Credibility gap


Spiro T. Agnew

Los párrafos que siguen están tomados de El poder de informar (Dopesa, 1973) de Jean-Louis Servan Schreiber. La cita es larga, quizás demasiado, pero he sido incapaz de resistirme:

«Recientemente en Estados Unidos los periodistas se han encontrado en el centro de dos conflictos de una amplitud preocupante: el primero, tradicional, les enfrentaba al gobierno. Lo que es nuevo, es su intensidad; el segundo, más sorprendente y menos abierto, resulta de una crisis de confianza de la opinión pública.

En el primero, la declaración de guerra procedió del vicepresidente Agnew quien, en noviembre de 1969, un año después de su elección, pronunció el primero de una larga serie de discursos atacando a la prensa. La acusaba de parcialidad en favor de las ideas liberales. Según él, la “mayoría silenciosa” del país estaba en desacuerdo con los prejuicios de los periodistas, concretamente con los de la televisión, poseedores de un poder “excesivo”. No dudó en evocar una conspiración que tendría por objeto engañar al público sobre el verdadero aspecto de Estados Unidos.

¿Qué hay de desacostumbrado en estas diatribas? Ciertamente no en el hecho de que el gobierno esté descontento con la prensa: Lincoln, durante la guerra civil, no dudó en cerrar diarios y detener a periodistas. Roosevelt, hasta la guerra, había visto cómo la mayor parte de la prensa se pronunciaba a favor de sus adversarios. Kennedy mismo, después del desastre de Bahía Cochinos, exhortó a la profesión a no publicar artículos que pudieran perjudicar a la seguridad nacional.

La novedad reside en que el ataque de Agnew sea tan directo y en que se exteriorizase en un vocabulario en el que no había ninguna sutileza. La prensa se mostró en el momento tan extrañada como una mujer a la que se le acaba de lanzar en pleno rostro una obscenidad. Pero como el autor era vicepresidente, los periodistas, que defienden tanto su imparcialidad como la esposa del César su virtud, sintieron cómo aumentaba su malestar ante estas denuncias repetidas. Tanto que, evidentemente, se vieron obligados a transmitirlas imperturbablemente a sus lectores y espectadores. Una especie de crisis moral se produjo a continuación en la que muchos periodistas reconocieron que no habían desplegado, probablemente, suficientes esfuerzos para presentar puntos de vista contradictorios. […]

Ahora bien, a esto se añadió, poco después, la impresión poco clara de que incluso el público comenzaba a dudar de la credibilidad de sus fuentes de información habituales. El famoso credibility gap nacido de una serie de mentiras gubernamentales sobre los acontecimientos de Vietnam ha provocado, en primer lugar, la precipitada retirada del presidente Johnson, y después lanzado una duda permanente sobre las intenciones de la Administración Nixon. La prensa se creía al abrigo. Pero cuando Bill Moyers (ex portavoz de Johnson, y después director del diario Newsday y más tarde productor de una revista televisada), oyó que uno de sus auditores le decía durante una de sus conferencias: “Usted ha estado en el gobierno, después fue periodista, nosotros tenemos, pues, dos razones para no creernos lo que ustedes nos dicen”, sintió exactamente lo que comienzan a presentir sus colegas: la opinión, después de haber bajado a la presidencia de su pedestal moral, está a punto de derribar a la prensa de su silla de árbitro donde se creía sentada.

Un mes después de los primeros ataques de Agnew, una encuesta Gallup mostraba que el 42 por ciento de los norteamericanos juzgaban que la televisión solo les presentaba las noticias con parcialidad (40 por ciento la creían objetiva, y el 18 por ciento no manifestaba ninguna opinión), y el 45 por ciento experimentaba el mismo sentimiento con respecto a los diarios. El análisis de la encuesta muestra que en la parte más preparada de la opinión (la que pasa por las universidades) la proporción de escépticos con respecto a la prensa supera la mayoría absoluta (53 por ciento no confía en lo que dice la televisión y el 60 por ciento en lo que afirman los diarios)».

Este viejo análisis contiene actualísimas sugestiones. Primera: la crisis de un sistema político e institucional siempre termina alcanzado, y más pronto que tarde, a los medios, en tanto son extensiones orgánicas de ese mismo sistema (aunque afecten desconocerlo y les guste sentirse inmunes, abrigados de todas las tormentas). Segunda: la mella en la credibilidad y el prestigio de la prensa parece tener unos cuantos añitos y ser anterior a Internet. Y tercera: si bien a los periódicos estadounidenses no se les han escapado las similitudes entre Agnew y Trump, ni los paralelismos entre ambas épocas, no parecen, sin embargo, dispuestos al examen de conciencia que, según Servan Schreiber, hicieron a finales de los 60 y principios de los 70; por otra parte, en caso de estar preocupados por la desafección del público, lo disimulan francamente bien de puertas afuera. Véase, por ejemplo, la tranquilidad satisfecha con la que The Washington Post guarda la compostura:

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