No tardó mucho El Pobrecito Hablador en reformular, esta vez en un artículo enteramente suyo, la pregunta inaugural sobre el público: «¿No se lee en este país porque no se escribe, o no se escribe porque no se lee?». El Heraldo de Madrid respondía en 1899: «Hay un verdadero divorcio entre el novelista, el poeta y el público. Este no lee, acaso, porque no se escribe para él». El periódico acusaba a los escritores de cultivar «las letras como sacerdotes de un misterioso rito, viviendo en la admiración de unos centenares de iniciados», de no ser mas que «predicadores de un reducido público ilustrado»:
«Los literatos ejercen escasísima influencia en la opinión española, especialmente los encumbrados y famosos, los que vigilan y guardan el prestigio de su firma como bajo un fanal, temerosos de que el aire de la plazuela y la luz de las alegrías y dolores populares lo manche o lo deshaga. […]
»No censuramos por ello a nuestros literatos. Siguen todo lo rápidamente que pueden el progresivo movimiento de las letras francesas, rusas y escandinavas; pero el hecho de que nuestro pueblo, retrasado, se queda sin literatura, y que, necesitando instintivamente ese elemento educativo, lo busca en las columnas de los periódicos, hallando en la rápida concepción de un artículo, en el espeluznante relato de un crimen, en las sesiones de la Audiencia o el Parlamento, en el telegrama de la guerra, la cantidad de emoción y de ideas nuevas que una literatura, ininteligible para él, no acierta a proporcionarle».
El artículo traía ganas de polémica, así que no se recataba en poner nombres y apellidos a los absentistas. Entre ellos, Emilia Pardo Bazán era el ejemplo de escritora perfectamente ensimismada en «sus propias especulaciones intelectuales», incapaz de interpretar el sentimiento del país después del último desastre nacional, el del 98, según acababa de demostrar en una reciente conferencia dictada en París, donde había sostenido que el patrioterismo bizarro, la épica del conquistador aguerrido y del guerrillero montaraz fueron muertos y enterrados en Cuba. El Heraldo, erigiéndose en legítimo portavoz de la opinión, gritaba su enmienda: la derrota no había arrancado de los corazones al héroe de Cascorro, ¡honor y gloria a él!
«[Emilia Pardo Bazán] Ha declarado muerta la leyenda dorada de España, forjada con sangre de los audaces capitanes y navegantes de nuestra Edad Media y cristalizada con la guerra de la Independencia; muerta, no a manos de los yanquis, sino por el desengaño propio; por la realidad que nos ha hecho ver cuán inútil es la bravura individual en las guerras modernas.
»A poco que se fije la autora de Morriña […] se convencerá de que la leyenda que ella ha matado en París goza en España de excelente salud, y tan peligroso es aislarse en los límites de la Península, dejando que la leyenda negra, forjada de nosotros por extranjeros escritores, circule y viva, como pretender iniciar a los extraños en nuevas orientaciones de nuestra conciencia, que sólo existen en un centenar de espíritus cultivados precisamente con ideas que nada tienen de españolas».
A más de estar en Babia, ¡afrancesada!, porque la estaban tachando de afrancesada. El insulto, desde los días de Larra, conservaba toda su potencia despectiva (si aún hoy es el salivazo que escupen los ultras y serviles…). No siendo demasiado original como denuesto, tampoco resultaba inocuo, como bien sabía Emilia Pardo Bazán: «No era muletilla inofensiva, sino mortífera, como la quijada de asno de Sansón; generalmente los que la esgrimían con furia proponíanse estorbar algún adelanto, mantener algún error añejo, apuntalar alguna preocupación ruinosa, a cuya sombra medraban». Así que la escritora decidió tomar el baldón como elogio involuntario que le hacían. Lo que la irritó verdaderamente fue escuchar que escribía de espaldas al público. Porque si en algo estaba de acuerdo con el Heraldo de Madrid es que existía un público y que ese público, exiguo o nutrido, el que fuese, se encontraba en los periódicos. Pues bien, en la prensa de mayor circulación ella venía escribiendo de forma intensiva, expresándose a las claras y… arrostrando las consecuencias. Si Larra había clamado y llorado por la falta de público («Terrible y triste cosa me parece escribir lo que no ha de ser leído»), Emilia Pardo Bazán lo hace por la coerción del público, que, por fin, después de casi un siglo, se hace presente con modales autoritarios. La escritora gallega recordaba, en la réplica que dio al Heraldo en La Ilustración Artística el primero de mayo de 1899, que discrepar de las unanimidades –siempre aplastantes; belicosas, además, en el caso de Cuba– le había enseñado que «escribir para el público era escribir con el público, so pena de muerte»:
«Si positivamente estuviese España en uno de esos momentos críticos en que se delibera para cambiar de conducta; si este enfermizo sopor fuese, allá por dentro, la suprema crisis en que se convierte el espíritu a la luz y se ve lo que antes ocultaba un velo; […] entonces los escritores hallaríamos modo de empezar a decir mucho que callamos, de puro desalentados y de puro escarmentados también. Entonces señalaríamos peligros, indicaríamos reformas, pondríamos el dedo en la llaga quizás. Los escritores somos, en cierto modo, como diz que son los gobernantes, que cada país tiene los que puede tener, y en nuestra patria, escribir para el público es escribir con el público, so pena de muerte.
»Uno de los aspectos en que más le convendría a España no haber sido tan castiza, es este de la tolerancia y respeto a la opinión manifestada por escrito, sobre todo cuando no difiere de la preocupación general. Se ha necesitado aquí valor a toda prueba, un género peculiar de valor, para indicar por escrito cosas que la conciencia sentía, que el entendimiento preveía, que el tiempo demostró. No faltaba, por ejemplo, quien entendiese que era necesario, y más que necesario urgentísimo, conceder a Cuba, en paz y en buenas condiciones para nosotros, la independencia; pero ¡ay del que se atreviese a susurrarlo! Aun entre un círculo de amigos, cubría nuestra voz la reprobación unánime, cuando manifestábamos, antes de declararse la guerra, ciertos pareceres. Y sin embargo, era tan fácil hacer de Casandra non unquam credita Teucris…
»Se me dirá que el escritor está obligado a clamar hasta en el desierto. En el desierto, bueno; en el desierto nadie nos hará caso, pero nadie nos tirará piedras tampoco. Lo arduo es clamar metido en la fosa de los leones, o en el horno de Babilonia. Y lo sandio es tal vez clamar cuando de nada sirve. Los redentores no se sacrifican estérilmente; aspiran a redimir; si no esperasen fruto, se quedarían en su casa bien callados. ¿Puede España ser redimida aún? ¿Quién tiene fuerzas para conseguirlo?
»No seremos seguramente los escritores, puesto que se nos lee bastante menos de lo que desearíamos. Me sugiere esta reflexión el artículo del Heraldo de Madrid que acabo de recibir, que se titula La leyenda muerta y que se refiere a la conferencia que pronuncié en la salle Charras hace tres días. Quéjase el articulista de que no escribo para el público, ni tampoco Galdós, ni otros varios, y por eso no puedo contribuir a remediar los males de la patria. A fe que siento curiosidad de saber, por lo que a mí respecta, si no es para el público para quien estoy escribiendo sin cesar. Que el público lea o no lo que le destino, es otra cosa. Acaso no llegue a enterarse de ello, aunque, relativamente y dado el público que en España existe, yo suponía haber llegado hasta él ¡pero que por mi culpa se quede sin establecer la comunicación!
»"Entre vosotros hablo y enseño todos los días", dijo Jesús; y aunque parezca profanación, que en mi propósito no lo es, y la costumbre de citar textos evangélicos lo autoriza, repetiré esa misma frase. No tengo autoridad para enseñar; digo mi parecer, y lo digo allí donde puedan oírlo, en El Imparcial, en El Liberal, en El Español, en La Época, aquí, en diez o doce periódicos donde colaboro –no en libros misteriosos, recónditos y de difícil adquisición y manejo. Y si se trata de las cualidades del estilo, tampoco por ellas ha de quedarse nadie sin entenderme. Soy de una claridad diáfana. El que no me comprende es de los que no ven por tela de cedazo.
»Me he quedado, pues, boquiabierta al enterarme de que peco de ininteligible. Todo sea por Dios, y hablemos de Francia».
«Si positivamente estuviese España en uno de esos momentos críticos en que se delibera para cambiar de conducta; si este enfermizo sopor fuese, allá por dentro, la suprema crisis en que se convierte el espíritu a la luz y se ve lo que antes ocultaba un velo; […] entonces los escritores hallaríamos modo de empezar a decir mucho que callamos, de puro desalentados y de puro escarmentados también. Entonces señalaríamos peligros, indicaríamos reformas, pondríamos el dedo en la llaga quizás. Los escritores somos, en cierto modo, como diz que son los gobernantes, que cada país tiene los que puede tener, y en nuestra patria, escribir para el público es escribir con el público, so pena de muerte.
»Uno de los aspectos en que más le convendría a España no haber sido tan castiza, es este de la tolerancia y respeto a la opinión manifestada por escrito, sobre todo cuando no difiere de la preocupación general. Se ha necesitado aquí valor a toda prueba, un género peculiar de valor, para indicar por escrito cosas que la conciencia sentía, que el entendimiento preveía, que el tiempo demostró. No faltaba, por ejemplo, quien entendiese que era necesario, y más que necesario urgentísimo, conceder a Cuba, en paz y en buenas condiciones para nosotros, la independencia; pero ¡ay del que se atreviese a susurrarlo! Aun entre un círculo de amigos, cubría nuestra voz la reprobación unánime, cuando manifestábamos, antes de declararse la guerra, ciertos pareceres. Y sin embargo, era tan fácil hacer de Casandra non unquam credita Teucris…
»Se me dirá que el escritor está obligado a clamar hasta en el desierto. En el desierto, bueno; en el desierto nadie nos hará caso, pero nadie nos tirará piedras tampoco. Lo arduo es clamar metido en la fosa de los leones, o en el horno de Babilonia. Y lo sandio es tal vez clamar cuando de nada sirve. Los redentores no se sacrifican estérilmente; aspiran a redimir; si no esperasen fruto, se quedarían en su casa bien callados. ¿Puede España ser redimida aún? ¿Quién tiene fuerzas para conseguirlo?
»No seremos seguramente los escritores, puesto que se nos lee bastante menos de lo que desearíamos. Me sugiere esta reflexión el artículo del Heraldo de Madrid que acabo de recibir, que se titula La leyenda muerta y que se refiere a la conferencia que pronuncié en la salle Charras hace tres días. Quéjase el articulista de que no escribo para el público, ni tampoco Galdós, ni otros varios, y por eso no puedo contribuir a remediar los males de la patria. A fe que siento curiosidad de saber, por lo que a mí respecta, si no es para el público para quien estoy escribiendo sin cesar. Que el público lea o no lo que le destino, es otra cosa. Acaso no llegue a enterarse de ello, aunque, relativamente y dado el público que en España existe, yo suponía haber llegado hasta él ¡pero que por mi culpa se quede sin establecer la comunicación!
»"Entre vosotros hablo y enseño todos los días", dijo Jesús; y aunque parezca profanación, que en mi propósito no lo es, y la costumbre de citar textos evangélicos lo autoriza, repetiré esa misma frase. No tengo autoridad para enseñar; digo mi parecer, y lo digo allí donde puedan oírlo, en El Imparcial, en El Liberal, en El Español, en La Época, aquí, en diez o doce periódicos donde colaboro –no en libros misteriosos, recónditos y de difícil adquisición y manejo. Y si se trata de las cualidades del estilo, tampoco por ellas ha de quedarse nadie sin entenderme. Soy de una claridad diáfana. El que no me comprende es de los que no ven por tela de cedazo.
»Me he quedado, pues, boquiabierta al enterarme de que peco de ininteligible. Todo sea por Dios, y hablemos de Francia».
Y la afrancesada, por el gusto de provocar, se puso a hablar de Francia, precisamente sobre el affaire Dreyfus, aquel que bautizó a los Zolas como «intelectuales».
Posdata: Los intelectuales de 2015, dice el periódico, «rodeados de silencio y música clásica en sus bibliotecas, formulan sus impresiones desde una palpable lejanía, desde cierto atrincheramiento, digamos, en sus elitistas espacios de paz y pensamiento». Y uno de esos «seres de lejanías» se queja, más o menos por los mismos días, en el «tono híspido y áspero» propio del gremio, de que aquí sigue sin haber público: «Al cabo del tiempo, al cabo de tantos proyectos y sueños de regeneración, uno contempla el panorama social y comprueba que, tras la apariencia y el barniz de la modernidad, seguimos siendo el mismo país ignorante y atrasado de siempre. Queda una gran minoría ilustrada, cómo no, pero se antoja poco logro para las oportunidades históricas que tuvimos y que una vez más desperdiciamos. Diríase que hay una conjura para que estas cosas sean así». Uno y otro, encasquillados, obvian el quid contemporáneo de la cuestión: cómo escribir para el público y contra el público.
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