El corro



Eduardo Dato (1919)
Eduardo Dato y los hongos periodísticos de invierno


Periodistas  y políticos fueron perdiendo sus bárbaras costumbres decimonónicas y en 1915 El Liberal podía celebrar que, por fin, unos y otros consentían en rozarse: «El cambio de los tiempos y el cultivo intensivo de la urbanidad han suavizado las relaciones entre partidos y entidades, que antaño no trocaban siquiera los saludos, y Dios sabe que esa transformación nos parece un grato y saludable progreso». Aun así al periódico no se le escapaban las nefastas consecuencias que estaba desencadenando la sagaz maniobra de los políticos al inventar el «corro» (es decir, la rueda de prensa) y la mansedumbre con la que los periodistas se habían dejado llevar al redil:

«Es nuevo el procedimiento, o a lo menos data de poquísimos años. Antes, los periodistas, célebres algunos, que no se llamaban informadores ni reporters, y sí tan sólo noticieros políticos, buscaban y tomaban las noticias de interés no en los labios sonrientes, sino contra el ceño adusto y el propósito hermético de los gobernantes. Pero el malogrado Canalejas introdujo una práctica distinta. A título de periodista militante, adoptó el sistema de congregar en ronda a sus queridísimos compañeros. Y así, en tono familiar, y hasta confidencial en algunas ocasiones, iba enterándoles no de lo que buscaban ellos, pero sí de lo que a él, en cada momento gubernamental, le convenía.
Harto se le alcanzaba que uno solo, inteligente y sagaz, si se empeñaba en sacarle las verdades del cuerpo, acabaría por pescar alguna. Y, para evitarlo, los reunía en colectividad, seguro de que así aceptarían y llevarían al periódico cuanto les refiriese o predicase, no ya con peligro, antes con ventaja, para los fines de gobierno.
El señor conde de Romanones le imitó, como aprovechado alumno. Pero el actual presidente del Consejo ha dado quince y raya al llorado muerto y al ilustre vivo».

Eduardo Dato (1917)
Dato y los canotiers periodísticos de verano

El presidente que daba quince y raya a sus inmediatos predecesores era Eduardo Dato, quien ganó la fama de hombre amable, cordial, simpatiquísimo, siempre dispuesto a atender a los periodistas. Para El Liberal aquellas deferencias disfrazaban un eficaz sistema de propaganda, en virtud del cual se hacían innecesarios hasta los servicios prestados por un veterano «pregonero ministerial» como La Época:

«Por obra de su habilidad, de su cortesía, de su arte, nos hemos vuelto ministeriales todos los periódicos madrileños. Y también muchísimos de provincias, cuyos corresponsales en Madrid se hallan tan sugestionados como los demás por su blando e incontrastable influjo.
Para rectificar una noticia, inexacta o verdadera; para desengañar o engañar a alguien; para exponer el juicio, no siempre firme, que cada día desea poner en circulación, y para apaciguar a las gentes, unas veces halagándolas y otras insinuándoles lo que podrían decir o hacer, aunque hayan dicho o hecho lo contrario, lo mismo le sirven de bocina los adictos que los adversarios, los liberales y los republicanos que los independientes y los conservadores. A los unos y los otros les da con llana afabilidad el Sr. Dato su conferencia cuotidiana, y encantados los oyentes recogen solícitos sus palabras, y por la tarde o a la mañana siguiente las insertan al pie de la letra en sus periódicos respectivos.
En el propio diario que le combate o le censura, el jefe del Gobierno se defiende y se desquita con creces antes de las veinticuatro horas. Y hasta suele acontecer que lo escrito en las secciones editoriales aparezca desautorizado por el Sr. Dato en las informaciones políticas del mismo número.
La Prensa entera, salvo unos pocos estimados colegas que no mandan redactores a la Presidencia, se halla automáticamente a su servicio.
Y, como ya queda dicho, maldita la falta que le haría La Época, si el antiguo y acreditado periódico no le ayudara, por su autoridad en el extranjero, a colocar fuera de casa lo que aquí gratuita y gustosamente le admitimos todos».

El Liberal se hacía el propósito de oponer cierta resistencia a la política del «silencio general obligatorio» que pretendía imponer Dato:

«No pensamos allanarnos es a la teoría complementaria del Sr. Dato, según la cual no debe haber ni hay más noticias, informes y juicios que los suyos, y son falsos, calumniosos (y, naturalmente, antipatrióticos) los que vienen por distinto conducto.
Insistiremos en publicar los nuestros, si tienen regular garantía, y en apreciar según nuestro leal saber y entender cuantas cuestiones interesen a España. Todo se reducirá a que nos agenciemos un paraguas mayor que los ordinarios contra los chaparrones de adjetivos».

Pero, al fin y al cabo, el periódico sabía que no podía quejarse demasiado puesto que había «incurrido en la torpeza» de aceptar el sistema del «corro»: «Y así continuaremos, reservándonos el derecho de creer o no creer lo que el presidente diga desde nuestras columnas». ¿Y los lectores? Que ellos se las compongan como mejor puedan: «El público distinguirá de colores en medio de esta amable confusión que poco a poco se ha creado en la Prensa». 

Después de los meandros, el artículo desembocaba en la evidencia incontestable de que no había escapatoria: nada «será óbice para que prosigamos, muy gustosos y muy agradecidos, acogiendo la importante colaboración del Sr. Dato en estas humildes columnas». Aquella «extraña codependencia» de políticos y periodistas que ahora descubren con escándalo algunos es exactamente la misma de la que hablaba El Liberal en 1915, demostrando conocer mejor los resortes del marketing, la comunicación política y el periodismo que sus colegas de un siglo después.

Eduardo Dato (1917)
Eduardo Dato comprando los periódicos que ha dictado unas horas antes
 

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