Ruina romántica. Voluptuosidad melancólica. Canales
lívidos. Palacios envilecidos. Magnificencia desplomada. Decrepitud. Degradación
moderna. Lasitud inefable. Desfallecimiento. Hiperestesia. Infección. Fiebre. Paludismo.
Descomposición. Podredumbre hecha licuefacción. Suicidio. Muerte. Así es la
Venecia de Maurice Barrès: una ciudad mórbida, lúgubre, sepulcral y trágica.
Un colosal malentendido fundó esa visión: “Esta
ciudad privada de su sentido histórico, y que ya solamente actúa por su
regresión, nos envuelve con una atmósfera de irremediable fracaso. Ciudad
vencida, conviene a los vencidos”. Precisamente cuando la razón de Estado que
fundó Venecia fue cancelada y el transcurrir de los siglos procuró una suerte
de olvido del significado histórico que la modeló, se hizo posible celebrar la
belleza que no necesita justificación ajena a ella misma y que se proyecta
gratuitamente en el futuro. No, Venecia no es la ruina de una ambición, ni una metáfora posible de la muerte y el fracaso. Es el monumento a la substancia onírica de
nuestro deseo, una Venus que se regala a quienes pueden concebir, en contra de
lo que creía Barrès, que la vida no es indefectiblemente naufragio. Y si,
acaso, algunos de nuestros intentos son derrotados y nuestra fe herida, Venecia
se nos ofrece como dulce bálsamo.
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