El Filósofo Rancio


Los regímenes liberales borraron de las disposiciones legales la evidencia absolutista de la censura previa, lo que no significó, ni mucho menos, que renunciasen a establecer otros métodos de control de lo publicado. Se descartaron, en efecto, las estrategias más ortopédicas y aparatosas; a cambio, se inventaron otras más sutiles, pero igualmente eficaces para la coerción. De esta forma, se hizo común en la ladina legislación liberal de distintos países la figura del editor responsable, a quien se exigía solvencia moral y económica, que debía demostrar acreditando cierto nivel de renta anual procedente de bienes propios, no del trabajo. Asimismo, se fijaron elevadas fianzas como requisito imprescindible para la fundación de un diario. Ya lo dejó escrito Larra: la libertad se cobraba "muy cara, como bocado delicado que es”. En efecto, la libertad de imprenta se convirtió en una libertad censitaria que sólo disfrutaban quienes podían pagársela y que, por esa misma razón, no despertaban el recelo de que la fuesen a utilizar contra el establishment del que formaban parte. Aquellas medidas de inofensiva apariencia fiscal eran, en realidad, restricciones de carácter político: nacieron del temor a una prensa pobre, menor y espontánea, mucho más guerrillera y radical, que proliferaba en cuanto los controles desaparecían de hecho.

Aquellas métodos censorinos terminaron por ceder, pero ni un minuto antes de que fuesen innecesarios. Sólo cuando la complejidad de la infraestructura y la industria informativa fue tal que pasó a requerir fortísimas inversiones económicas, se prescindió del dictado de medidas expresas contra quienes, en los márgenes del sistema y con escasísimos recursos, utilizaban una imprenta con osadía ideológica. Manuel Vázquez Montalbán lo explicó así en Historia y comunicación social:

“Los medios de comunicación no sólo han sido consecuencia de modos de producción y organización social sino que han tendido a perpetuarlos. Cuando han fraguado ideas de cambio en torno a sujetos armados de ideas para crear opinión y energía histórica de cambio han tenido que burlar las reglas establecidas por el sistema de comunicación dominante. Para proponer el cambio siempre se ha tenido que recurrir a sistemas de comunicación alternativos en desigualdad de condiciones con los sistemas establecidos.
Esto era instrumentalmente asumible cuando los soportes del mensaje eran manuales y en interrelación con una relación espacio y tiempo al alcance del esfuerzo físico humano, pero, a medida que se complica la máquina de comunicar, la capacidad para dar un mensaje socialmente operativo y alternativo al propuesto por el sistema es cada vez más difícil. A un impreso del poder mediante máquina plana se le podía oponer algo parecido a una máquina más o menos clandestina o copias escritas a mano, como se hizo prácticamente hasta la Revolución francesa. Era un juego que permitía un cierto tête-à-tête, una cierta contraposición”.


Desde que Vázquez Montalbán escribió estas líneas, ha aparecido Internet, cuyas posibilidades ofrecen la ilusión de que un discurso underground y contestatario pueda tener alguna posibilidad de tête-à-tête con el discurso dominante. En la entrevista que Vicente Verdú hacía a Umberto Eco en El País Semanal del pasado domingo, el italiano celebraba las posibilidades para la disidencia que ofrece Internet en China, al tiempo que, en una curiosa distinción geográfica, deploraba los peligros que conlleva el nuevo medio en otros países en donde, en su opinión, queda reducido a la categoría de nido de una caterva de locos:

“[…] cualquiera puede conectarse: yo, usted o un señor X que está loco, mientras que ese señor X no puede montar una editorial o un periódico, necesita gentes que le apoyen. Hay filtros sociales: antes de que alguien haga un periódico están los que le dan dinero, los periodistas… Hay filtros: a través del que le da el dinero, de los periodistas, sabemos que es fascista o comunista… En cambio, con Internet, el señor Fulano no se sabe quién es. Usted y yo, que somos personas de cierta cultura, podemos darnos cuenta muchas veces de si el que hace el sitio de Internet está loco o no, pero si es un sitio sobre física nuclear, usted no se da cuenta, y yo tampoco. Así que imagine a los jóvenes que utilizan Internet en la escuela y pueden encontrar un sitio racista, un sitio negacionista… Y no saben hasta qué punto creerlo o no”.

Es difícil entender por qué a Umberto Eco le parece especialmente preocupante que los discursos racistas y negacionistas tengan un cauce de expresión en Internet, cuando, como él mismo admite, también lo encontraron en la era de Gutenberg. No es más fácil hallar justificación para la libertad tutelada que el escritor, haciendo gala de un inequívoco talante aristocrático, viene a proponer. Pero son éstas las reflexiones y argumentos que arropan su patente desconfianza hacia el hecho de que Internet haya abolido los filtros que él denomina sociales, antes de desechar el eufemismo y aclarar que se refiere al filtro del dinero. Entonces, todo se vuelve meridianamente diáfano. De lo que está hablando Umberto Eco es de su pavor a la extinción de la pródiga tradición de controles económicos sobre lo publicado, que fueron expresos en los sistemas nacidos de las revoluciones liberales e implícitos en las llamadas democracias occidentales. El italiano se retrata como un apocalíptico mal informado, porque no parece haberse enterado de que los filtros no han desparecido –qué es Google, por ejemplo–, ni tampoco hay visos de que lo vayan a hacer; así que puede quedarse tranquilo. Pero también es un apocalíptico preliberal, puesto que no deja de haber en su pensamiento un resabio de aquella moralidad del absolutismo aliado con el Altar cuando advierte, espantado, que la búsqueda en Internet de Jesucristo arroja 3.500.000 resultados frente a los 130.000.000 de porno. Llegados a este punto de la entrevista y habiendo entrado ya en calor, Umberto Eco gana seguridad y sus juicios, rotundidad:

“Porno gana por 100 veces a Jesucristo. ¿Qué hacemos frente a esta inmensidad de mensajes? Por un lado, Internet puede ser un instrumento de liberación para los jóvenes chinos que consiguen decir cosas que el régimen impide que se digan, pero del mismo modo puede estar corrompiendo por la abundancia de mensajes sexuales que les llegan. Antes, el político medio entendía el sexo como un momento de descanso: cuando había ganado la batalla de Austerlitz… ¿Pero con quién practicaba el sexo? Con la condesa Castiglione, con Sarah Bernhardt, con mujeres que valían la pena. Ahora estos políticos no lo entienden como un descanso después del trabajo, sino como lugar del trabajo, y se conforman con putillas.
Piense en la historia de los sacerdotes: antes el sacerdote vivía en la rectoría y sólo veía al ama de llaves, fea y con bigote, y leía L’Osservatore Romano. Ahora ve la televisión todas las tardes y ve senos, culos, y luego decimos que se convierte en pedófilo. El pobre diablo tiene ante sí una serie de provocaciones. El pobrecillo tiene que ver todas las noches en la televisión pública cosas que antes… Y lo mismo ocurre en el mundo político: es toda una degeneración. Y lo mismo Internet: son lo que ven los 130.000.000 de sitios pornográficos en lugar de los 3.000.000 millones de sitios sobre Jesús”.

Las respuestas de Umberto Eco demuestran que entre el Filósofo Rancio, autor de una publicación absolutista española que decía cosas como aquello de que “liberal y cornudo es todo uno”, y el apocalíptico ultraconservador de la era de Internet no hay ni medio paso en la escala evolutiva ideológica. Claro está que afirmamos esto porque hemos decidido apuntarnos a la filosofía bienpensante del profesor italiano, que atribuye una credibilidad indubitable a un papel periódico como El País. De otra forma, podríamos llegar a presumir que el diario paga 20 euros por entrevista y que, siendo así y para evitar la ruina, Vicente Verdú decidió inventar las respuestas de Umberto Eco, que no tiene un Nobel pero sí 38 honoris causa.

En el país de Tom Sawyer, Huckleberry Finn, Becky Thatcher, la tía Polly y el indio Joe


No presenta ninguna dificultad confeccionar una larga nómina de viajeros occidentales que visitaron la Rusia posterior a la revolución de 1917 y que dejaron testimonio escrito de su experiencia. Por el contrario, yo me encontraría en un serio aprieto si se me preguntara por la crónica de las impresiones del viaje a Estados Unidos de escritores procedentes del país de los soviets. Por supuesto, está Iliá Ehrenburg, quien escribió sobre el Hollywood de principios del siglo XX en Fábrica de sueños y dedicó a la industria de Henry Ford algunos de los textos recogidos en Historia del automóvil. Iliá Ehrenburg ¿y…? La enumeración termina donde empezó. Por eso el libro La América de una planta de Ilif y Petrov, editado hace algunos meses por Acantilado, reclamó mi atención. Los autores, corresponsales del diario Pravda, ofrecen el relato de su expedición al imperio del capitalismo que comenzó el 7 de octubre de 1935 y que se prolongó durante tres meses y medio. Llegaron dispuestos a ver el país que adoraba como a divinidades a Coca-Cola, Johnny Walker y Camel, el país de las highways, las gasolineras y la electricidad, el país de los rascacielos que se levantan en Nueva York o Chicago y también el de las ciudades pequeñas en donde la población vive en casas de una o dos plantas. En un Ford nuevo, pero, como exigía un mínimo recordatorio de la austeridad soviética, equipado con pocos extras (sin radio, calefacción, maletero ni cenicero, pero sí con encendedor eléctrico), hicieron unas diez mil millas. Su libro es el de dos “ingenieros del alma”, como no dudan en titularse a sí mismos, pero un tanto heterodoxos, dispuestos por igual a la crítica como al entusiasmo y la admiración. La versión íntegra de aquella crónica, sin las podas y deformaciones a las que la sometió la censura, es sencillamente magnífica y posee un sentido del humor descomunal, que me resultaba, antes de la lectura, inimaginable en una prosa que hubiese de guardar la disciplina bolchevique.

Pues bien, el viaje de Ilf y Petrov tuvo una de sus escalas en la ciudad de Hannibal, la cuna de Tom Sawyer y Huckleberry Finn. Era inevitable que se interesasen por la casa de Mark Twain, entonces bastante decrépita, llena de polvo y habitada por dos ancianas, parientes lejanas de la familia Clemens, que servían de guía a los visitantes ocasionales:

“–En este sillón –dijo una de las viejecitas– se sentaba la tía Polly. Y ésa es la ventana por la que escapó el gato Peter cuando Tom Sawyer le dio aceite de ricino. Alrededor de esta mesa se reunió la familia al completo, convencida de que Tom se había ahogado, cuando en realidad estaba escondido allí mismo, escuchando lo que decían.
La viejecita hablaba como si cada uno de los episodios relatados por Mark Twain en Las aventuras de Tom Sawyer hubiera sucedido en realidad. Por último, nos propuso que compráramos unas fotografías. Era su único medio de subsistencia. Cada una de ellas costaba medio dólar.
–¡Vienen tan pocos visitantes!–dijo la viejecita con un suspiro.
En el recibidor había una placa conmemorativa con una efigie del escritor y una inscripción de contenido ideológico compuesta por un banquero local, admirador desinteresado de Mark Twain: ‘La vida de Mark Twain nos enseña que la pobreza, más que una rémora, es un estímulo vital’.
Sin embargo, el espectáculo de esas ancianitas indigentes y olvidadas constituía un elocuente desmentido de tan elegante concepción filosófica”.

¡Quién no suscribiría este juicio ideológico! Pero lo que verdaderamente llamó la atención de Ilf y Petrov fue que el pintoresco discurso de las ancianas no fuese, en el país de Mark Twain, en absoluto singular:

“En general,la Sociedad Histórica del Estado de Missouri se comporta de una forma genuinamente americana. Todas sus actuaciones se distinguen por su carácter preciso y definido. En definitiva, no se afirma: ‘Esta es el casa en la que vivió la muchacha que sirvió de modelo a Mark Twain para crear el personaje de Becky Thatcher, en Las aventuras de Tom Sawyer’. Tal vez sería exacto, pero demasiado impreciso para el turista norteamericano. A éste hay que decirle con toda claridad si se trata de esa muchacha o no. En suma, lo que espera oír es lo siguiente: ‘Sí, sí, no se preocupe, es la misma. No ha gastado usted su tiempo y su gasolina en vano. Es ella’.
Así, en la entrada de la casa que había enfrente de la residencia del viejo Clemens colgaba otro letrero: ‘Aquí vivía Becky Thatcher, primer amor de Tom Sawyer’.Las viejecitas nos vendieron varias fotografías, en una de las cuales aparecía la verdadera Becky Thatcher, ya muy mayor. Al parecer, se había casado con un abogado. Poco antes de su muerte, Mark Twain había vuelto a Hannibal y se había fotografiado con ella. En el museo podía admirarse una enorme fotografía de los dos ancianos, acompañada de esta conmovedora inscripción: ‘Tom Sawyer y Becky Thatcher’.
En otra fotografía aparecía el indio descrito por Twain bajo el nombre de Joe. Era una toma de 1921. En esa fecha, el indio tenía cien años. Al menos eso era lo que afirmaba la ciudad de Hannibal. Como colofón, nos dirigimos a Cardiff Hill, donde se levanta uno de los monumentos más raros del mundo, pues está consagrado a héroes de ficción. Un Tom Sawyer y un Huckleberry Finn de hierro fundido se disponían a emprender una de sus fascinantes aventuras”.




Tanto como en aquellos pasajes en los que hay una afirmación ideológica expresa, Ilf y Petrov retratan en estas líneas sus prejuicios, quizás sin advertirlo. Para el realismo socialista, aquellas inscripciones que proclamaban la existencia real de Tom Sawyer, Huckeberry Finn, Becky Thatcher y el indio Joe eran camelos para fetichistas y mitómanos infantilizados.

Lo puede ignorar el realismo totalitario. Pero no es preciso ser Balzac para que, en el lecho de muerte, nuestra voz moribunda haga un último esfuerzo para reclamar los servicios de Horace Bianchon, el médico de la Comedia humana. Tampoco hace falta poseer una biblioteca de 20.000 volúmenes, ni ejercer de insigne bibliómano, ni siquiera ser Jacques Bonnet, para estar al tanto de que el capitán Ahab es un personaje rigurosamente histórico, por más que no exista constancia documental de cuál de sus dos piernas era de palo. Mientras, los escritores, en el mejor de los casos, flotan en el limbo nebuloso de la irrealidad. Todo el mundo lo sabe: Sherlock Holmes vivió en el 221b de Baker Street y, desde luego, Winston Churchill es un personaje de ficción engendrado por alguna mente calenturienta y ociosa.

Pues bien, esta noche no me sacará de casa ninguno de esos escritores que, horda de cientos, tomarán Madrid y que creen ser alguien, pero tienen la precaria entidad de una difuminada ficción, la endeble y volátil naturaleza de las esporas del diente de léon. Intuyo el mohín escéptico de Ilf y Petrov, pero mi intención es pasar la velada en compañía de Tom Sawyer, Huck Finn, Becky Thatcher, la tía Polly y el indio Joe.

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Mark Twain y Jim, personaje de Huckleberry Finn.
(Pie de foto al gusto de Ilf y Petrov: Mark Twain posa junto a John Lewis, quien le inspiró el personaje de Jim).

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Mark Twain visita la casa de Hannibal en la que transcurrió su infancia.


Mark Twain y el 22 de abril de 1864


Mark Twain no tuvo que ir muy lejos a buscar el modelo para la caricatura del periodista que protagoniza el relato How I Edited an Agricultural Paper. Quizás pensaba en él mismo y en cierto día en que, ocupando de forma interina la dirección del Territorial Enterprise, se vio obligado a redactar un artículo editorial sin encontrar tema que echarse a la pluma:

"Entonces se me ocurrió -cuenta en su Autobiografía- que, como era el 22 de abril de 1864, al día siguiente sería el trescientos aniversario del nacimiento de Shakespeare. ¿Y qué mejor tema podía yo elegir que ése? Me metí en la enciclopedia, busqué y me enteré de quién había sido Shakespeare y qué había hecho, lo tomé prestado [...]. No venía bastante de lo que había hecho Shakespeare como para escribir un editorial de la longitud necesaria, pero lo rellené con lo que no había hecho, lo que en muchos aspectos era más importante y chocante y más fácil de leer que las maravillosas cosas que de verdad tenía en su haber".

Mark Twain no parecía en absoluto abochornado al relatar el episodio, tal vez porque pensaba que, al fin y al cabo y como dijo Lady Macbeth, "what's done, is done" (o lo que es lo mismo, pero en traducción castiza, "a lo hecho, pecho"). Aunque también es posible que sintiera haberse redimido con la publicación, en 1909, del libro Is Shakespeare Dead?

Mark Twain



Hoy se cumplen cien años de la muerte de Samuel Langhorne Clemens, el escritor que ingresó en la historia de la literatura con el nombre de Mark Twain. Utilizó por primera vez el seudónimo para firmar un artículo en las páginas del Territorial Enterprise de Virginia City el 3 de febrero de 1863. Y fue también en la prensa donde publicó muchos de los escritos luego recogidos en libro. Así, por ejemplo, en el New York Saturday Press y The Californian aparecieron algunos de los relatos que le proporcionaron una inmediata popularidad y que pronto fueron reunidos en The Celebrated Jumping Frog of Calaveras County, su primer libro; en Alta California, se publicaron las cartas con el relato de las incidencias de su viaje a bordo del Quaker City por el Mediterráneo y Tierra Santa y que, posteriormente, dieron lugar al libro Innocents Abroad (que Ediciones del Viento acaba de editar bajo el título Guía para viajeros inocentes); y en el The Atlantic Monthly, cuando lo dirigía su amigo W. D. Howells, vieron la luz las siete entregas de Old Times on the Mississippi, apuntes publicados más tarde en un volumen homónimo y parcialmente incorporados también a Life on the Mississippi. Mark Twain ejerció todos los trabajos periodísticos posibles: fue tipógrafo, reportero, corresponsal en el extrajero, articulista, director. En su autobiografía se refiere a lo que no fue en el periodismo; lo que no fue por el plausible motivo de haber rechazado ciertas ofertas, como aquella que le garantizaba dieciséis mil dólares anuales durante cinco años por permitir que su nombre figurara públicamente con el del director de una publicación periódica de carácter humorístico.


Siendo como era buen conocedor del periodismo, no extraña que Mark Twain lo convirtiese en el tema de algunos de sus relatos. Así lo hizo, entre otros, en los titulados El periodismo en Tennessee y De cómo dirigí un periódico agrícola. Este último es la historia de un periodista que acepta la dirección de un periódico agrícola, sólo por elemental y estricta necesidad económica y tan a la fuerza "como un terrateniente aceptaría sin vacilaciones el mando de un buque". No cabía esperar que aquella experiencia profesional deparase éxito alguno a quien escandalizó a toda la comarca con bucólicas gacetillas que hablaban de nabos que crecían en los árboles, que catalogaban la calabaza como un tipo de baya y que describían el guano como un pájaro muy bonito. La que sigue es la escena en la que el periodista, cuya única competencia agropecuaria perfectamente acreditada era el manejo de un surtido catálogo de insultos vegetarianos, es despedido:


“-Sus artículos son una calamidad periodística. Porque, veamos, ¿quién le ha metido en la cabeza que usted podría dirigir un periódico de esta índole? Usted no parece conocer ni siquiera los primeros rudimentos de la agricultura. Habla de un surco ya de un rastrillo, como si ambos fueran una misma cosa; habla de la estación de la muda en las vacas, y recomienda la domesticación del gato montés porque es un animal muy entretenido y juguetón y excelente para cazar ratones. Su nota acerca de que las ostras están quietas cuando se toca un poco de música, es superflua, enteramente superflua. Las ostras no se mueven por nada. Siempre están quietas. La música no les importa un bledo, cualquiera que sea. ¡Ah! ¡Cielos y tierra, amigo! Si del acopio de ignorancia hubiese hecho usted la carrera de su vida, le aseguro que ahora podría licenciarse con las más altos honores que cabe soñar. Nunca vi nada semejante. Su observación de que la castaña de Indias, como artículo comercial, está ganando paulatinamente el favor del público, me parece calculada simplemente para destruir el periódico. Déme su dimisión y lárguese. […] Pierdo la paciencia sólo al pensar en usted arguyendo sobre arriates de ostras en la sección de ‘Jardinería Pintoresca’. Váyase. […] ¡Oh! ¿Por qué no me dijo usted que no sabía nada de agricultura?
-¿Decirle a usted, zanahoria, acelga, hijo de una coliflor? Es la primera vez que oigo tan desconsiderados denuestos. ¿Sabe lo que le digo? Que he estado catorce años metido en el negocio editorial, y que ahora me entero de que se necesita entender de una cosa para editar un periódico. ¡So nabo! ¿Quién escribe la crítica teatral en los diarios de segunda categoría? Pues bien, un hatajo de zapateros emancipados y de mancebos de botica que saben tanto de tablas como yo de agricultura, y nada más. ¿Quién hace la revista de libros? Gente que nunca ha escrito uno. ¿Quién fabrica esos tostones sobre finanzas? Tipos que han aprovechado todas las oportunidades para no saber nada sobre la cuestión. ¿Quién hace la crítica de las campañas contra los indios? Señores que nunca han oído un agrito de guerra, ni visto un wigwam, ni corrido diez metros con un tomahawk en la mano, ni dedicado a arrancar flechas de varios miembros de sus familias, para encender el fuego con ellas. ¿Quién escribe esos llamamientos a la templanza, quién clama contra el incremento del juego de bolos? Individuos que sólo estarán serenos cuando bajen a la tumba. Y responda usted, boniato, ¿quién dirige los periódicos agrícolas? Hombres que, por regla general, fracasan como poetas, como novelistas de crímenes y misterio, como escritores de dramas sensacionales, como reporteros y que finalmente se refugian en la agricultura como en una compás de espera antes de entrar en el asilo. ¡Y quiere usted enseñarme el negocio periodístico! ¡A mí! Señor mío: lo conozco desde el alpha hasta el omega, y puedo decirle que cuanto menos sabe un hombre, más alboroto levanta y mejor salario cobra. […] Me marcho, señor. Desde que me trata usted como lo ha hecho ahora, estoy perfectamente dispuesto a marchar. Pero he cumplido con mi deber. He cumplido mi contrato en la medida que cabía dentro de lo posible. Dije que podría hacer de su periódico una publicación de interés para todas las clases sociales, y lo he conseguido. Dije que podría aumentar el tiraje hasta veinte mil ejemplares, y si me hubiese dado usted un par de semanas más, lo hubiera logrado. Le he dado a usted la mejor clase de lectores que jamás tuvo un periódico agrícola. Jamás hubo un granjero capaz de imaginar un árbol de sandías o una cepa de melocotones, aunque en ello empeñara la vida. Le aseguro que es usted quien sale perdiendo con esta ruptura. Yo, no, plantel de rábanos. Adiós.
Y me largué".

[Mark Twain: "De cómo dirigí un periódico agrícola", en El periodismo en Tennessee, Barcelona, Ediciones de La Gacela, 1942.
Traducción de Pío S. Lanuza]

Tarantola


Dicen que es ineluctable: el e-book terminará con el libro de Gutenberg y de Manuzio. Aseguran que el pronóstico es tan infalible como estéril cualquier resistencia. Habiendo sido despojados de la posibilidad de rebelarnos, la literatura ha comenzado a escribir evocaciones prematuramente nostálgicas (léase, por ejemplo, Firmin, La sociedad literaria y el pastel de piel de patata o Las aventuras de un libro vagabundo), mientras que el periodismo ejerce el derecho al pataleo. Precisamente así, “Derecho al pataleo”, titulaba Rafael Reig su colaboración en el suplemento de cultura de ABC hace algunas semanas. Y también pataleaba Carlos Boyero ayer mismo en las páginas de Babelia, al comentar el libro de conversaciones de Umberto Eco y Jean-Claude Carrière Nadie acabará con los libros.

El artículo de Boyero apareció ilustrado por una fotografía de la librería veneciana Tarantola. En realidad, la librería de Campo San Luca ya no es tal. Es cierto que el establecimiento ha preservado el nombre, pero lo que expone su escaparate y se vende en su interior es bisutería y otras baratijas. El pie de foto no lo advertía, por lo que cabe deducir que la elección de una librería que ya no lo es para ilustrar un texto sobre el inminente apocalipsis de los libros de papel no fue intencionada. Nadie acabará con los libros, decía el artículo; o sí, proclamaba irónicamente la foto.



Si los que profetizan que el futuro será el e-book están en lo cierto, si oponer cualquier resistencia es perfectamente inútil y si el pataleo sólo sirve para agriar el humor, quizás la única causa que escritores y periodistas puedan abanderar hoy es la defensa del bar Torino, también en Campo San Luca, y de los spritz que allí sirven todavía. Hay que ir preparando la batalla para el día más que previsible en que alguien tenga la ocurrencia de hacer una versión electrónica y virtual del cóctel veneciano.

Adoquines sumergidos en asfalto


¿Cómo fue el 19 de julio de 1936 y cómo Madrid en aquel domingo? No es Ignacio Abel, el protagonista de La noche de los tiempos, sino su autor, Antonio Muñoz Molina, quien reflexiona sobre aquel día en este pasaje de la novela: “Quiero imaginar con la precisión de lo vivido lo que ha sucedido veinte años antes de que yo naciera y lo que dentro de no muchos años ya no recordará nadie […]. Pero quién podrá adelantar la mano traspasando la frontera del tiempo; tocar las cosas, no sólo imaginarlas, no sólo verlas en vitrinas de museos o fijándose mucho en los pormenores de las fotografías: tocar la superficie fresca de esa jarra de agua que un camarero acaba de dejar sobre el velador de un café de Madrid; ir por una acera de la Gran Vía o de la calle de Alcalá y pasar de la claridad del sol a esa zona de sombra que dan los toldos listados, cuyos colores no permite distinguir el blanco y negro de las fotos; tocar las hojas carnosas de los geranios que se ven en el quicio de una ventana”. En el obsesivo intento de dar precisión al lugar que fue, pero que fue para otros, de dibujar la exacta y puntual silueta de la ciudad que no fue habitada por el escritor y que sólo le cabe imaginar, echarse a la calle y recorrer el mismo itinerario que su personaje hace en un taxi; y, entonces, el descubrimiento:

“[…] todo ha desaparecido, o casi todo, igual que ha desaparecido casi todo lo que podría ver si me fuera concedido el don de ir en ese taxi asomado a la ventanilla, salvo la topografía de las calles y la arquitectura de un cierto número de edificios: todo arrasado por un gran cataclismo que está sucediendo a cada minuto, más eficiente y más que tenaz que la guerra, que se ha llevado todos los automóviles, todos los tranvías con sus anuncios descoloridos por la intemperie, todos los toldos y todos los letreros de las tiendas, que ha sumergido en asfalto los adoquines y antes arrancó de ellos los rieles de los tranvías, todas las maniquíes de los escaparates con sus vestidos de verano y sus bañadores y los cabezones sonrientes de las sombrererías, todos los carteles pegados por las fachadas, desvaídos por la lluvia y el sol, arrancados a jirones, carteles de mítines políticos y de corridas de toros y partidos de fútbol y combates de boxeo, carteles de concursos para elegir a la señorita más guapa en la verbena del Carmen, carteles electorales que habrán durado desde la campaña de febrero y en los que tendrán expresiones rotundas de triunfo candidatos luego derrotados. Ver y tocar, oler […]”.

Somos supersticiosos, creemos que las cosas nos lo dicen todo. “No sólo me tocaron/ o las tocó mi mano,/ sino que acompañaron/ de tal modo/ mi existencia/ que conmigo existieron/ y fueron para mí tan existentes/ que vivieron conmigo media vida/ y morirán conmigo media muerte”. Estos versos de Neruda explican el modo en que advertimos en la rotunda materialidad de los objetos el vago espíritu de la mano que tocaron o los tocó. No son testigos de nuestra vida, sino una prolongación de ella misma. Por eso nos son tan queridos algunos objetos nuestros, en apariencia anodinos y banales, y por eso nos empeñamos en salvarlos, como si al hacerlo nos salvásemos un poco a nosotros mismos y nuestra memoria. Por la misma razón, buscamos los objetos que rozaron otras personas en otros tiempos, como si, una vez desaparecidas ellas y periclitados ellos, fuesen los únicos depositarios de la verdad de lo que fue. Constituyen mucho más que rastros del pasado; son la metonimia que si acertamos a leer correctamente nos devolverá vivo lo que es historia.

Durante las recientes obras en la Puerta del Sol y su entorno, fue levantado el asfalto. Entonces, en el tramo de la calle Alcalá hasta Sevilla, quedaron a la vista antiguos adoquines. Sólo una fina capa de asfalto separaba los tiempos. Y tanto o más que esto impresionaba que había sido posible retirarla sin dañar los adoquines, que salieron a la luz intactos, desgastados tan sólo por una erosión antigua, cuyas causas parecían tan fáciles de adivinar como el tráfico de las carretas por las roderas que dejaron en las calles de Pompeya. Era imposible no ceder a la tentación de saltar las vallas para caminar sobre aquellos adoquines y, al hacerlo, creer imaginar a anteriores peatones, más aún, tener la sensación de que el tiempo había sido abolido y no estar ya paseando por la ciudad de hoy, sino por aquella del mismo nombre pero que necesariamente fue otra. Para mí, aquellos adoquines poseían una elocuencia emocionada que desconoce la Mariblanca repuesta en la plaza poco después.

La historia consiste en esto: en el trabajo arqueológico de levantar el asfalto y encontrar debajo adoquines; descubrir tal vez, como hicieron las piquetas en la calle Arenal, que apenas hay que excavar y que ni siquiera los raíles de los tranvías fueron arrancados; pisar aquellos empedrados y preguntase por quiénes fueron los que lo hicieron antes. La respuesta, como cualquier relato, reclama una comprensión imaginativa y, si no fuésemos malinterpretados, diríamos que novelesca, en la medida en que se trata de atravesar la noche de los tiempos, disipar las tinieblas que han ido oscureciendo los escenarios, los objetos, las personas, sus razones y sinrazones, todo lo sucedido treinta y cinco años antes de que yo naciera.

La Gran Vía madrileña


La fotografía es una de las muchas que permiten ilustrar el proceso de construcción de la Gran Vía madrileña, cuyo centenario se conmemora estos días. En la pared del edificio cuyos bajos estaban ocupados por un café, resulta bien visible el cartelón con un gallo que, aupado sobre una bobina de papel, levanta arrogante su cabeza hacia el sol naciente. Formaba parte de la campaña publicitaria que en 1917 precedió la salida del diario El Sol. Mariano de Cavia había sugerido bautizar el periódico de Nicolás María de Urgoiti con el nombre de “Renovación”. No triunfó su propuesta, pero el astro del título era una metáfora de la misma idea, de la decidida apuesta del diario por derribar los pilares podridos que sustentaban la “vieja política” de la Restauración. El Sol decía aparecer en el firmamento periodístico con el deseo de alumbrar una nueva aurora. El periódico abominaba de la “España oficial” y ponía todas sus esperanzas en “otra España aspirante, germinal, una España vital”, de acuerdo con el programa formulado por José Ortega y Gasset; se rebelaba contra la “España de charanga y pandereta,/ de cerrado y sacristía” e invocaba la “España del cincel y de la maza” que comenzaba a alborear, según cantaban los versos de Antonio Machado. El periódico defendía –y él mismo encarnaba– una aspiración de modernización que, de alguna manera, también representaba la apertura de la Gran Vía. Pero en aquel año tan crítico de 1917, a pesar de los deseos y los trabajos de unas élites, los madrileños todavía caminaban entre escombros y desmontes. Tal cual se aprecia en la foto.


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Cartel de la campaña de lanzamiento del diario El Sol.



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En el “Universo de la literatura española contemporánea” (1927) de Ernesto Giménez Caballero, éste era el “sistema solar”; pillaba justo enfrente de la “Nebulosa de la Academia”.