La prensa había encontrado, por fin, al público; es más: decía saber perfectamente quién era y dónde topárselo. Lástima que no podamos poner nombre y apellidos al redactor anónimo, de agudísima perspicacia sociológica y superlativa inteligencia periodística, que lo explicó en las páginas de la revista Estampa, aprovechando el trivial encargo de poner unas pocas letras al reportaje fotográfico del último domingo de fútbol. El titular del escueto texto era:
Y decía:
«¿Quién es el público y dónde se le encuentra? –se preguntaba Larra–. En este siglo el público, la gran masa que puede aspirar a ostentar con más títulos la representación de esa cosa abstracta llamado público, lo constituyen, sobre todo, los aficionados del fútbol. En ninguna otra parte se le encentra en tan gran número como en los estadios presenciando las luchas a que da lugar, entre veintidós hombres, la posesión de una vejiga de goma y cuero. Nosotros diríamos que el público de fútbol es el público por antonomasia. En torno a los cuadriláteros del juego balompédico pueden apreciarse, en efecto, todas las tonalidades y todos los matices de la extraña psicología de las multitudes. El público de fútbol es ferozmente apasionado y, al mismo tiempo, incalculablemente tornadizo. Eleva ídolos y se complace luego en derribarlos. De un entusiasmo delirante pasa con facilidad a una desesperación y a un pesimismo exagerados. El fútbol, que empezó siendo un pasatiempo de señoritos, es ya una pasión de muchedumbres. A los equipos se les dan representaciones y significaciones simbólicas insospechadas. La “afición” la constituyen millares y millares de personas –nunca con más razón empleado el lugar común– pertenecientes a todas las clases sociales. Y cada uno ve, en el equipo de sus simpatías (porque es el de su pueblo, porque es el de su barrio, o sepa Dios por qué) una representación de su propia personalidad. Raramente ecuánime, el público exterioriza su entusiasmo, o su decepción, o su cólera, sin el menor recato».
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