José Mª Salaverría




Renacimiento acaba de reeditar en un volumen tres novelas cortas -El literato, Mundo subterráneo y Nicéforo, el tirano- que José Mª Salaverría publicó en la colección “El cuento semanal”. El ejercicio de arqueología literaria puede ofrecer algún interés, dudoso y en todo caso no mayor al que revestiría otro de paleontología periodística. Salaverría fue un esforzado articulista que gastaba una prosa tiesa. Pero entre la paja decimonónica, aquí y allí, algunas líneas estimables. Aquí, en La Vanguardia del 23 de febrero de 1916, una pulla a la profesión:

“¡Cuán grotesca suele ser a veces la superstición de la letra impresa! Una persona inteligente y cultivada no duda en aceptar las palabras de su periódico como indubitables; esa persona conoce acaso algún periodista, sabe el grado mental y ético que alcanzan los periodistas. Sin embargo, al leer por la mañana su periódico, lo acepta como un oráculo. Los mismos periodistas, que saben cómo se hacen los periódicos, suelen aceptar humildemente las versiones de un periódico de París y Londres, y dan fe a esas versiones amañadas, como si los periodistas de Londres y París no escribieran igual que todos, bajo el imperio de una necesidad de amaño y consolación”.

Y allí, en el ABC del 3 de junio de 1908, la interviú imaginaria con el presidente del Gobierno y la acotación sarcástica sobre la motita de sangre que el prohombre dejó en el impecable cuello de su camisa al espachurrar una hormiguita.  

Salvador Morales Pérez, in memóriam




El historiador Salvador E. Morales Pérez, profesor de la Universidad Michoacana de San Nicolás de Hidalgo, en Morelia, falleció el pasado mes de noviembre. He recibido hoy la noticia y el día ha quedado teñido por el luto. Entre las obras de Salvador Morales, no puedo dejar de destacar la biografía que escribió sobre José Almoina Mateos. Almoina, un exiliado gallego contra la dictadura trujillista (Santo Domingo, Archivo General de la Nación, 2009) exhumaba documentos de archivo inéditos sobre el exiliado lucense, algunos tan importantes y reveladores como el informe confidencial sobre la política del dictador dominicano Rafael Leónidas Trujillo que remitió a las cancillerías de varios países americanos en septiembre de 1947. Aquel texto, localizado en el Ministerio de Relaciones Exteriores de Venezuela, confirmaba que Almoina había iniciado una campaña para denunciar las tropelías del trujillismo dos años antes de la publicación de Una satrapía en el Caribe. Historia puntual de la mala vida del déspota Rafael Leónidas Trujillo, en realidad, desde el mismo momento en que pudo salir de Santo Domingo.

Salvador Morales no había dado por concluidas sus investigaciones sobre Almoina y, solo unas pocas semanas antes de su muerte, en nuestro último contacto, me comunicaba que estaba trabajando en un artículo sobre las noticias que el exiliado había obtenido y difundido sobre la complicidad corrupta de los medios informativos con la dictadura de Trujillo.

Cuando emprendí mi investigación sobre José Almoina, Salvador Morales Pérez dio muestra de una extraordinaria generosidad al facilitarme la consulta de artículos y  textos publicados por el lucense en Santo Domingo y México. No estimo menos las conversaciones que sostuvimos sobre Almoina en nuestros encuentros madrileños y la cálida expresión que dio a su confianza en mi trabajo, tan importante en los momentos de desaliento.

Su muerte me priva de la lectura de los trabajos que tenía en curso y de la posibilidad de discutir con él las ideas que ensayo en mi libro sobre Almoina, pero no podrá borrar la memoria de sus investigaciones, de su generosidad y de su contagiosa vitalidad.

Entrevista a Rosa Montero



La entrevistada, Rosa Montero, ha recordado en más de una ocasión que la literatura es un palimpsesto. La entrevistadora cree que el periodismo también lo es y, por eso mismo, se pregunta cómo comenzar la conversación con la periodista. Podría ser precisamente así, hablándole de la admiración con que leía sus entrevistas, pero viene de revisar la que le hizo en 1977 a Yves Montand y allí se desaconseja la coba al entrevistado en los primeros minutos del encuentro: puede viciar el tono de la charla. Por otra parte, Rosa Montero maliciaría que el halago es una triquiñuela mentirosa, al fin y al cabo, ella mentía a Montand al decirle que había estado enamoradísima de él durante la adolescencia, de igual manera que su generación, definitivamente seducida por el mito, por el héroe de izquierdas que encarnó. Cuando, bien avanzada la entrevista, la entrevistadora se atreve por fin a confesar el recuerdo, Rosa Montero lo agradece, pero con escasa convicción. Es como si el eco de aquella admiración no consiguiera rozarla: no se siente adulada. Y se entiende que sea así por lo que ha venido explicando: lo suyo ha sido escapar de los imperativos y expectativas que los demás, en aquellos primeros años de éxito, proyectaron sobre alguien que llevaba su nombre pero que no era ella. Hoy, en la fachada de la casa donde vive cuelga una placa que recuerda el añejo inquilinato de un señor que escribía artículos y en las solapas de sus libros, el recordatorio de que desde 1976 trabaja en exclusiva para El País: abolengos cansados para la novelista, que dice contemplarlos desde fuera, desde lejos, sin nostalgia. Dentro del piso hay figuras de salamandras, símbolos de vida y de regeneración, por montones; también una tatuada en su brazo derecho desde hace más de una década. El izquierdo se lo ha roto solo unos pocos días antes. En varias ocasiones durante la conversación se duele y, aun así, se diría que el brazo le presta un temprano servicio en el forcejeo que va a mantener con el empeño de la entrevistadora por hablar de periodismo y de un tiempo que fue: “Mi próximo libro sale dentro de un mes y la promoción va a ser la promoción del cabestrillo. Será memorable”, dice con humor en el primer minuto. El brazo liquida la duda de por dónde empezar. 



Fotografía de Guadalupe de la Vallina.