“El humorista es un personaje muy respetable; es quizá el único personaje respetable de toda sociedad regularmente organizada. ¡Estaría bueno un país donde los ministros y los académicos y los generales y los obispos y los banqueros y los magistrados se riesen de los humoristas en vez de que los humoristas se riesen de ellos! Sería un país al revés, un país perdido…”
Julio Camba: “Concepto del humorismo” (El Sol, 12-IX-1919)
Julio Camba: “Concepto del humorismo” (El Sol, 12-IX-1919)
Las relaciones de Richard Nixon con la prensa, nunca cordiales, se tensaron a partir del caso de los “papeles del Pentágono” y se complicaron lo indecible con el Watergate. La Casa Blanca llegó a elaborar listas negras de medios de comunicación y periodistas díscolos, a los que se trató de sojuzgar por medio de todo tipo de amenazas y presiones. Art Buchwald tuvo el honor de figurar en uno de aquellos memorandos en calidad de columnista irrecuperable. Era un honor bien merecido, porque los artículos que escribió a propósito de Nixon y el Watergate rezumaban puro vitriolo. Lo mismo que la nota preliminar que colocó al frente del libro en el que el periodista neoyorquino recogió aquellos textos: “Gracias a Watergate y sus pormenores, tuve dos años gloriosos de material, años que ya no volverán más. Desde un punto de vista humorístico, el señor Nixon fue un Presidente perfecto. Casi todo lo que hizo después de que se descubriera el escándalo Watergate, se prestó a la sátira. […] Le extrañaré mucho. Si debo decir la verdad, yo necesité a Richard Nixon… mucho más que él a mí”.
Buchwald se veía obligado a admitir que Nixon había sido un filón inagotable e irrepetible –sean disculpadas su escasas dotes proféticas; quién iba a imaginar entonces a Bush– para un periodista que había hecho del humor la seña distintiva de su columna. Nixon le había puesto muy fácil su trabajo y no sólo por ser un político infame. Tan importante o más fue que constituyese un acabado ejemplar de esa clase de antipáticos sin mala conciencia por serlo, es decir, un antipático perfecto. Orgulloso de su condición, nunca jamás trató de disimularlo impostando un talante donoso y haciendo gracietas. Como hipótesis para el estudio cabría proponer si la investigación periodística sobre el Watergate hubiese sido posible o llegado tan lejos de ser Nixon un tipo simpático. Un político simpático siempre resulta menos sospechoso.
Sobre el peligro que representa la cordialidad que derrochan algunos políticos ya avisó Julio Camba a sus compañeros de profesión:
“¿Cómo ponernos en contra de Fulano o de Zutano, si son tan agradables personalmente? Uno –continuaba diciendo en un artículo publicado en La Tribuna en 1913– piensa hacer un artículo contra Lerroux, por ejemplo; pero, en esto, se tropieza uno con él. Un amigo hace la presentación, y uno queda encantado.
–La verdad –se dice uno– es que este Lerroux es simpatiquísimo.
Yo he dejado de decir muchas cosas, durante mi vida de periodista, unas veces por esta razón de la simpatía personal y otras por evitarme un bastonazo. A veces, hubiera afrontado el bastonazo. Es cuestión de valor cívico. Contra lo que no hay valor cívico posible es contra la simpatía personal. No hay manera de decir que Fulano es un congrio y que Zutano es un sinvergüenza, cuando uno se encuentra con ellos todos los días y ellos están tan amables, tan finos, tan obsequiosos con uno. Con un alma un poco apostólica, uno podría desafiar el hambre, la cárcel, los tiros de revólver y otras muchas cosas, pero la simpatía personal es algo que nos amordaza mucho más que todo”.
Los políticos utilizan la simpatía con calculada estrategia, para producir relaciones simpáticas y de camaradería. Por eso mismo, a los periodistas todos los políticos deberían parecerles el súmmum de la antipatía, aunque sólo fuese para que con el tiempo no sientan la obligación de buscar coartadas y pedir disculpas, tal y como hizo Ben Bradlee al hablar de su relación con Kennedy. E, insisto, algo funciona mal cuando los periodistas se conforman con celebrar los chascarrillos de unos políticos muy simpáticos. El mundo al revés, ya lo dijo Camba. En una sociedad regularmente organizada es a los periodistas a quienes corresponde hacer chistes y a los políticos, aguantarse. Si me he explicado bien, se entenderá que lo que tienen aguantarse no son precisamente las ganas de reír.
Buchwald se veía obligado a admitir que Nixon había sido un filón inagotable e irrepetible –sean disculpadas su escasas dotes proféticas; quién iba a imaginar entonces a Bush– para un periodista que había hecho del humor la seña distintiva de su columna. Nixon le había puesto muy fácil su trabajo y no sólo por ser un político infame. Tan importante o más fue que constituyese un acabado ejemplar de esa clase de antipáticos sin mala conciencia por serlo, es decir, un antipático perfecto. Orgulloso de su condición, nunca jamás trató de disimularlo impostando un talante donoso y haciendo gracietas. Como hipótesis para el estudio cabría proponer si la investigación periodística sobre el Watergate hubiese sido posible o llegado tan lejos de ser Nixon un tipo simpático. Un político simpático siempre resulta menos sospechoso.
Sobre el peligro que representa la cordialidad que derrochan algunos políticos ya avisó Julio Camba a sus compañeros de profesión:
“¿Cómo ponernos en contra de Fulano o de Zutano, si son tan agradables personalmente? Uno –continuaba diciendo en un artículo publicado en La Tribuna en 1913– piensa hacer un artículo contra Lerroux, por ejemplo; pero, en esto, se tropieza uno con él. Un amigo hace la presentación, y uno queda encantado.
–La verdad –se dice uno– es que este Lerroux es simpatiquísimo.
Yo he dejado de decir muchas cosas, durante mi vida de periodista, unas veces por esta razón de la simpatía personal y otras por evitarme un bastonazo. A veces, hubiera afrontado el bastonazo. Es cuestión de valor cívico. Contra lo que no hay valor cívico posible es contra la simpatía personal. No hay manera de decir que Fulano es un congrio y que Zutano es un sinvergüenza, cuando uno se encuentra con ellos todos los días y ellos están tan amables, tan finos, tan obsequiosos con uno. Con un alma un poco apostólica, uno podría desafiar el hambre, la cárcel, los tiros de revólver y otras muchas cosas, pero la simpatía personal es algo que nos amordaza mucho más que todo”.
Los políticos utilizan la simpatía con calculada estrategia, para producir relaciones simpáticas y de camaradería. Por eso mismo, a los periodistas todos los políticos deberían parecerles el súmmum de la antipatía, aunque sólo fuese para que con el tiempo no sientan la obligación de buscar coartadas y pedir disculpas, tal y como hizo Ben Bradlee al hablar de su relación con Kennedy. E, insisto, algo funciona mal cuando los periodistas se conforman con celebrar los chascarrillos de unos políticos muy simpáticos. El mundo al revés, ya lo dijo Camba. En una sociedad regularmente organizada es a los periodistas a quienes corresponde hacer chistes y a los políticos, aguantarse. Si me he explicado bien, se entenderá que lo que tienen aguantarse no son precisamente las ganas de reír.
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