Los azorines tienen la culpa





Se ha repetido un millón de veces hasta convertirse en un perfecto tópico: a Larra no lo entendieron sus contemporáneos. Desde luego, siempre hay despistados, obtusos, borricos, y no iban a faltar entonces. Pero descontados esos casos irremediables, es muy posible que aquel vulgar y desgastadísimo tópico no contenga ni una pizca de la verdad que se da por supuesta y documentada desde Azorín. Mientras preparaba su ensayo sobre el periodista, se le ocurrió pasarse por la Biblioteca Nacional para consultar la prensa de los días siguientes al suicidio de Fígaro. La idea se reveló magnífica. Un capítulo del libro se escribió solo: bastaba con reproducir algunas frases de lo que habían dicho los periódicos y añadir unas apostillas sulfuradas. Porque los papeles de 1837 –«todos son iguales: todos son áridos, secos, grises»– consiguieron escandalizarlo de una forma inimaginable. Para empezar, aquel extraño concepto que tenían de la actualidad periodística: podían tardar dos, tres, cuatro días en dar la noticia de la muerte de Fígaro, o simplemente ignorarla. ¿Y El Español, el periódico en donde Larra había publicado unas pocas semanas antes «El día de difuntos de 1836»?

«Veamos. El Español del 14 no dice nada. No lo esperábamos tampoco. Vayamos al número del 15. Primera plana, nada. Segunda plana, tampoco nada. Tercera plana, igualmente nada. Pues cuarta plana; en la cuarta plana un título que llama nuestra atención: Necrología. Sí, esto debe de ser. Comencemos a leer… No, no es la necrología de Larra. Se trata del director del periódico, don Juan Esteban de Izaga, que se ha muerto estos días. El Español dedica a su memoria un artículo. Y luego, a seguida, en lo último del periódico, viene una noticia de catorce líneas, sin título, que dice: “No es única la desgracia que acabamos de lamentar. Anteanoche ha tenido fin la existencia de otro amigo nuestro, colaborador también de este periódico, don Mariano José de Larra [….]”. Y nada más; a otra cosa. Si te he visto no me acuerdo».

Ese es el tono de los comentarios azorinianos. Como la vara de medir que utilizaba era la de la periodística de su tiempo, se quedó espantado al comprobar que llevaban en la cuarta plana la noticia del suceso y que no derrochaban tinta en ella. El novel ratón de hemeroteca sacó su primera conclusión: 1837 estaba plagado por unos lerdos que no sabían que había expirado una gloria literaria. La impresión empeoró cuando se puso a leer los contados artículos que mereció Larra: todo le parecía poco y lo poco, cicatero con los verdaderos méritos del periodista o desacertado en el juicio. El Eco del Comercio, por ejemplo, al confesar que le resultaba incomprensible lo que había escrito un colega, que Fígaro «se hallaba en medio del vacío», dejaba en bandeja la réplica a Azorín: «Se entiende esto ahora, en 1916, mejor que entonces, en 1837. Sí, señor articulista; ahora lo entendemos».

Pero Azorín, todo fatuo desde la altura de 1916, no transcribe –sólo parafraseaba y mal– lo que seguía diciendo el articulista del Eco del Comercio en respuesta a quienes celebraban al Larra que se burlaba «de cuanto el mundo admira y aplaude» en unos artículos que eran «otros tantos gemidos de desesperación que lanzaba a una sociedad corrompida y estúpida»:

«No comprendo cómo esto pueda mirarse como un elogio. El mundo en general, por corrompido que sea, admira y aplaude la virtud, el mérito, la fidelidad conyugal, el cumplimiento de las promesas y los juramentos, el orden social, el respeto a la paz de las familias y a la propiedad ajena, de cualquiera clase que sea. ¿Y qué podría esperarse de un hombre, que efectivamente se burlase de todo lo que el mundo admira y aplaude? ¿No sería este un individuo peligroso para la sociedad, y más para una sociedad que tratase de establecer un sistema libre? Porque es preciso convencerse de que no puede haber libertad en donde no hay virtudes y costumbres severas, y donde se insulta impunemente la moral pública, pugnando por dar el carácter de virtud a los vicios».

Azorín no cita este párrafo porque no puede, porque él solo sería suficiente para desbaratar su tesis de que a Larra no supieron entenderlo sus coetáneos. Fue al contrario, lo interpretaron perfectamente, entre otras cosas, porque se lo ponía muy fácil: escribía bien clarito para que lo que pillaran hasta los despistados, los obtusos y los borricos. Los de 1837 no necesitaron a los enteradillos de ochenta años después para descifrar a Larra. Sin las muletas críticas del futuro, advirtieron con lúcida exactitud que su individualismo romántico era un peligro para la sociedad tal y como estaba constituida. A Azorín se le escapaba que si Larra fue ninguneado o vapuleado en la hora de invierno de su suicidio fue porque los biempensantes escucharon en el tiro nihilista que se descerrajó en la sien la detonación de un atentado social y porque los peorpensantes decidieron no publicitar la alegría que les causaba que el terrorista se sacase de en medio por su propia mano, la misma con la que había perpetrado antes sus libelos disolventes. 

En 1916 Azorín ya no era el figurín anarquizante que se había inventado para epatar en Madrid. A esas alturas escribía para Torcuato Luca de Tena. Y el «señor articulista de ABC» de 1916 estaba perfectamente de acuerdo con el «señor articulista del Eco del Comercio» de 1837 en algo: no es permisible reírse de lo que el mundo admira y aplaude. Así que para reivindicar a Larra tiene que convencerse antes de que era un escritor grave, que respetaba las prudentes convenciones morales y políticas y que, de ninguna manera y bajo ningún concepto, se burlaba de ellas. Azorín arrebata a Larra a aquellos para los que escribió, a los que lo temieron entonces y después por lo que era, efectivamente, un individuo peligroso para la sociedad. A cambio devuelve, después de desactivarlo, a un tipo inofensivo de prosa circunspecta y clásica, es decir, a una momia, que puede ser leída por la sociedad formalita, corrupta y estúpida de 1916 sin inquietarse.

«Larra, para sus coetáneos, es un hombre raro, incomprensible. No acaban de formase idea de lo que es. Perciben su superioridad, y, sin embargo, hay algo en él que no comprenden», «lo que han hecho es ver su obra a una luz que no es la exacta», concluye Azorín. Es cierto que no fue él quien puso en circulación esta idea, pero sí quien más contribuyó a su nefasta difusión al presentar las pruebas que daba la hemeroteca, tomadas desde entonces como fehacientes y que, sin embargo, había manipulado torticeramente a su conveniencia fundando un descomunal malentendido.

Porque todo estaba bien entendido desde el principio, hasta Mesonero Romanos lo entendió; fueron los azorines y demás embalsamadores quienes vinieron a confundirlo. Fígaro se dejó explicado con absoluta claridad y sus impugnadores, también. Como nuestro tiempo es todavía aquel, las trincheras siguen en el mismo sitio. Basta volver a las líneas del Eco del Comercio, más significativas aún porque fueron publicadas en un periódico que no pertenecía la carcundia ultra, para comprobar cómo los argumentos de los más furibundos refutadores de Larra siguen vigentes ciento ochenta años después: en el sacrosanto nombre de la libertad y la democracia, apelan a los valores y conminan a su respeto. Últimamente su miedo desatado grita a diario –y los chillidos son incluso más histéricos en los papeles que se presentan como los campeones del liberalismo progresista–  en defensa de su mundo: «¡Por muy corrompido que sea, no puede haber libertad en donde no hay virtudes y costumbres severas, y donde se insulta impunemente a la moral pública!». Dios nos asista.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¡qué interesante! ¡Gracias!

Lieschen dijo...

Seguro que no tan interesante como me resultó a mí el descubrimiento, gracias al roteiro rosaliano, de tu blog. ¡Muchas gracias!