La ciudad es una escenografía acicalada que escoba debajo
de la alfombra las pelusas de las ciudades vencidas y fumiga la memoria de sus
víctimas. Bien aseadita y muy recompuesta, se exhibe. Su vanidad procura la
exclamación admirativa, nos quiere subyugados por el orden triunfante,
cómplices de las violencias que lo tallaron. Pero el orden es un trampantojo;
el equilibrio y la simetría, añagazas que, todo lo más, consiguen encandilarnos
un instante. El objeto de nuestro amor perseverante es la huella furtiva de la
disonancia, la reminiscencia secreta de la disimetría que buscamos en los
lugares que nunca merecerán una placa de los munícipes. La ciudad propone un
orden a nuestra admiración, pero es el desquiciado desorden que se empeña en ocultar
lo que amamos. La ciudad dicta una ruta, pero nuestros pasos se escapan por las
derrotas que devuelven a su lugar las insumisas figuras dislocadas.
[El disloque quevedesco, el disloque goyesco y el disloque larriano, en el número 4 de Jot Down].
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