Hay preguntas declaradamente estúpidas, como esa de qué libro llevarse a una isla desierta. Hay preguntas que, además de estúpidas, resultan completamente inverosímiles, como qué libro llevarse a un guerra. El cine y algunos periodistas han cultivado la imagen del corresponsal de guerra como un hombre de acción, que viste un chaleco lleno de bolsillos y luce el desaliño de una barba de tres días, demasiado atareado durante el día viendo qué ocurre mientras esquiva proyectiles e igualmente ocupado por las noches bajando una botella de Jack Daniel's en el hotel junto a sus compañeros de profesión. Quién podría imaginar a un periodista metiendo en el macuto para la guerra un libro, cuyas páginas se volverán banales y hasta frívolas allí donde la vida y la muerte imponen su verdad perentoria e inapelable.
Y he aquí que uno, Plàcid Garcia-Planas, declara haberse ido a Kandahar con un libro. El volumen elegido es de 1916: Narraciones de tierras heroicas, de Gaziel. Así que un periodista de principios del siglo XXI lleva consigo a Afganistán unas crónicas de la I Guerra Mundial, de una guerra de hace cien años. ¿Por qué? La respuesta la ofrece el propio Garcia-Planas en el magnífico epílogo de En las trincheras, una reciente antología de las crónicas de Gaziel editada por Diëresis.
Porque todas las guerras son la misma guerra –la guerra–, Garcia-Planas descubre que en las crónicas de Gaziel escritas hace un siglo en el sur de los Balcanes o en el norte de Francia se encuentra el anuncio todas las derrotas del mundo; de alguna manera, también la caída de Kandahar. En el comentario de Gaziel sobre el ataque contra las trincheras alemanas que oficiales franceses sólo iniciaron a la llegada de los periodistas, Garcia-Planas encuentra la descripción de la “sensación indigna y secreta, esa tensión profunda e insana, tremenda, que sólo se produce –y reproduce– en el interior voyeur de los reporteros”, una sensación que él mismo conoce –y reconoce– en la prosa de Gaziel y en la experiencia de Kandahar.
En el Afganistán de principios del siglo XXI, Gaziel ejerce su magisterio y Garcia-Planas se siente unido al maestro, por encima de todo, por esa otra guerra -incruenta, pero salvaje y sin tregua- que libran los corresponsales, la batalla diaria por encontrar la palabra precisa. “Qué palabras buscamos hoy y qué palabras buscaban los viejos reporteros”: ese es el trabajo de Garcia-Planas y ese fue el de Gaziel. Se trata de la búsqueda de las palabras que permiten relatar la guerra. Y ya se sabe que toda guerra proclama el fracaso de las palabras y que cualquier guerra pretende silenciar o convertir en propaganda aquellas palabras que no se dan por derrotadas.
Cuando entre 1999 y 2006 Garcia-Planas visitó los campos de batalla de viejas guerras que habían sido contadas por viejos reporteros que, como él hoy, escribieron en La Vanguardia, ya le acompañaba esa obsesión por las palabras. Buscó las huellas de José Boada y Romeu, Gaziel, Enrique Domínguez Rodiño, Francisco Carrasco de la Rubia, Javier María de Padilla y Tomás Alcoverro en las crónicas que ellos escribieron y en los escenarios que pisaron. De este modo, el corresponsal de guerras vivas se convirtió, en sus propias palabras, en corresponsal de guerras muertas y escribió una serie de reportajes, publicados primero en su periódico y más tarde recogidos en el libro La revancha del reportero. Uno de aquellos textos está dedicado a Dachau, adonde llega siguiendo a Carlos Sentís que fue, en mayo de 1945, uno de los primeros periodistas en entrar en un campo de concentración nazi liberado. Garcia-Planas cuenta las palabras –veintiséis– con las que Sentís arrancó su crónica. Éstas:
“Dante no vio nada y por eso pudo escribir sus patéticas páginas del infierno. Yo sí he visto Dachau y quizá por eso no sepa escribirlo”.
Garcia-Planas apostilla:
“¿Qué palabras escoger donde Dios calló?
No era fácil, pero había que encontrarlas, porque –entre tantas cosas– para eso nos pagan a los reporteros. Había que torturarse por cada palabra allí donde los nazis hallaron las suyas sin dolerse demasiado. Los nazis, por ejemplo, encontraron fácilmente una para denominar a los eslavos: Untermenschen, los que están en un grado inferior de desarrollo que las personas. Y hallaron tranquilamente otra para los gitanos y los judíos, Lebensunwert, y eso significaba que no eran dignos de vivir.
Las palabras existían, estaban dentro del campo, y el periodista sólo tenía que cruzar el umbral para recogerlas”.
Garcia-Planas insiste en que “para un reportero de guerra, la búsqueda de las palabras está del todo embedded –incrustrada– al dolor mismo del viaje”. Ese dolor busca la compañía solidaria de quienes lo conocieron y lo escribieron antes. La compañía de los maestros, en las trincheras.
Y he aquí que uno, Plàcid Garcia-Planas, declara haberse ido a Kandahar con un libro. El volumen elegido es de 1916: Narraciones de tierras heroicas, de Gaziel. Así que un periodista de principios del siglo XXI lleva consigo a Afganistán unas crónicas de la I Guerra Mundial, de una guerra de hace cien años. ¿Por qué? La respuesta la ofrece el propio Garcia-Planas en el magnífico epílogo de En las trincheras, una reciente antología de las crónicas de Gaziel editada por Diëresis.
Porque todas las guerras son la misma guerra –la guerra–, Garcia-Planas descubre que en las crónicas de Gaziel escritas hace un siglo en el sur de los Balcanes o en el norte de Francia se encuentra el anuncio todas las derrotas del mundo; de alguna manera, también la caída de Kandahar. En el comentario de Gaziel sobre el ataque contra las trincheras alemanas que oficiales franceses sólo iniciaron a la llegada de los periodistas, Garcia-Planas encuentra la descripción de la “sensación indigna y secreta, esa tensión profunda e insana, tremenda, que sólo se produce –y reproduce– en el interior voyeur de los reporteros”, una sensación que él mismo conoce –y reconoce– en la prosa de Gaziel y en la experiencia de Kandahar.
En el Afganistán de principios del siglo XXI, Gaziel ejerce su magisterio y Garcia-Planas se siente unido al maestro, por encima de todo, por esa otra guerra -incruenta, pero salvaje y sin tregua- que libran los corresponsales, la batalla diaria por encontrar la palabra precisa. “Qué palabras buscamos hoy y qué palabras buscaban los viejos reporteros”: ese es el trabajo de Garcia-Planas y ese fue el de Gaziel. Se trata de la búsqueda de las palabras que permiten relatar la guerra. Y ya se sabe que toda guerra proclama el fracaso de las palabras y que cualquier guerra pretende silenciar o convertir en propaganda aquellas palabras que no se dan por derrotadas.
Cuando entre 1999 y 2006 Garcia-Planas visitó los campos de batalla de viejas guerras que habían sido contadas por viejos reporteros que, como él hoy, escribieron en La Vanguardia, ya le acompañaba esa obsesión por las palabras. Buscó las huellas de José Boada y Romeu, Gaziel, Enrique Domínguez Rodiño, Francisco Carrasco de la Rubia, Javier María de Padilla y Tomás Alcoverro en las crónicas que ellos escribieron y en los escenarios que pisaron. De este modo, el corresponsal de guerras vivas se convirtió, en sus propias palabras, en corresponsal de guerras muertas y escribió una serie de reportajes, publicados primero en su periódico y más tarde recogidos en el libro La revancha del reportero. Uno de aquellos textos está dedicado a Dachau, adonde llega siguiendo a Carlos Sentís que fue, en mayo de 1945, uno de los primeros periodistas en entrar en un campo de concentración nazi liberado. Garcia-Planas cuenta las palabras –veintiséis– con las que Sentís arrancó su crónica. Éstas:
“Dante no vio nada y por eso pudo escribir sus patéticas páginas del infierno. Yo sí he visto Dachau y quizá por eso no sepa escribirlo”.
Garcia-Planas apostilla:
“¿Qué palabras escoger donde Dios calló?
No era fácil, pero había que encontrarlas, porque –entre tantas cosas– para eso nos pagan a los reporteros. Había que torturarse por cada palabra allí donde los nazis hallaron las suyas sin dolerse demasiado. Los nazis, por ejemplo, encontraron fácilmente una para denominar a los eslavos: Untermenschen, los que están en un grado inferior de desarrollo que las personas. Y hallaron tranquilamente otra para los gitanos y los judíos, Lebensunwert, y eso significaba que no eran dignos de vivir.
Las palabras existían, estaban dentro del campo, y el periodista sólo tenía que cruzar el umbral para recogerlas”.
Garcia-Planas insiste en que “para un reportero de guerra, la búsqueda de las palabras está del todo embedded –incrustrada– al dolor mismo del viaje”. Ese dolor busca la compañía solidaria de quienes lo conocieron y lo escribieron antes. La compañía de los maestros, en las trincheras.
Plàcid Garcia-Planas, procurando la compañía de Gaziel:
La guerra ajardinada
(La Vanguardia, 29 de noviembre de 2006).
"Beaucoup de bla, bla, bla"
(La Vanguardia, 30 de noviembre de 2006).
El balcón que voló por los aires
(La Vanguardia, 1 de diciembre de 2006).
El espectáculo que les propongo
(La Vanguardia, 3 de diciembre de 2006).
Una luz en la oscuridad
(La Vanguardia, 4 de diciembre de 2006).
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