Pintoresco. Según aquella declaración, la revista procuraba “únicamente las simpatías de los lectores apacibles, del modesto artista, del estudioso literato, de la mujer sensible, del tierno padre de familia, y [que] pudiese servirles de grato descanso a sus dolores, de cómoda biblioteca a donde acudiesen a recibir el germen primero de mil conocimientos útiles y agradables”. Así que Mesonero conocía tan bien para quién escribía –insignes miembros de una apacible, sensible y tierna burguesía– como qué ofrecerles –una prosa que no turbase el manso sopor del grato mundo en el que estaban cómodamente instalados–.




Mientras, Larra se venía preguntado desde 1832 “¿Quién es el público y dónde se encuentra?”. La cuestión que le torturaba no era sólo la egotista preocupación sobre quiénes eran sus lectores, sino el desvelo que le producía la intuición de que si sus artículos no encontraban un público eso significaba que a la revolución que postulaba también le faltaría una base social que la hiciese posible. Como señaló Miquel dels Sants Oliver, Larra “parece advertir por anticipado que la revolución se extravía y hace ‘falsa ruta’; […] que hay una gran parte del problema que corresponde a la política, es cierto, pero que acaso la parte principal no puede conseguirse por el esfuerzo simplemente mecánico de la legislación”. Larra advirtió que la revolución tenía que hacerse y encarnarse más allá de las altas esferas de la política y escribió para quienes entendían que “la libertad no se da, se toma”, para los llamados a convertirse en los actores de los cambios que predicaba, para unos lectores que estuviesen dispuestos a verse retratados en su perfil menos favorecedor. Larra no escribía melifluas líneas para que bienpensantes padres de familia se viesen reafirmados. No siendo así, ¿quién era su público y dónde se encontraba? Mientras la pregunta seguía vigente pudo seguir escribiendo; cuando le dio respuesta, llegó el final. “Anécdotas aparte, Larra se mató porque no pudo encontrar la España que buscaba, y cuando hubo perdido toda esperanza de encontrarla”, dijo Machado por boca de Juan de Mairena en la sangrienta fecha de 1937, año de guerra civil y del centenario del suicidio del periodista.

Si en 1839 Mesonero Romanos explicó de forma involuntaria la distancia que le separaba de Larra, cuarenta años después, en 1879 y en sus Memorias de setentón, habla consciente y expresamente del abismo que existía entre Fígaro y El Curioso Parlante:

“Como el objeto de ambos escritores y la manera de desenvolver su pensamiento sean tan diversas, no cabe término equitativo de comparación, pues mientras que el intento de Fígaro fue principalmente la sátira política contra determinadas épocas y personas, El Curioso Parlante se contuvo siempre dentro de los límites de la pintura jovial y sencilla de la sociedad en su estado normal, procurando, al describirla, corregir con blandura sus defectos. Esto va en temperamentos, y el de Larra distaba lo bastante del mío para conducirle al suicidio a los treinta y un años, mientras que a mí ¡Dios sea loado! me ha permitido emprender, a los quince lustros, las Memorias de un setentón”.

Mesonero Romanos, por una vez salvaje, zanjó una cuestión que todavía andan virando y revirando los profesores.

A Guilherme Alpendre,
por su lectura apasionada e iluminadora de Larra y Mesonero.

13 de febrero


Larra: "¿Qué es un aniversario? Acaso un error de fecha".

Ya no se hacen películas como las de antes… pero no importa


Hace poco más de un mes que vi en compañía de una niña de cuatro años El Mago de Oz. Quizás sería más exacto decir que vi la película con sus ojos infantiles, que quedaron deslumbrados con el brillante technicolor del mundo over the rainbow, no perdieron de vista a Totó, se encapricharon de los chapines de Dorita, se asustaron con la premonición de que la Bruja del Oeste iba a ser una amenaza durante todo el viaje de los personajes a la Ciudad Esmeralda y se llenaron de lágrimas en el momento en que Dorita se despedía del León, el Espantapájaros y el Leñador de Hojalata. Al final, la niña sentenció: “Es mi película favorita”. Con la cultura cinematográfica de sus cuatro años había llegado a una conclusión que quizás no era muy distinta de la mía: “Ya no se hacen películas como las de antes”.

Hace un par de semanas vi con una niña de nueve años (y medio, como ella no dejaría de precisar) The Fall: El sueño de Alexandria. Siguió toda la película sin repantigarse en el sofá, adelantado el cuerpo hacia la pantalla como si no quisiera perderse ni un minuto ni un detalle. Desde el primer momento quedó hipnotizada, se rindió sin condiciones a esa confusión de fantasía y realidad que es el sueño de Alexandria, que es el cine. Al final, me vi obligada a corregir el apresurado juicio de unos días antes: “Ya no se hacen películas como las de antes… pero no importa”.

No importa, porque sabemos, aunque a veces nos guste coquetear con la otra idea y el exabrupto, que el cine sigue ofreciéndonos razones para amarlo. Y The Fall: el sueño de Alexandria es precisamente una de las 154 razones que el libro de Miguel A. Delgado reúne. Son 154 películas y las críticas que sobre ellas ha publicado en su blog y en LaButaca.net en los últimos años.

Miguel A. Delgado comprendió la advertencia sobre los riesgos de su trabajo que encarnó en Ratatouille la figura de aquel crítico gastronómico que había olvidado el placer de comer. Sin embargo, él nada tiene que ver con Anton Ego. Todos y cada uno de sus textos destilan su pasión por el cine, una pasión que atribuimos antes a un espectador dispuesto a dejarse fascinar que a esos críticos profesionales que parecen creer que la película se ha hecho sólo para que ellos la comenten. Quizás esto es lo que explica que en tantas ocasiones Miguel A. Delgado incluya alusiones a la ansiedad con la que espera un estreno o, al contrario, al prejuicio previo contra una película, también a las sensaciones que le acompañan al salir de un cine. Lo que ocurre antes y lo que ocurre después de pasar por taquilla y sentarse en una sala oscura forma parte de la experiencia cinematográfica que comparte a través de la escritura. Tampoco es uno de esos críticos fundamentalistas y esnobs que creen que sólo se puede llamar cine a El silencio antes de Bach. Así que el entusiasmo por la película de Portabella no está reñida, en su caso, con poder encontrar en Piratas del Caribe: En el fin del mundo o en Transformers otras razones para la gozosa celebración del cine. Lo dice él mismo en el texto de presentación:

“Y aclaro de antemano que no es algo de lo que me arrepienta: no concibo el ver cine sin buscar ese algo, por pequeño que sea, que renueve la pasión y el amor por una de las pocas artes que gustan a (casi) todo el mundo. Y ese algo, sorprendentemente, puede agazaparse en los fotogramas del título más comercial y, aparentemente, menos preocupado por lo artístico y la creación de belleza”.

Hace bien en no arrepentirse y mal al pedir disculpas cuando advierte que su libro es “pura subjetividad” y que pretende “sólo transmitir, en la medida de lo posible, la experiencia de un espectador”. Quienes lo conocemos sabemos que no es falsa modestia, pero sí modestia infundada. Porque Miguel A. Delgado posee la pasión por el cine de un espectador, pero no es, ni mucho menos, un espectador común. Su prodigiosa cultura cinematográfica, su atenta inteligencia y su delicada sensibilidad le proporcionan ante sus lectores una autoridad que él mismo no se concede y que no busca en absoluto. Miguel A. Delgado no es consciente de habernos mostrarnos aspectos que no hemos sabido ver en una película, ni de que hace contagiosa su pasión por el cine, pero así es.

Si él no ha dudado en cerrar alguna de sus críticas dando las gracias a un director por una película, yo quiero terminar agradeciéndole este libro y sus 154 razones para seguir teniendo fe en el cine. Muchas de ellas son razones que descubrí gracias a su amistad, como Los tres entierros de Melquíades Estrada; otras son razones que estuvo dispuesto a compartir en distintos cine-fórums a los que se apuntó por puro amor al cine, como Zodiac, Grizzly man o The Fall: El sueño de Alexandria; no pocas son razones sobre las que hemos conversado mucho. Gracias, muchas gracias por todas ellas, incluidas las invitaciones que están en el libro y que todavía no he atendido, y también por las que están por llegar.

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Los posos del café con gotas

Serge Gainsbourg se conforma aquí con un taza de café, porque es evidente que lo que de verdad deseaba era beberse la piel couleur café de la mujer que se cimbrea a su vera. No tardaría mucho en aparcar la contención y escandalizar al mundo, torrefactándose junto a Jane Birkin en Je t'aime, moi non plus.





Yeyé de Cádiz convirtió Color café en rumba.



Café con gotas (y XIII)


Yo te daré, te daré niña hermosa
te daré una cosa,
una cosa que yo solo sé:
¡café! ...

En la voz de La Pitusilla