Érase una vez un editor, un semanario y su redacción. El cuento es de Baroja y seguía tal que así:
«Por entonces
Jaime encontró en la calle a un tipo conocido por él en Nueva York, hombre
acusado de malversador en una ciudad cubana donde tuvo un empleo. […]
Se
llamaba Jacinto Palacio del Campo. Consideraba su nombre y sus apellidos lo más
bonito que se podía encontrar en España.
–El Jacinto,
la flor –decía seriamente–; el palacio, la obra maestra de la arquitectura, y
el campo, la Naturaleza, la poesía. ¿Qué puede haber más sublime?
Don
Jacinto Palacio del Campo quería vengarse. Le inquietaba y le desazonaba la
acusación de malversador que caía sobre su bello nombre botánico,
arquitectónico y poético. […]
El
hombre con dinero, quizá de su malversación, quería emplear por lo menos quince
o veinte mil duros en publicar un periódico, un semanario, para revindicase y
justificarse ante España. […]
Se
hicieron proyectos y presupuestos para el semanario, se eligió el formato y se
tomó un entresuelo en la calle de Jacometrezo para redacción y administración.
La
casa alquilada era de lo más clásico madrileño. Se entraba en ella por un portal
estrecho y negro como un pasillo, terminado en un patio húmero y sombrío. Del
corredor partía una escalera oscura, con escalones desgastados de madera y un
barandado sin pintar.
La
redacción y la administración se hallaban en el entresuelo, instaladas en unos
cuartos pequeños, sin luz, con los papeles ajados, llenos de manchas
grasientas. Había habido allí antes una casa de huéspedes barata.
La
cocina, medio ruinosa, con una ventana al patio, los cristales turbios, tenía
un retrete atrancado y fétido. El grifo de una fuente, con un fregadero roto,
goteaba y dejaba el suelo siempre húmedo.
En los
pisos de arriba había una casa de citas, un taller de peinar señoras y una
consulta de médico. En el balcón de la peinadora aparecía una cabeza de cartón,
de mujer, y en la consulta un letrero saliente, como si fuera la enseña de
todo el sórdido edificio. El letrero decía, con letras grandes: “Enfermedades
secretas”».
El
cuadro es del tipo que, dice el público, gustan a la autora de este blog: de un casticismo inofensivo
y pluscuamperfecto. Porque entre los señores de los veinte mil duros ya no se estilan los nombres grotescos. Usan apellidos distinguidos, anodinos o amables, pero en ningún caso se prestan a chufla. Nadie diría, desde luego, que son malversadores. Y sus redacciones, en fregados polígonos
industriales o en aseadas calles de abolengo periodístico, no apestan
a mierda, ni cobijan morbos venéreos. La estampa barojiana –puro costumbrismo, mohoso e insufrible– no tiene nada que ver, por supuesto, con un
semanario de ahora.
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