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Arqueología de las trincheras


http://hemeroteca.lavanguardia.com/preview/2006/11/30/pagina-13/53462002/pdf.html


 
El hombre de la fotografía es Albert Varoquier, un vecino de Massiges. En 2006 tenía 80 años y labraba la misma tierra que un siglo atrás estaba rajada por las trincheras del frente del Marne-Argonne. Lo que Albert muestra son algunos de los restos que la Primera Guerra Mundial dejó allí enterrados y que él fue exhumando durante las últimas décadas. Quim Roser toma la fotografía y el periodista Plàcid Garcia-Planas se demora en la enumeración de la quincalla en el reportaje que escribió para La Vanguardia, luego recogido en el libro La revancha del reportero: «Un paquete entero de cigarrillos alemanes, un montón de periscopios de cuatro metros de altura, incontables bombas de todos los tamaños, una trompeta chafada, decenas y decenas de fusiles oxidados, decenas y decenas de cascos medio carcomidos, muchas botellas, braseros de ambas trincheras para calentarse, […] todo tipo de picos, todo tipo de palas, un pedazo de bicicleta militar inglesa, un trozo de camilla, aparatos para vendar los brazos. Una armónica alemana…». Y unos párrafos después, todavía más: «Una bala clavada en la hebilla de un cinturón francés, una caja de betún alemán, el pincho de un casco alemán atravesado por una bala francesa, un peine francés para mostacho, un peine para mostacho alemán, una bala francesa atravesada por una bala alemana, una bala alemana atravesada por una bala francesa…». El «estómago de las trincheras» también vomitó «latas enteras con las pastillas de caldo en su interior, potes con sus granos de café, cajas de confitura que los alemanes robaron en Bélgica, latas intactas de kraben gelé, una lata de sardinas de la marca Clovis la Gauloise ¡con las sardinas –secas– todavía dentro!...».

Este amasijo de bártulos y cachivaches es lo que queda de la guerra en el mismo lugar en el que Gaziel vio morir, el 13 de septiembre de 1916, a las cinco y media de la tarde, a un soldado francés, a uno de tantos, a uno más de aquellos hombres tomados, también ellos, por morralla. Este revoltijo de plomo y herrumbre es, dice Garcia-Planas, «la chatarra de la historia», «las virutas de la hecatombe». Y en la chatarra ignorada por la historia es donde revuelve el periodismo para hablar de los hombres sin nombre, por ejemplo, de aquel poilu que va a morir buscando una salida en el laberinto de las trincheras. Gaziel pudo contar el azar absurdo de su muerte porque escribía a ras de suelo, ofreciendo la perspectiva opuesta a la «visión astral, fuera de geometría y de cronología» de Valle-Inclán en La media noche, un experimento que él mismo admitió fracasado. Garcia-Planas pudo, cien años después, en un ejercicio de arqueología, poner nombre al poilu: se llamaba Victor Guyon y está enterrado en el cementerio de Le Pont de Minaucourt.

Es frecuente encontrar en las crónicas de Plàcid Garcia-Planas los objetos que la guerra deja tirados en el suelo. Como «corresponsal de guerras muertas», detalló los desechos que guardaba el cobertizo de Albert Varoquier y describió el polvo, las telarañas y los restos de botellón en la tumba de Gavrilo Princip en Sarajevo. Como «corresponsal de guerras vivas», encontró el envoltorio plateado y abierto de un condón entre doce viejos tanques soviéticos en Kandahar o el póster roto anunciando en árabe perfumes para princesitas no muy lejos de donde asomaba el cráneo de un carnero. «¿Por qué en el fragor de las batallas siempre aparecen este tipo de objetos empeñados en subrayar el sinsentido humano?», se pregunta el reportero en Como un ángel sin permiso. No es eso lo que turba a algunos de sus lectores, sino el condón; incomodados, incluso escandalizados, dudan de la pertinencia del detalle en la crónica y se preguntan si cambia la percepción de la guerra. El reportero les contesta en el prólogo de Jazz en el despacho de Hitler: «El envoltorio abierto del condón, y la descripción de su lugar exacto en el mundo, no cambia la percepción de la guerra. Es parte de la guerra». Hace algunos años, Garcia-Planas expuso en el centro Arts Santa Mònica algunas piezas cobradas a la guerra, objetos de la colección que ha ido reuniendo en los escenarios de las guerras pasadas o contemporáneas que visitó, la chatarra arqueológica que explota en sus reportajes diseminando la metralla de la ironía o la paradoja.

No es de extrañar, entonces, que haya llamado la atención del periodista el libro Volver a las trincheras. Una arqueología de la guerra civil española, recientemente publicado por Alianza Editorial. El pasado domingo dedicaba dos páginas en su periódico a la obra de Alfredo González Ruibal, arqueólogo del CSIC, que enhebra un relato de lo que sucedió en distintos campos de batalla de la guerra civil y en algunos centros de represión de los primeros años del franquismo, como Castuera, a partir de las piezas recobradas en las excavaciones realizadas: cartuchos, casquillos, granadas, restos de todo tipo de munición, botones, calzado, hebillas, monedas, insignias, latas de sardinas, de atún, de leche condensada, vidrios de botellas de anís, jerez y vino, escudillas de rancho, envases de vitaminas y medicinas, cepillos de dientes y dentífrico Myrurgia, restos ilegibles de un periódico…


 
En la localidad leridana de Raïmat, el equipo de González Ruibal también desenterró el esqueleto de un soldado republicano, encontrado en la exacta posición en la que cayó abatido dentro de su trinchera. Sus restos y los de sus pertenencias permiten recuperar alguna información sobre él y sobre su muerte; los avatares de su exhumación, además, suscitan al historiador una reflexión crítica sobre la complicada ley catalana sobre restos humanos de la guerra civil: «Tan complicada que, al contrario que en la mayor parte de las comunidades autónomas, en Cataluña prácticamente no se han realizado exhumaciones. […] La Generalitat defiende su manejo del tema como una forma de evitar la manipulación (que, según ellos, se sufre en el resto del Estado). […] Para entender la actitud de la Generalitat, es conveniente recordar el carácter de la Guerra Civil en Cataluña. Aquí se produjeron, o reprodujeron, pequeñas guerras civiles que dividieron a la sociedad catalana entre nacionalistas españoles y catalanes, nacionalistas de derechas y de izquierdas, patronos y obreros, comunistas y anarquistas. Los asesinatos cometidos en zona republicana fueron escandalosamente elevados: más que duplicaron las ejecuciones llevadas a cabo bajo el régimen franquista. Es comprensible, que el Gobierno nacionalista no esté muy interesado en enzarzarse en polémicas que en última instancia pueden llevar a crear fisuras en la sociedad. En el fondo, su actitud es semejante a la de los conservadores en el resto de España».

González Ruibal añade que las leyes de memoria histórica no contemplan la posibilidad en la que se encontraba su equipo en 2011, la de localizar restos humanos en una excavación arqueológica. Según la legislación, que no distingue este caso y el de la exhumación de fosas de represaliados, estaban obligados a comunicar el hallazgo al Memorial Democràtic y éste debía enviar a un antropólogo. «Eso es una injerencia en la labor investigadora difícil de admitir», denuncia el arqueólogo antes de añadir: «Cuando el representante del Memorial llegó no le hizo ninguna gracia que hubiéramos realizado la exhumación. Menos gracia aún les hizo a las autoridades que divulgáramos nuestro hallazgo en los medios. Por lo visto, en opinión de algunas autoridades, la sociedad aún no está madura para recibir noticias de este tipo». El Memorial se hizo cargo de los restos y, por su parte, la Generalitat declinó la oferta del CSIC de realizar el análisis antropológico y «decidió encargar (y pagar) el estudio a alguien. Según el protocolo, la exhumación debería haberla realizado también una empresa privada. La diferencia entre que el estudio lo hiciéramos nosotros en vez de la Generalitat, además del gasto, habría sido la accesibilidad. Todos nuestros informes se encuentran disponibles en el repositorio institucional del CSIC». Los restos del soldado fueron enviados finalmente al memorial de Camposines. Este y los demás centros gestionados por el Consorci Memorial dels Espais de la Batalla de l’Ebre, dependiente del Memorial Democràtic, comparten «la misma narrativa supuestamente apolítica», que González Ruibal cuestiona: «Esto se presenta como una superación del conflicto, pero ¿lo es realmente? Ya señalé […] mi desacuerdo con que un conflicto político, como fue la Guerra Civil, se convierta en una catástrofe natural, en la que todo el mundo es víctima y no hay responsables: un pasado, en fin, sin ideologías. A los políticos, al contrario que a los historiadores, no les suele interesar mucho ir a las causas de los fenómenos históricos: nunca se sabe lo que se puede descubrir. Prefieren monumentos abstractos a valores con los que todos podemos identificarnos fácilmente (como la paz o la reconciliación), pero que no significan nada fuera de contexto».

El trabajo arqueológico de Alfredo González Ruibal y el periodismo de Garcia-Planas comparten una acusada sensibilidad para escuchar los relatos sobre los hombres anónimos que cuenta la chatarra despreciada por la historia que se escribe a sí misma con mayúsculas. El periodista que encontró el nombre de un poilu muerto en 1916 entiende la necesidad que tuvo el equipo de González Ruibal de poner nombre al soldado de Raïmat; aunque nunca se sabrá el suyo verdadero, lo llamaron Charlie. El libro de González Ruibal dialoga con Garcia-Planas, el periodista que en Belchite escribió: «El tiempo deshuesa el campo de batalla y aparece la más profunda de las informaciones». Volver a las trincheras, además, interpela a Garcia-Planas, nuevo director del Memorial Democràtic. Resulta inevitable leer el artículo del pasado domingo, publicado después de su reciente nombramiento, como un acuse de recibo. Iba ilustrado con una foto, de nuevo de Quim Roser, de una alambrada de trinchera de la Primera Guerra Mundial y del casco de un soldado alemán integrados en el cierre de un campo de cultivo en Macedonia. Garcia-Planas escoge esta imagen, testimonio de lo que los historiadores llaman «pasado no ausente», y menciona en el texto las objeciones que hace Alfredo González Ruibal a la política que levanta museos para los vestigios bélicos en los que se hurta la pregunta por las causas de la guerra: «Nuestro trabajo consiste en invocar fantasmas, con todas las consecuencias que ello trae consigo». Al recoger la cita, Plàcid Garcia-Planas pareciera asumir el discurso en contra de todas las privatizaciones a las que es sometida la memoria.

http://www.lavanguardia.com/internacional/20160313/40391869587/objetos-trincheras-guerras-europeas-alfredo-gonzalez-ruibal.html


Antídotos para el veneno de la serpiente de verano




Cualquier plumilla lo sabe: si el director te llama a su despacho, no será para acariciarte el lomo, menos aún para ofrecerte un aumento de sueldo. Así que Mike Dolan va camino de la bronca rumiando el alegato en su defensa que no pronunciará, “pensando que era una vergüenza que ningún periódico tuviera agallas y deseando haber vivido en los días de Dana y Greeley, en los que un periódico era un periódico y se llamaba ‘hijos de puta’ a los hijos de puta y al diablo con las consecuencias. Le hubiera encantado ser uno de aquellos reporteros de los viejos tiempos. No como ahora, con el país repleto de esos pequeños Hearsts y MacFaddens”. El problema de Dolan es el mismo que el de todos los periodistas: no tenemos memoria, solo nostalgia. La cabrona de la nostalgia nos hace añorar hoy el sombrero de los reporteros de los años 30, fetiche de los viejos y felices tiempos del periodismo; los de la quinta del sombrero, la de Dolan, soñaban con tener un editor patilludo como Greeley; los cronistas de 1850 querrían haber sido uno de los primeros escribidores de gacetas, y estos, a su vez, debieron de envidiar los gloriosos días del mismísimo Mercurio que, en horas bajas, maldecía su trabajo, absolutamente consumido por la nostalgia de un futuro en el que los mensajeros habrían de carretear noticias para otros jefes que no fueran las divinidades del panteón.

La nostalgia es una fullera sentimental y peligrosa. Por creer sus mentiras Mike Dolan terminó como terminó. Su designio estaba sugerido ya en la portada de la novela de Horace McCoy: Los sudarios no tienen bolsillos (Akal, 2009). ¿Pero quién querría nublar el sol de una tarde de verano con la lectura de una novela negra negrísima sobre la profesión? ¿Quién arruinar la indolencia estival con Manuel Ciges Aparicio: “El periódico tiene un pecado original, y no hay Bautista que de él pueda limpiarlo”? No, Ciges Aparicio –Del periódico y de la política. El libro de la decadencia (Renacimiento, 2011)–, recordándonos nuestra irredenta condición, no es para estos días. Más impertinente aún resultará Papel mojado (Debate, 2013), la crónica de Mongolia sobre los corruptos cambalaches de todos esos Hearsts y MacFaddens castizos: los Cebrianes, Roures, Pedrojotas, Antichs y Godós. El verano nos da su venia para esquivar todas esas lecturas que arramblarían con nuestra ingenuidad, que impugnarían la desmemoriada nostalgia y la desinformada esperanza. La instigación veraniega es a pensar que si es cierto lo que dicen los profetas del apocalipsis, que no tenemos futuro, al menos, nuestro desahuciado espíritu siempre podrá cobijarse en el pasado.


Plàcid Garcia-Planas, en las trincheras


Hay preguntas declaradamente estúpidas, como esa de qué libro llevarse a una isla desierta. Hay preguntas que, además de estúpidas, resultan completamente inverosímiles, como qué libro llevarse a un guerra. El cine y algunos periodistas han cultivado la imagen del corresponsal de guerra como un hombre de acción, que viste un chaleco lleno de bolsillos y luce el desaliño de una barba de tres días, demasiado atareado durante el día viendo qué ocurre mientras esquiva proyectiles e igualmente ocupado por las noches bajando una botella de Jack Daniel's en el hotel junto a sus compañeros de profesión. Quién podría imaginar a un periodista metiendo en el macuto para la guerra un libro, cuyas páginas se volverán banales y hasta frívolas allí donde la vida y la muerte imponen su verdad perentoria e inapelable.

Y he aquí que uno, Plàcid Garcia-Planas, declara haberse ido a Kandahar con un libro. El volumen elegido es de 1916: Narraciones de tierras heroicas, de Gaziel. Así que un periodista de principios del siglo XXI lleva consigo a Afganistán unas crónicas de la I Guerra Mundial, de una guerra de hace cien años. ¿Por qué? La respuesta la ofrece el propio Garcia-Planas en el magnífico epílogo de En las trincheras, una reciente antología de las crónicas de Gaziel editada por Diëresis.

Porque todas las guerras son la misma guerra –la guerra–, Garcia-Planas descubre que en las crónicas de Gaziel escritas hace un siglo en el sur de los Balcanes o en el norte de Francia se encuentra el anuncio todas las derrotas del mundo; de alguna manera, también la caída de Kandahar. En el comentario de Gaziel sobre el ataque contra las trincheras alemanas que oficiales franceses sólo iniciaron a la llegada de los periodistas, Garcia-Planas encuentra la descripción de la “sensación indigna y secreta, esa tensión profunda e insana, tremenda, que sólo se produce –y reproduce– en el interior voyeur de los reporteros”, una sensación que él mismo conoce –y reconoce– en la prosa de Gaziel y en la experiencia de Kandahar.

En el Afganistán de principios del siglo XXI, Gaziel ejerce su magisterio y Garcia-Planas se siente unido al maestro, por encima de todo, por esa otra guerra -incruenta, pero salvaje y sin tregua- que libran los corresponsales, la batalla diaria por encontrar la palabra precisa. “Qué palabras buscamos hoy y qué palabras buscaban los viejos reporteros”: ese es el trabajo de Garcia-Planas y ese fue el de Gaziel. Se trata de la búsqueda de las palabras que permiten relatar la guerra. Y ya se sabe que toda guerra proclama el fracaso de las palabras y que cualquier guerra pretende silenciar o convertir en propaganda aquellas palabras que no se dan por derrotadas.

Cuando entre 1999 y 2006 Garcia-Planas visitó los campos de batalla de viejas guerras que habían sido contadas por viejos reporteros que, como él hoy, escribieron en La Vanguardia, ya le acompañaba esa obsesión por las palabras. Buscó las huellas de José Boada y Romeu, Gaziel, Enrique Domínguez Rodiño, Francisco Carrasco de la Rubia, Javier María de Padilla y Tomás Alcoverro en las crónicas que ellos escribieron y en los escenarios que pisaron. De este modo, el corresponsal de guerras vivas se convirtió, en sus propias palabras, en corresponsal de guerras muertas y escribió una serie de reportajes, publicados primero en su periódico y más tarde recogidos en el libro La revancha del reportero. Uno de aquellos textos está dedicado a Dachau, adonde llega siguiendo a Carlos Sentís que fue, en mayo de 1945, uno de los primeros periodistas en entrar en un campo de concentración nazi liberado. Garcia-Planas cuenta las palabras –veintiséis– con las que Sentís arrancó su crónica. Éstas:

“Dante no vio nada y por eso pudo escribir sus patéticas páginas del infierno. Yo sí he visto Dachau y quizá por eso no sepa escribirlo”.


Garcia-Planas apostilla:

“¿Qué palabras escoger donde Dios calló?
No era fácil, pero había que encontrarlas, porque –entre tantas cosas– para eso nos pagan a los reporteros. Había que torturarse por cada palabra allí donde los nazis hallaron las suyas sin dolerse demasiado. Los nazis, por ejemplo, encontraron fácilmente una para denominar a los eslavos: Untermenschen, los que están en un grado inferior de desarrollo que las personas. Y hallaron tranquilamente otra para los gitanos y los judíos, Lebensunwert, y eso significaba que no eran dignos de vivir.
Las palabras existían, estaban dentro del campo, y el periodista sólo tenía que cruzar el umbral para recogerlas”.

Garcia-Planas insiste en que “para un reportero de guerra, la búsqueda de las palabras está del todo embedded –incrustrada– al dolor mismo del viaje”. Ese dolor busca la compañía solidaria de quienes lo conocieron y lo escribieron antes. La compañía de los maestros, en las trincheras.



Plàcid Garcia-Planas, procurando la compañía de Gaziel:

La guerra ajardinada
(La Vanguardia, 29 de noviembre de 2006).

"Beaucoup de bla, bla, bla"
(La Vanguardia, 30 de noviembre de 2006).

El balcón que voló por los aires
(La Vanguardia, 1 de diciembre de 2006).

El espectáculo que les propongo
(La Vanguardia, 3 de diciembre de 2006).

Una luz en la oscuridad
(La Vanguardia, 4 de diciembre de 2006).