El Carrefour como territorio mítico


No hace muchos domingos Elvira Lindo desmintió las sospechas que abrigaban algunos lectores de que era la autora de aquellos textos que aparecieron en el periódico en agosto bajo el título Me cago en mis viejos y el seudónimo Carlos Cay. Al parecer, tal rumor tenía como fundamento el que ella hubiese concebido otra serie, veraniega y descarada, anterior: Tinto de verano. Entonces recordé uno de aquellos tintos, en los que hacía “sorna de mi propia vida” (amén de la de su santo esposo) “y la transformaban con el único fin de que ustedes, los lectores, se me rieran un poco”. El artículo se titula “El bolo alimenticio”:

“Mírenlos, por Dios: un santo y una pájara surcando con su carrito de la compra los mares del Carrefour. Es la tarde de un día de fiesta. Ellos están en contra de la libertad de horarios y a favor del pequeño comercio, son antiglobalizadores, por qué no, están en contra de las multinacionales, así lo defienden, como contertulios furiosos en las radios, en columnas. Entonces, qué hacen aquí. Pues que una cosa es lo que se dice y otra lo que se hace. Nos ha jodío. Mírenlos, por Dios: si no se les ve, han llenado el carro de bollos industriales y de papel higiénico, porque cuando ellos piensan en sus hijos se hacen a la idea de todo el recorrido del bolo alimenticio, lo que entra por la boca, lo que sale por el culo. Mírenlos, por Dios: a pesar de que llevan 10 minutos dudando entre la melva atunera del Cantábrico o la de las carpas del Retiro –bastante más barata–, ellos no rebajan para nada su nivel intelectual. Ahora mismo, ella (la pájara) le está diciendo a él que el mundo intelectual no la respeta, y que tiene que hacer algo, porque, a ver, qué es ella, una payasa. Él contesta: Mujer, tampoco es eso; sí que es eso, dice ella desconsolada, mientras pide chopped al charcutero; y él por ayudar dice, lo que tienen que hacer es buscarte un territorio mítico, un escritor para ser considerado debe crear un territorio mítico, ahí están la Yoknapatawpha de Faulkner, la Vetusta de Clarín, la Santa María de Onetti, el Madrid de Galdós, yo mismo tengo mi propio territorio mítico y me va bastante bien; ella empieza a tener esperanza: tú crees que Moratalaz puede servir, Moratalaz suena un poco a Yoknapatawpha; y él, siempre tan castrante, le dice, Moratalaz suena a Moratalaz, cariño.
Mientras se dirigen a los congelados ella piensa cuál podría ser su territorio mítico. Mueve los ojos y parece que lo quiere encontrar entre los lácteos, las hortalizas… Se llevan cinco bolsas de palitos de merluza. Mírenlos, por Dios, porque no tienen desperdicio: es posible que de entre todas las parejas de intelectuales de la historia ellos sean los más pringados. Es verdad que en este siglo cruel muchos tuvieron que huir de persecuciones, de guerras, pero tenía algo más de nobleza la cosa que eso de estar un día de fiesta cargados de papel higiénico y palitos de merluza. Ay, si las revistas literarias tuvieron paparazzi, qué gran exclusiva sería ésta. De todas formas, ellos piensan que algo les distingue, ven a otras parejas empujando los carritos con esa mala leche retestinada, con ese gesto de acabamiento, ellos con los bermudas, ellas con el pelo como mojado hacia atrás emulando a la presidenta, gorditas o gordísimas. Hay algo en nosotros –piensa la pájara– que nos da un aire de distinción. Ahora bajan la rampa automática y ve algo que casi le hace perder el sentido: la rampa está llena de parejas, y la verdad, le cuesta un rato encontrarse porque casi no pueden distinguirse de los demás. Ella (la pájara) piensa que tal vez éste sea su verdadero territorio mítico, pero no se lo dice a él (su santo) porque sabe que salir cargado del Carrefour le pone de mala leche. Como a todos los santos que ahora mismo bajan por la rampa. Y pone cara de víctima (como todas las pájaras)”.

Este artículo permite recordar, no sé si mejor o peor que cualquier otro, el tipo de humor que destilaba la serie. Pero sí contiene, antes que ningún otro, la explicación de algunas de las estrategias puestas en juego. La primera de ellas era el costumbrismo. Si los fundadores del género, a principios del siglo XIX, se iban al café y contaban lo que allí veían y escuchaban, Elvira Lindo entra en un hipermercado. El Carrefour es el territorio mítico del costumbrismo del siglo XXI. Allí se encuentran los tipos y escenas que se convierten en el asunto con el que arranca la escritura. Al lector le resulta incómodamente familiar el tipo retratado y la escena descrita: es él mismo en bermudas o con el pelo mojado empujando un carrito de la compra. El texto puede avanzar luego con otros temas y otras críticas. Quizás la hipocresía del discurso público de ciertos escritores o el esnobismo de quienes creyéndose distintos –más distinguidos o incluso superiores– llenan el carro no con delicatessen, sino con chopped, palitos de merluza y papel higiénico. El texto funciona como espejo que refleja el rostro del lector y el de la sociedad. Es la imagen reconocible de lo acostumbrado y cotidiano; una imagen familiar pero también extraña, porque está siendo bien contemplada por primera vez. El costumbrismo más salvaje, el que no teme llegar al final del camino emprendido, coloca también el espejo delante del autor, que así se desdobla para escrutarse desde fuera. Mírenlo, por Dios: ahí está su imagen, una imagen que también es sátira.

No es de extrañar que Elvira Lindo sintiera la necesidad de reivindicarse, de gritar que la cagada no era suya. No lo podía ser. Ningún parentesco guardan sus tintos de verano con el clarete peleón –o con el calimocho, quizás más ajustado al espíritu de la patraña que era aquel retrato adolescente– de unos artículos que creían que el secreto de la fórmula se reduce a concatenar algunos tacos en el Carrefour. El resultado no alcanzaba la penosa categoría de vulgar parodia y por no tener, ni siquiera tenía la comicidad ramplona del chiste. El artilugio no funcionaba, porque para que lo hiciese sería preciso el convencimiento de que el Carrefour no es un escenario prosaico, sino territorio mítico. Y lo mítico no quita lo humorístico; aunque lo humorístico sí robe al autor, casi siempre, la posibilidad de verse interpretado como algo más que un ocurrente gracioso. Pero Elvira Lindo ya lo sabe: “Hay que acostumbrase a que no todo lo que uno escribe sea bien entendido”.

3 comentarios:

Lieschen dijo...

ELVIRA LINDO: "[...] el mundo intelectual no la respeta, y que tiene que hacer algo, porque, a ver, qué es ella, una payasa".

LARRA: "[...] y si logra sacar a los labios de su lector tal cual picante sonrisa, 'es un payaso', exclaman, como si el toque del escritor consistiera en escribir serio".

Salvando las distancias, claro.

Anónimo dijo...

El lugar del costumbrismo es hoy, creo yo, el metro, más que los cafés y los centros comerciales. Al menos, en Madrid.
Menudas estampas pueden verse..

Lieschen dijo...

El artículo de Elvira Lindo sobre el metro (de Nueva York): http://www.elviralindo.com/articulos/articulos-neoyorkinos/historias-del-metro/

Aquí, la foto de Elvira Lindo, en el metro de NY:
http://www.elviralindo.com/galeria/attachment/en-el-metro-de-ny-la-hizo-javier-camara/