El periodismo adora el suceso insólito, la solución imprevista, el percance desacostumbrado. Y el periodismo detesta lo mismo, la contingencia inopinada, el evento insospechado, la espontaneidad descontrolada. Es una cuestión de medida. Propasada la dosis tolerable de novedad, la crónica se desconcierta y no sabe disimularlo. Así que mejor ni intentarlo, debió de pensar Juan G. Olmedilla en 1930 cuando la Academia Sueca salió por peteneras y, en lugar de regalar el Nobel de literatura a un añoso escritor europeo, se lo dio a un joven reportero estadounidense. Era el primer yanqui que recibía el galardón, lo hacía a una edad todavía no apergaminada, los cuarenta y cinco, se llamaba Sinclair Lewis y su nombre cruzaba por primera vez el Atlántico para auparse a los titulares atónitos de las gacetillas. La que escribió Olmedilla ni escondía la sorpresa general, ni disfrazaba su ignorancia personal. Podría servir de inspiración para los colegas que este jueves, por un casual, en lugar de escribir sobre Murakami, Adonis, Oates, Roth o Kundera, tengan que hacerlo sobre la videncia chasqueada de la sibila después de explorar los vericuetos enciclopédicos de Google.
«¿Se
otorga, en realidad, el Premio Nobel a los escritores universalmente conocidos,
o es más bien este reclamo estupendo –digno de haberlo fraguado un editor
yanqui– el que hace de golpe y porrazo universalmente famoso a un buen escritor
cualquiera? El caso es que, anualmente, con los primeros fríos del invierno, se
expande desde Estocolmo un telegrama circular: “Ha sido concedido el Premio
Nobel de Literatura al escritor X, de nacionalidad Z…”, y millares y millares
de periodistas, en todos los países –incluso a veces en la nación favorecida–,
se inclinan afanosos sobre las enciclopedias para acarrear apresurados algunos
datos, si los hay, sobre el novelista o el poeta a quien luego llamarán, en la
inmediata edición del diario, “el escritor universalmente conocido”. Millones y
millones de lectores de periódicos duermen aquella noche poco más o menos como
la anterior, pero enriquecido el caudal de sus convicciones con una nueva
verdad indiscutible: “El escritor X, de nacionalidad Z, es uno de los más
grandes genios de la literatura universal contemporánea”. No descansan ni tan
pronto, ni tan seguros de que el tal genio recién revelado exista, los
reporteros gráficos de la Prensa mundial, que suelen tardar de dos días a dos
semanas –según la nueva gloria habite en uno o en otro Continente– en poder
brindar a su clientela el retrato del hombre celebérrimo. Y quien ya no cogerá
el sueño tranquilo en mucho tiempo –hasta que cualquier libro del nuevo “Premio
Nobel” hay sido traducido a su lengua vernácula y puesto a la venta en las
librerías– será el snob literatizado
y literatizante, que no se aviene al sencillo estado de ignorancia, y mucho
menos a la difícil atrición de confesar que se ignora…
Como
habrán imaginado ya ustedes, mis cultos lectores, todo este preámbulo está
concebido para poder confesarles, con cierta jactancia, que hasta llegar a
España en estos días la noticia de que el novelista norteamericano Sinclair Lewis había obtenido aquel galardón
del año en curso, yo –periodista– desconocía por completo su obra. Pero… Una de
las misiones primordiales del periodista es ilustrar al público de lo que él
mismo ignora. Y por esta razón voy yo ahora mismo a deciros quién es Sinclair
Lewis».
Juan
G. Olmedilla
«Signo
de los tiempos.
El Premio Nobel de Literatura es otorgado a un reportero yanqui.
¿Conoce usted a Sinclair Lewis?»
El Premio Nobel de Literatura es otorgado a un reportero yanqui.
¿Conoce usted a Sinclair Lewis?»
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