El exilio republicano español en México. Entrevista a Javier Garciadiego










“Exilio, sobrevivencia y universalización: la intelectualidad española en México” es el título de las cuatro lecciones que Javier Garciadiego, presidente del Colegio de México, ha dictado en la Residencia de Estudiantes. En ellas el historiador se ocupó de las relaciones que Alfonso Reyes y Octavio Paz mantuvieron con los exiliados republicanos españoles, del inequívoco sello impreso por los principios inspiradores de la Institución Libre de Enseñanza en la fundación de la Casa de España y del trabajo de los exiliados en diversas empresas editoriales y, de forma singular, en Fondo de Cultura Económica.   

–México está conmemorando el 75º aniversario de la llegada de los exiliados republicanos españoles con un amplio programa de actividades. ¿Significa que el país mantiene la memoria viva de este exilio? ¿Forma parte del imaginario colectivo o acaso solo en unas élites?
–El exilio español tiene dos expresiones en México. Una expresión cultural, que ha trasminado toda la sociedad, sobre todo la sociedad urbana y, en particular, la ciudad de México. Es perceptible todavía la presencia, fuerte y directa, de los hijos, de los nietos y de los bisnietos de los exiliados. Conocemos los llamados poetas de la segunda generación y ahora también a los poetas de la tercera generación. Además, se mantienen instituciones educativas como el Colegio Madrid o en el Instituto Luis Vives. Estos centros tienen muy presente su ascendencia y los alumnos salen con una ideología muy identificada con la República, claro que actualizándola al México, a la España y al mundo de hoy. Y, por otro lado, es posible detectar también una impronta más social, un legado que rebasaría los estrictos márgenes del exilio: este nos ha dado magníficas instituciones; trajo una nueva pintura, por ejemplo, el muralismo se vio confrontado con buena pintura de caballete; la literatura nacionalista entró en crisis o, por lo menos, puede decirse que se abrieron nuevas perspectivas, que revistas e editoriales facilitaron otras posibilidades… Fueron 20.000 personas las que llegaron, casi todas ellas a la ciudad de México, pero 20.000 personas protagónicas, líderes en sus campos. Su influencia, además, no se redujo al ámbito de las humanidades: transformaron la vida hospitalaria, la investigación científica… El gran reconocimiento de ese impresionante impacto se da, yo no diría entre las élites, sino entre los sectores intelectuales que conocen el valor del exilio republicano español.

–Se acaba de referir al legado, asumido y actualizado en ciertos ámbitos, del significado político del exilio. Resulta llamativo por cuanto aquí es patente que la obra de los exiliados ha sido recuperada, en muchos casos, desemantizándola políticamente.
–Hay un componente de agradecimiento de los españoles que llegan a México y que explica su fuerte compromiso. Trabajan, de verdad, de una manera impresionante. Se vuelven muy leales a México, muy amorosos con el país en general y con el gobierno mexicano, muy particularmente con Lázaro Cárdenas. En buena medida, toda la gente del exilio se sigue reconociendo como cardenista, incluso como neocardenista, que quiere decir que simpatizan con el ingeniero Cuauhtémoc Cárdenas y con el PRD. No puedo generalizar, pero, en realidad, lo puedo afirmar. Pero a mí lo que me impresiona es ese agradecimiento que tuvieron para México y que les hizo sentir, cualquiera que fuese su profesión, un compromiso muy fuerte. Muchos de los exiliados no solo tenían una ideología, también una militancia y, en algunos casos, incluso responsabilidades políticas a las que no pudieron dar continuidad en México. Salvo los que estaban involucrados en el gobierno de la República en el exilio, en el Ateneo Español… Así que tuvieron que improvisarse, como escritores, como intelectuales, como profesores. Domenchina, por citar un caso, dejó de ser secretario de Azaña y se convirtió en poeta a tiempo completo. Y así les pasó a muchos. Tuvieron que olvidar, adaptarse, transterrarse. Dejaron de actuar políticamente de manera directa o lo hicieron en el ámbito político de los grupos del exilio.

–En una de sus conferencias se refirió a la Casa de España, embrión del Colegio de México, como «hito y mito». ¿Cree que ha llegado el momento de discutir ciertos mitos consagrados sobre el exilio?
–Me refería más a la Casa de España que al Colegio de México. La Casa de España tuvo una duración de dos años. Fue aquel un momento de transición, un momento de asilo, pero realmente la institución que quedó fue el Colegio de México. Así, en México se presta más atención al Colegio de México y aquí en España, a la Casa de España, que es un hito y un mito. Para nosotros representa un hito, para ustedes es antes un mito.

–Decía Vicente Llorens, refiriéndose a la pérdida que representaba el exilio de quienes se dedicaban a la enseñanza, que sus libros pueden reimprimirse, pero que en su labor hay una parte insustituible que suele perderse para siempre, la explicación de cátedra, el contacto personal entre maestro y discípulo. ¿Ha intentado España recuperar el magisterio de sus exiliados a través de quienes fueron sus alumnos? ¿Nos hemos servido del exilio como puente entre España y México?
Sí, he visto que han organizado muchos coloquios sobre el exilio. Sin embargo, siento que les interesan los exilios regionales… Entonces, recuperan los exiliados andaluces, los exiliados catalanes… En Galicia es muy claro: fui yo en una ocasión a un coloquio y no querían que les hablase de los exiliados en su conjunto, sino de los exiliados gallegos. Lo que se ha producido es una recuperación regional e institucional, sobre todo regional, esa es mi perspectiva.

–Aquí el 75º aniversario del exilio republicano ha pasado prácticamente inadvertido y algunos de los pocos recordatorios nos han llegado de México, por ejemplo, la exposición sobre los castillos de Reynard y Montgrand que Gilberto Robles habilitó para prestar asilo a los refugiados en el sur de Francia, comisariada por María Luisa Capella y que se pudo ver en el Instituto de México en Madrid. ¿Le llama la atención? ¿Le sorprende?
Yo creo que sí lo deberían recordar más, pues fue una pérdida terrible para ustedes, una gran pérdida humana. No estoy pensando solo en los intelectuales. Estoy pensando en los 20.000 seres humanos que se instalaron en México y en los cientos de miles que se fueron a otros lugares. Eso hay que verlo como una pérdida brutal. No hay nada más triste que los exilios, como dice un libro de un amigo dedicado al tema. Duras las tierras ajenas. Claro que fue duro.

Huesitos


O poeta, grabado de Un ollo de vidro. Memorias dun esquelete.








«Eu son dos que estruchan a cara para apalpar a propia calivera».
Castelao, Un ollo de vidro. Memorias dun esquelete


El humor nos tienta la calavera, la verdad descarnada de la calavera que somos. Porque la calavera que seremos no tendrá siquiera aliciente para las cosquillas macabras de los vermes que nos dejarán mondos y lirondos. Los huesos póstumos solo sirven para los ejercicios tétricos del barroco o los monumentos funerarios de Ligier Richier. Larra, cuando dejó de sacudirnos zurriagazos a los huesos y empezó a fantasear con el cráneo post mórtem, estragó su genio satírico: en la cuenca que abrió la bala suicida ya antes de ser disparada no cabía un ojo de vidrio.

Por un ojo de vidrio miró Henri-Gustave Jossot para dibujar sus refroidis y también Carlos González Ragel, quien retrataba los cuerpos en su más pulida osamenta. Ragel, alias Skeletoff, fue uno de los inverosímiles personajes del Madrid de principios del siglo pasado. Eusebio Cimorra lo recordaba así:  

«Otro tipo era Esqueletomaquia, al que llamábamos así por su descubrimiento de un arte nuevo: la caricatura anatómica. O sea, nada de narices desfiguradas, cabezas minúsculas o gigantescas y demás gilipolleces del caricaturismo convencional. Lo que él hacía era la caricatura del esqueleto, incluida la calavera y, dentro de los que cabe, con un gran parecido. Lo malo es que el tétrico Esqueletomaquia, con su aire de sepulturero de Shakespeare, iba ofreciendo sus macabros servicios de Saint-Saëns del lápiz a la poca evolucionada clientela del Colonial y, claro, ésta no se dejaba.
     –No se desanime usted, amigo –le consolaba don Rafael [Cansinos Assens]–. Lo que usted hace es verdaderamente revolucionario: la caricatura de ultratumba, la caricatura ultraísta».

Pero no eran sus caricaturas de ultratumba, ni tampoco un memento mori: eran las radiografías que tomaba un Mefistófeles burlón. Para encontrar a alguien que lo entendiese, González Ragel tendría que haber salido del Colonial y acercarse a Pombo. A Gómez de la Serna, que no le bastaba con palparse la calavera, sí le hubiese gustado ver su esqueletomaquia. De hecho, llegó a someterse al método sucedáneo que le ofrecían los rayos X: «Tenía que conocer –escribió– mi faz más duradera para reconocerme entre los muertos el día de mañana y no ponerme la cabeza de otro». El resultado del golpe de magnesio interparietal fue una placa inapelable de su cráneo y, dentro de él, «un sedimento como de cenizas de algunas greguerías». 

Esqueletomaquia de Romanones, por González Ragel.