El rumor de la gran ciudad


...deseaba embriagarme de la enorme ramera
cuyo encanto infernal me remoza sin tregua...
Charles Baudelaire, Spleen de París

Los periodistas contemplan el espectáculo que ofrece la naturaleza con una indiferencia categórica, total. Ante él se mantienen perfectamente inconmovibles. No ignoran que el tema goza de una fragosa reputación literaria, pero todavía saben mejor que éste constituye un yermo impracticable y estéril para ellos. Julio Camba describió esa insensibilidad profesional en sus justos términos y en pocas líneas:

“Si yo tuviera una casita a orillas del mar, o bien en la falda de la montaña, ante un paisaje de esta y esta manera, ¡qué bien trabajaría allí!...
Esto nos decimos todos, y, sin embargo, yo, por mi parte, nunca he trabajado más a gusto que en plena redacción, ante un compañero que hace chistes y pide pitillos, o que en un antrillo sórdido, debajo de una teja, en el quinto piso de una calle de mucho tránsito, llena de bocinazos, de pregones y de toda clase de ruidos. En plena Naturaleza soy hombre muerto. Lo que menos se me ocurre frente al mar inmenso o a la augusta montaña es hacer un artículo para un periódico, y si lo hago es a la fuerza. ¡Dios bendiga a estos hombres que ante el espectáculo de la Naturaleza sienten el deseo irresistible de escribir para la Prensa periódica, y que, para confeccionar un artículo de tres cuartos de columna, creen necesaria la colaboración del mar, del cielo, de los árboles y de los pájaros. A mí, la Naturaleza me produce una sola inspiración: la de dormir, no la de escribir artículo ninguno. Si al asomarme a mi ventana, recién levantado, veo el mar a mis pies, ya no encuentro manera de hacer una línea. Por lo demás, ¿qué clase de artículos puede escribir uno ante la Naturaleza? ¿Descripciones poéticas? ¿Es que es lícito cobrar un sueldo de un periódico para hacerles tragar a los lectores descripciones poéticas de la Naturaleza?”.

En efecto, un periodista puede soñar su Walden, porque es común a la condición humana perder el tiempo con los juegos de hipótesis que empiezan con la pregunta “¿y si…?”. Pero el periodista sabe, en el fondo de su ser profesional, que las quimeras bucólicas son incompatibles con su trabajo. Chesterton se rindió a la fantasía de una vida campestre, pero lo hizo con la premeditada consciencia de que la decisión de abandonar el barrio londinense de Battersea equivalía su jubilación. Mientras los operarios de la mudanza retiraban todos los muebles de su casa, él escribió un artículo de tono tristón que terminaba diciendo: “Cuando te olvide, oh, Jerusalén, que mi mano derecha olvide también su facultad”. La facultad a la que se refería era la de escribir, como lo estaba haciendo, “con lápiz azul sobre un trozo de empapelado de pared un artículo sobre nada en absoluto”.

El periodista es, por definición, un urbanita irredento que se reconoce en la confesión de Corpus Barga: “Yo soy un hombre de ciudad […], el Caín del hombre del campo que en mí pueda haber”. Si le gustaba tanto Madrid era porque, renunciando a toda impostura, no maqueaba sus cualidades metropolitanas con encantos naturales: “De todas las ciudades que conozco, ninguna es tan ciudad como Madrid. Las otras ciudades aparecen alhajadas por la Naturaleza: tienen la esmeralda del mar o el cintillo de un río; tienen los aledaños bordados en la verdura, chapados por la fronda; baten su corazón entre la randa de los parques, y hasta en su mismo cuerpo las sortijas de las plazas están engarzadas de flores. Madrid, no”. Éste era el juicio de un periodista que no dudaba en proclamar que lo más portentoso de la escenografía universal no fue obra divina. Él se postraba con reverente devoción ante el resultado del octavo día de la creación, “un día sin fecha que fue para el tiempo lo que es la cuarta dimensión para el espacio”, aquel en que tuvo lugar el génesis de la ciudad, cuando el hombre reparó el olvido de dios:

“¿Qué espectáculo más impresionante puede ofrecer la Naturaleza que el de los destellos de una gran ciudad al acercarse el espectador a ella por la noche, sea en tren, en ‘auto’ o en avión, desde cualquier punto de vista?
Salen a recibir al viajero los fantasmas de las luces. Primero, desperdigados, en guerrillas, corriendo por el campo; en seguida, en hileras, rápido, huyendo cuando se presiente un incendio de la urbe; después, en grupos que se tropiezan y se atropellan. Las luces de los fantasmas se caen y se levantan. Ya se ve el resplandor de la hoguera urbana. No hay montaña con más picos. Pero ahora es toda una población de fantasmas quien se da a la fuga. En vez de luces llevan prendido el fuego de los arcos voltaicos. Nunca ha cegado tan violentamente el Sol. Entre tanto se abren abismos negros como no puede ofrecer la Tierra. Son abismos de cielo donde se vierten torrentes de humo. Las líneas del firmamento se quiebran bajo el peso de sombras y luminarias. Antes de entrar en el caos, todo se organiza: aparecen las paredes formidables, las altas ventanas, los puentes, las obras. Las luces cobran expresión y fijeza. Es el mediodía eléctrico.
Aunque parezca mentira, hay algo más serio que la Naturaleza; hay la gran ciudad, creación de un ser tan cómico como es el hombre”.


Tal fervor por la ciudad puede parecer herético, pero, bien mirado, posee un profundo resabio religioso. La ciudad de Corpus Barga es la ordenación arquitectónica del caos, pero con esa obra el hombre no hace más que emular al primer arquitecto, aquel que diseñó el mundo según el relato del Génesis bíblico. Por otra parte, el periodista mide la belleza de la creación humana por el patrón de la creación divina. Las luces de los arcos voltaicos no son otra cosa, en realidad, que remedos de las luces de las estrellas y el sol; más potentes, más hermosas, sí, pero un plagio de la idea divina. Así, el elogio de la ciudad que hace Corpus Barga está más cerca de la égloga de lo que el Caín del hombre de campo habría estado dispuesto a admitir.

La más radical expresión de amor a la ciudad es aquella que celebra lo que ella posee y no está en ninguna forma y en ningún grado en la naturaleza, aquello que carece de modelo previo; lo que dios no creó, lo que es la misma negación de dios y hasta tormento infernal. Por ejemplo, el ruido. Julio Camba intentó descomponer el ruido de una gran ciudad, de París: “El rodar de los coches, el campanillazo de los tranvías, una bocina, un pregón, un diálogo, el eco de una música que sale de un café, un cochero que jura…”. En los puntos suspensivos del final de la cita están los infinitos chillidos que emite la ciudad y también el suspiro que se le escapa al periodista al descubrirse incapaz de descifrarlos todos. Su ambición sería identificar el origen heterogéneo y múltiple de los sonidos antes de restituirlos confundidos en su bulla: “Si yo fuera músico, yo no soñaría con escribir una pastoral, sino con hacer una sinfonía que sintetizara el rumor de París. Yo no sé describir este rumor”.

El paraíso desconoció ruido. Y Camba no siente, desde luego, ninguna nostalgia de la armonía edénica. Él es un hombre de ciudad. Se deleita con el ruido tronante. Escucha en la maraña disonante y cacofónica de las calles una sinfonía. Esa música presentida, la música que acertase a expresar la ciudad, no podría ser un gloria in excelsis Deo. Advierte –y no deja de ser extraño en quien no entendió las vanguardias plásticas– que sólo una composición sonora cubista y atonal puede aspirar a reflejar la estridente barahúnda urbana.

Ese bronco bramido fue lo que Camba llamó “el divino rumor de París”. Divino, en cuanto que creación ex novo. No lo consideraba, en absoluto, una obra de dios, ni siquiera la creación de unos émulos del sumo hacedor, de los descendientes de la estirpe de Caín, fundador de la primera ciudad. El divino rumor era el élan vital de la ciudad. Camba decía que ese rumor, indescriptible e inaprensible, se le resistía, pero lo cierto es que su eco se escucha en sus artículos: “Yo sólo sé que en París no tengo que preocuparme de ver ni de leer. Me limito a oír. Me dejo arrullar por el rumor de París y me encuentro al poco rato saturado de parisianismo. Con el solo rumor de París me basta y me sobra para escribir mis crónicas”.

En la naturaleza, el periodista es hombre muerto; en la ciudad, el periodista siempre conservará la facultad de escribir sobre nada, sobre casi nada o, tal vez, sobre casi todo.

Curioseando en la hemeroteca. Por esencia, presencia y potencia



"Antes, los que escribíamos crónicas en aquel Liberal del llorado y entrañable D. Alfredo Vicenti, por ejemplo, no sabíamos disimular un gestecillo pedante y vanidoso -excúsenos el que teníamos veinte años- ante todo lo que no fuera una columna de prosa más o menos lírica o más o menos filosófica; pero siempre enjaretada a exaltar el arte por el arte y la literatura por la literatura.

[...] Creíase entonces, o creíamos la mayoría de nosotros, que sólo la crónica puramente literaria tenía importancia y trascendencia, y mirábamos con aires de desdeñosa suficiencia la labor periodística -a la sazón muy inferior a la actual, verdaderamente- de los reporteros en las redacciones.

Hoy, sin embargo y sin duda, la mayor amenidad de los periódicos suele estar en la fuerza de su reporterismo. ¿Qué es entonces lo que ha ocurrido aquí? [...]

Es que muchos escritores excelentes se han orientado resueltamente desde los periódicos -y este es el moderno sentido del periodismo- por los caminos, menos fáciles de lo que parece, de la información sensacional y del reportaje novelesco. Es que muchos de los directores de los diarios de hoy -aparte de ser literatos hechos y derechos- son, sobre todas las cosas, eminentemente periodistas, periodistas por esencia, presencia y potencia. Y saben bien que un periódico no ha de ser sólo una cátedra política, ni literaria, ni filosófica, sino, al mismo tiempo, una fuente inagotable y caudalosa de amenidad, de interés, de información".

Lo que come Raquel Meller


“¿Un periodista no es un escritor?”, se preguntaba Quim Monzó. Y respondía: Lo es. Todavía más, recomendaba a los periodistas que nos lo creyéramos. Y no es fácil, porque durante siglos no han dejado de menospreciar nuestro oficio y tampoco de recordarnos nuestros deméritos. En el caso de que el periodista no haya interiorizado esos juicios, puede que no estime en nada el favor de ser redimido por el procedimiento de que su trabajo pierda su nombre para llamarse literatura.

En 1928, a Manuel Chaves Nogales le es concedido el Premio Mariano de Cavia por un reportaje sobre la llegada a Europa de Ruth Elder. Contra la opinión de aquellos que juzgaban que la distinción era el reconocimiento otorgado a “uno de los auténticos valores literarios nuevos”, el periodista se revolvía y protestaba:

“-…¡No, no; nada de eso! Yo no he pretendido ganar el premio Cavia como literato, sino como periodista. He hecho obra de periodista. Esto de obra periodística, al no profesional se le alcanza difícilmente. Para la gente hay sólo el literato que escribe en los periódicos, al que se le respeta (se entiende por respetar el no leer), y el antiliterato, es decir, el repórter, una especie de agente iletrado que acarrea noticias. Esta es opinión no sólo del vulgo, sino de hombres como Baroja, que no hace mucho establecía aquella injusta división de los periodistas en periodistas de mesa y periodistas de patas. […] Parece mentira que aún sea necesario decirlo. Pero todavía, cuando se habla de virtudes periodísticas, la gente que es incapaz de aquilatarlas piensa en virtudes embozadamente literarias. Y es substancialmente distinto”.

Chaves Nogales siempre se reivindicó como periodista, ni más ni menos. Le molestaba que le tomasen por uno de esos “tipos de literatoides o politicoides que querían ser académicos o directores generales” y utilizaban la profesión como trampolín. La dignidad del periodismo no era llamarlo literatura y la del periodista no pasaba por ganar la consideración de escritor. No encontraba motivo para renegar de los temas del periodismo y llegó a decir con orgullo provocador: “Me complazco en contar con todos sus detalles cómo vive la tía de Paulino Uzcudun, lo que come Raquel Meller y la ropa interior que usa Juan Belmonte”.

Los periodistas pueden ser buenos o malos, porque, según apuntaba Chaves Nogales, “en el periódico hay grandes tolerancias”. Para los buenos no hace falta buscar otro nombre que los distinga, de la misma forma que no hay confusión posible en llamar novelistas a quienes emborronan páginas que nada tienen que ver con La montaña mágica.

Agradecemos a Quim Monzó que nos recuerde, a propósito del Nuevo Periodismo de Gay Talese, que el periodista es escritor. Pero hay quienes, herederos del viejo periodismo de Manuel Chaves Nogales, no aspiran a tales laures. Enric González, por ejemplo, entrevistado por Javier M. Uzcátegui, decía no reconocerse como escritor y que hasta le quedaba grande el título de periodista. Afirmaba, con el orgullo que al no profesional se le alcanza difícilmente, ser un reportero.