Ministerio de Propaganda





El artículo incluía esta suposición retórica: «Ahora cada vez es más evidente que cuando Goebbels se suicidó algunas personas muy inteligentes se preguntaron si no era posible aplicar las mismas técnicas en tiempo de paz». A la literalidad de la frase cabe hacerle una corrección: ya antes de la muerte de Goebbels una inteligencia política creyó posible valerse de las lecciones del genio de la propaganda nazi. Hay constancia documental, rescatada de los archivos por el profesor Juan Francisco Fuentes. En marzo de 1933, Luis Araquistáin, embajador de la República en Berlín, trasladaba al ministro de Estado, Luis de Zulueta, esta propuesta:

«El Gobierno alemán acaba de crear el nuevo Ministerio de Propaganda e Ilustración del Pueblo. […] La importancia de este departamento para la obra de consolidar un nuevo régimen –y de ahí su ejemplaridad como método para la República española– no necesita ser encarecida. Sin pretender aconsejar una imitación servil de este organismo ni siquiera darle el rango de Ministerio, como ha hecho el Gobierno alemán, es evidente que la creación en España de una Subsecretaría o por lo menos de una Dirección General que reuniese y coordinase los servicios de información y propaganda ahora dispersos en distintos departamentos, con daño de su economía y de su eficacia, contribuiría poderosamente a la divulgación, dentro y fuera del país, de la obra republicana y a la consolidación definitiva del régimen. En tal idea se inspira el proyecto, que me permito sugerir a V., de estudiar con todo detalle el Ministerio de Propaganda alemán con objeto de recoger de él, si el Gobierno de la República se decidiese a constituir un órgano semejante, cuanto sea provechoso y adaptable a nuestros medios y a nuestra psicología».

Araquistáin terminaba proponiendo que Eugenio Xammar, en aquella fecha corresponsal en Alemania del diario Ahora, fuese el encargado del estudio del funcionamiento del Ministerio de Goebbels. El proyecto, que al parecer llegó a tener la aprobación de Azaña, nunca se llevó a cabo, entre otros motivos, porque Araquistáin abandonó Berlín en mayo de 1933 para regresar a España. Aquella estancia en Alemania había permitido al socialista asistir al embate del nazismo y a la destrucción de la democracia burguesa que sirvió de modelo en 1931 a la República española. Según Juan Francisco Fuentes, biógrafo de Araquistáin y de Largo Caballero, el final de la República de Weimar resulta fundamental para explicar la radicalización de aquel sector del Partido Socialista que, dispuesto a no reincidir en los errores de su camaradas alemanes, pasó a tachar de ingenua la confianza en la capacidad de los regímenes parlamentarios para conjurar el fascismo y a defender la lucha revolucionaria.

Resulta tan revelador como inquietante que Araquistáin propusiese a la República adoptar como modelo la política propagandística del enemigo: revelador, porque deja en evidencia una vez más que las estrategias de la propaganda, en unas u otras manos, son invariablemente las mismas y siempre, sea cual sea su éxito, tienen vocación totalitaria; inquietante, porque aceptar lecciones de Goebbels equivale a admitir que el fin justifica los medios («Hágase el milagro, y hágalo el diablo», sentenció Araquistáin en alguna ocasión). Por los mismos motivos, los periodistas de la Congregatio de Propaganda Fide no resultan ni simpáticos ni inocuos, son repulsivos y temibles. Reclamarles que su lenguaje suene un poco distinto al de los políticos se antoja inútil (la propaganda es incesante, no conoce tiempo de paz), además de flojo y no muy distinto a la orden que la censura franquista de los años cuarenta hizo llegar a la prensa tras advertir la uniformidad monótona que exudaba. Entonces, la Delegación Nacional de Prensa comenzó a pedir que las notas encomiásticas de los asuntos que señalaba no permitiesen advertir que estaban redactadas a partir de consignas. «Había que escribir al dictado pero aparentando que se era espontáneo, que lo escrito le salía al periodista del corazón», recordó Miguel Delibes. Sí, afectar convicción y espontaneidad en la repetición de las consignas es una de las genuinas estrategias de la propaganda, tan confundida hoy como siempre con el periodismo.


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