El aliento épico de una falsificación



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En abril del año pasado el Laboratorio Rivas Cherif de investigación teatral puso en escena durante unos pocos días una adaptación de El laberinto mágico. Como no podía ser de otra forma, el montaje estaba obligado a condensar los seis volúmenes de Max Aub en unas pocas escenas. Una de ellas se correspondía con el primer capítulo de Campo de sangre, aquel en que el juez José Rivadavia y el médico Julián Templado acaban de presenciar el fusilamiento de tres hombres en el castillo de Montjuïc. «Un fusilamiento es algo muy desagradable; tres, todavía se pueden aguantar»: Max Aub introduce así al lector en la conversación entre ambos personajes. El montaje teatral prescindía de la frase o de cualquier otro recurso escénico que provocase nada más comenzar, a bocajarro, un malestar similar. La estrategia se repetía una y otra vez. Bien fuese por los pasajes seleccionados o por el tratamiento que recibían, en muy pocos momentos la obra conseguía transmitir al espectador esa hiriente sensación de fatiga, agobio y angustia que acompaña al lector de los libros.  

Aquella representación, un ensayo abierto al público, que al parecer aplaudió el resultado al concluir la función en unas encuestas escritas, ha pasado a formar parte de la programación regular del Centro Dramático Nacional y se puede ver estos días en el Teatro Valle-Inclán. De hacer caso a las declaraciones de Ernesto Caballero, su director, el montaje no ha cambiado sustancialmente: “No queríamos en absoluto hacer una suerte de escenas yuxtapuestas, sino lograr una coherencia interna, que le otorgase el carácter de odisea de la Guerra Civil, el aliento épico que el propio Max Aub quiso proporcionar a sus seis novelas”. También en su día Antonio Muñoz Molina defendió que las obras estaban “llena[s] de empuje épico y de melancolía”.

Es muy fácil provocar la emoción del espectador a través la épica y la melancolía, pero ellas solo se encuentran en la versión, peor que edulcorada, falsificada del original. La epopeya requiere héroes y, como sostuvo Octavio Paz, «la tragedia de Max Aub no tiene héroes». Lo dijo a propósito de San Juan, pero sirve también para El laberinto mágico, donde cualquier atisbo épico queda nublado de inmediato, porque los personajes tienen sombras y viven y mueren en lo oscuro que todo lo tizna. Por eso mismo, no hay melancolía. Toda la obra de Max Aub, absolutamente toda, está exenta de ese sentimiento blando y dócil. En los Campos hay dolor, angustia, el aullido de las blasfemias, la impotencia de saber cumplido un designio que no era ineluctable, traición; no comparecen unos y otros, porque todos son unos, los mismos, renegridos y sucios, entrematándose; está la vida en vilo y los personajes desaparecen para reaparecer en otro libro del ciclo, o no, nunca hay certeza; está la muerte que llega de repente, sin anunciarse, con una frase seca, sin epílogo; todo está dislocado, descoyuntado, desquiciado, también la estructura de la narración. Siendo así, la decisión formal de evitar «una suerte de escenas yuxtapuestas», de procurar al relato una «coherencia interna», debió ser el paso imprescindible para burlar a Max Aub y hacer de él un escritor templado de panfletos épicos y suavemente melancólicos. Un laberinto ordenado y coherente no es un laberinto. Los responsables sabrán cuál era la necesidad, más cuando Aub no precisa mediadores ni adaptaciones, porque es el dramaturgo de, entre otras, la tragedia San Juan, que llegó al María Guerrero en 1998 en un espectacular e inolvidable montaje, o De algún tiempo a esta parte, que solo requirió a una actriz formidable como Carmen Conesa en la puesta en escena que, a principios de este mismo año, se pudo ver en la Sala Margarita Xirgu del Teatro Español.

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