«I. No
pierdas nunca de vista la ley sobre difamación.
II. Procura
disminuir, en vez de exagerar, la importancia de los hechos.
III. Sé
vivaz y despierto; rechaza lo que puede ser sensacional; evita las palabras
soeces y las frases brutales, así como los detalles innecesarios de naturaleza
delicada.
IV. Tus
títulos, que sean absolutamente imparciales.
V. Las
noticias no deben dejar traslucir el color político del diario. Los hechos han
de exponerse tal como son y no como querríamos que fuesen.
VI. Has
de ser escrupulosamente objetivo y justo respecto a tus adversarios políticos.
VII. El
gran deber de un reporter es la verdad.
El gran deber de un redactor jefe es la prudencia. El gran deber de un
periódico es poseer carácter, y esto depende de su verdad y de su prudencia.
VIII. Sé
generoso en el elogio, cortés y mesurado en la censura. Acuérdate de que es
necesario ganar amigos a tu periódico, en vez de granjearle enemistades.
IX. Cuida
de escribir exactamente todo apellido. Nada hay que moleste tanto la vanidad
humana como ver un apellido con mala ortografía, porque ello demuestra la poca
importancia del personaje o que es poco conocido.
X. No
te fíes de los se dice. Pesa las
referencias y revisa lo que escribes. Revísalo todo y revisa siempre. Jamás des
a las cajas ni una línea que no hayas revisado».
Este
era el decálogo que traía debajo del brazo un periodista británico, a
principios del siglo XX, al descender del Sinaí de las rotativas. Sus colegas
españoles recibieron entusiasmados los preceptos de las tablas de la ley. Sólo
uno se atrevió a objetar y expuso un pequeño, minúsculo reparo: «Si estos mandamientos
fuesen estrictamente observados, no se publicarían en el mundo arriba de diez
periódicos». Aquel sujeto era, sin duda, un gentil, un pagano, un escéptico. No
merece ser tomado en cuenta. Fijémonos en un periodista como dios manda, aquel
que observaba con celo el décimo mandamiento y del que hablaba en 1950 el diario compostelano La Noche:
«El
jefe de redacción de un diario parisino advirtió a sus redactores que no
publicaría sino las noticias avaladas por una prueba formal y, si tuvieran
dudas acerca de cualquier suceso, que lo escribieran siempre sin afirmarlo
rotundamente, a base de frases como parece
que…, se dice…, según rumores, etc. Al día siguiente, un redactor,
magnífico intérprete de tales indicaciones, entregó a su jefe la siguiente
información: “Se murmura que ayer fue ofrecida una cena a ciertas
personalidades que dicen ser de buena sociedad. Se cree que una cierta señora
Bidault fue la organizadora del ágape. Pretende ser esposa del señor Georges
Bidault, quien se cree que es jefe del Gobierno de Francia”».
Hasta
el más devoto creyente estará ahora de acuerdo: cumplir los mandamientos hace
la profesión impracticable. Los periodistas empeñados en perseverar en el
ejercicio profesional deberían dotarse entonces de una nueva legislación que
dejase algún margen, un resquicio siquiera, para el posibilismo. Podría
servirles de modelo el decálogo de otros gremios, por ejemplo, el de los
toreros, que en la versión que publicó la revista La Lidia en 1885 reza así:
«I. Querer
toros, tener afición y ser valiente.
II. No
huirse en el terreno, una vez dentro de él.
III.
Tener vergüenza torera y lidiar en regla.
IV.
Honrar el arte, evitando chapucerías y demostrando voluntad de agradar.
V. No
matar arrancando cuando se pueda esperar, ni a paso de banderillas cuando deba
darse a volapié.
VI. No
aburrir al público con más pases que los indispensables, ni con estocadas
cortas por no meterse.
VII.
No quitar las suertes al que las haya empezado, ni dejar por desidia o abandono
de ejecutar cuantas a ley sean posibles.
VIII.
No hacer ver lo que no hay, ni aparentar lo que no es.
IX. No
convertir la emulación en envidia de aplausos ajenos.
X. Olvidarse
de sí mismo, por complacer a quien paga.
Cuyos diez mandamientos se resumen en dos: ser bravo y tener vergüenza, y estudiar
para agradar».
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