Willi Münzenberg fue, según el retrato que de él hizo
Stephen Koch, el gran factótum de la propaganda soviética en Europa en el
periodo de entreguerras. Puso su imaginación al servicio del Komitern, el
organismo que aspiraba a expandir la influencia del marxismo-leninismo por todo
el mundo. Y su imaginación fue prodigiosa: inventó la operación secreta de
propaganda y movilizó al servicio de sus intereses a simpatizantes que
ignoraban que sus conciencias estaban siendo manipuladas. Münzenberg comprendió
que la propaganda más efectiva no era la de cuño manifiestamente bolchevique,
sino la que afectos a la izquierda no comunista podrían realizar. Resultaba indispensable
que ofreciesen una imagen pública de independencia; es más, ellos mismos debían
creerse independientes. Escritores, periodistas, actores, dramaturgos, profesores,
en definitiva, líderes culturales y creadores de opinión, se convirtieron en marionetas
movidas por los hilos que manejaba una intrincada red de agentes de Stalin
comandada por Münzenberg. Él llamaba a aquellos intelectuales, con evidente
desprecio, “los clubes de inocentes”.
Inmediatamente después del fin de la Segunda Guerra
Mundial, los Estados Unidos consideraron una prioridad absoluta erosionar la
seducción que el marxismo y el comunismo ejercían sobre las elites ilustradas
europeas. Se puso en marcha entonces un ambicioso programa de propaganda
cultural financiado, en un primer momento, con los fondos reservados del Plan
Marshall y luego, a partir de 1947, por la Agencia Central de Inteligencia, la
CIA. Debate acaba de reeditar el libro que la periodista británica Frances
Stonor Saunders dedicó a aquella operación. La CIA y la guerra fría cultural –cuya primera edición en inglés se publicó en
1999 y su traducción al castellano, en 2001– detalla el empeño de los servicios
secretos norteamericanos por demoler el éxito que habían alcanzado las campañas
de Münzenberg. Recurrieron exactamente a la misma estrategia y a las mismas
armas que el espía soviético había empleado pocos años antes.
En efecto, el mismísimo Münzenberg no habría puesto
reparos a la definición de propaganda que figura en un documento de los
archivos del gobierno estadounidense fechado en 1950 y exhumado por Stonor
Saunders: “Todo esfuerzo o movimiento organizado empleado por una nación,
excepto el combate, que comunica ideas e información con el propósito de
influir en las opiniones, actitudes, emociones y comportamiento de grupos extranjeros,
de manera que apoyen la consecución de los objetivos nacionales”. Se entendía que
la propaganda más efectiva era aquella en la que “el sujeto se mueve en la
dirección que uno quiere por razones que piensa que son propias”. Teniendo en
cuenta estos presupuestos, cabe deducir que la esperanza real que los Estados
Unidos depositaron en iniciativas propagandísticas como la emisora de difusión mundial La Voz de América –creada en 1942 como réplica
a la soviética Radio Moscú– era
insignificante. La táctica sería otra: urdir campañas de persuasión
encubiertas; la “voz” de América solo podría adquirir influencia si se
confundía con la que elevaban públicamente los intelectuales europeos y su
timbre no debía parecer impostado, era preciso que sonase como la expresión espontánea
de sus opiniones.
El Congreso por la Libertad Cultural, organizado por el
agente de la CIA Michael Josselson entre 1950 y 1967, fue el acto central de la
inmensa operación de propaganda secreta desplegada en Europa. Decenas de
millones de dólares fueron destinados a financiar ediciones de libros y revistas
culturales –Der Monat,
Preuves y Encounter–, a organizar
conferencias y exposiciones. Las grandes fundaciones norteamericanas –Ford,
Rockefeller– colaboraron en la campaña, también museos como el MoMA, que
promocionó el expresionismo abstracto como contestación al realismo socialista.
Algunos intelectuales ni siquiera fueron conscientes de ser utilizados,
cooperaron con total ingenuidad; otros, a sabiendas. En cualquier caso, la nómina
de los reclutados es larga e incluye, entre otros, los nombres de Arthur
Koestler, George Orwell, André Gide, Bertrand Russell, T. S. Elliot, Isaiah
Berlin, Raymond Aron, Jacques Maritain, André Malraux o Igor Stravinsky. Y al contrario, ciertos
autores –algunos ya censurados en su día por los nazis– fueron expurgados de
las listas de libros que el Departamento de Estado enviaba a bibliotecas
europeas: así, por ejemplo, Thomas Mann, Herman Melville, Sigmund Freud, John
Reed o Henry David Thoreau.
Entre 1966 y 1967, la revista Ramparts y The New York Times
publicaron amplios reportajes de investigación sobre los programas culturales
clandestinos de la CIA. La Agencia había hecho todo lo posible para impedir que
saliesen a la luz aquellas revelaciones que atentaban contra el secretismo que
necesitaba su programa. En poco tiempo, tuvo que ser desmantelado.
La exhaustiva investigación llevada a cabo por Frances
Stonor Saunders permite a la autora componer una prolija y elocuente
descripción de los métodos empleados por la CIA; su potente capacidad narrativa
invita al lector a reflexionar sobre los efectos que tuvo aquella política
intervencionista: “¿Distorsionó la ayuda económica el proceso según el cual se
manifestaron los intelectuales y sus ideas? ¿Acaso las reputaciones de los
intelectuales salieron consolidadas o robustecidas al pertenecer al consorcio
cultural de la CIA?”.
La copiosa documentación que ofrece la obra revela las
colosales proporciones que tuvo la verdadera batalla que se libraba en aquellos
años de la Guerra Fría, en aquel mundo que, según la metáfora que encontró el
historiador Pierre Miquel para describir el maniqueísmo imperante, era un
“mundo en blanco y negro”. La Guerra Fría fue, quizás antes nada, una guerra
propagandística. El presidente Dwight
D. Eisenhower lo explicó ahorrándose eufemismos: “Nuestro
objetivo en la guerra fría no es conquistar o someter por la fuerza un
territorio. Nuestro objetivo es más sutil, más penetrante, más completo. Estamos
intentado, por medios pacíficos, que el mundo crea la verdad. La verdad es que
los americanos queremos un mundo en paz, un mundo en el que todas las personas
tengan oportunidad del máximo desarrollo individual. A los medios que vamos a
emplear para extender esta verdad se les suele llamar ‘guerra psicológica’. No
se asusten del término porque sea una palabra de cinco sílabas. La ‘guerra
psicológica’ es la lucha por ganar las mentes y las voluntades de los hombres”.
John F. Kennedy lo corroboró: “El enemigo es el sistema comunista en sí:
implacable, insaciable, infatigable en su pugna por dominar el mundo. Esta no
es solo una lucha por la supremacía armamentística, también es un lucha por la
supremacía entre dos ideologías opuestas: la libertad bajo un Dios y una
tiranía atea”.
Una lectura paralela de La CIA y la guerra fría cultural de Frances Stonor Saunders y de El fin de la inocencia. Willi Münzenberg y
la seducción de los intelectuales de Stephen Koch evidencia la naturaleza
esencialmente totalitaria de la propaganda. Cualquiera que sea su signo
político, sus armas y tácticas están siempre al servicio de la filosofía que
predica que el fin justifica los medios. Según Stephen Koch, es muy posible que
Willi Münzenberg creyese honestamente que mentía en aras de la verdad que para
él representaba la revolución soviética; según Frances Stonor Saunders, la CIA practicó
una política intervencionista que alteró la libre circulación de ideas. ¿Conspiró
en nombre de la libertad? No, concluye, en aras del imperio; y el imperio es el
otro nombre de la verdad americana de la que hablaba Eisenhower.
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