El viajero llega, por primera vez, a Venecia. Es un snob, exactamente del tipo de aquellos que harán todo lo posible para no ser confundidos con un turista y de los que deciden que resultaría de una vulgaridad intolerable rendirse a la ciudad en cuanto alardea de la primera vista que recuerda a un Canaletto; viene resuelto a no permitirse sensiblerías; declara haberse prohibido todo lirismo y todo romanticismo. No cuenta con que Venecia se complace en ejecutar su venganza contra los prejuicios, cualesquiera sean, que portan en sus equipajes los peregrinos y no la demora: es de noche y un claro de luna ilumina el Gran Canal por el que avanza su góndola, baña el sueño de la ciudad que contempla desde la altana del palacio en el que se alojará durante las próximas semanas. El espectáculo es soberbio y el espectador ha de renunciar a describirlo. Sabe que corre el serio peligro de ceder a las exaltaciones líricas que un pudoroso sentido del ridículo le ha vetado. ¿Qué firmeza de espíritu podría figurarse poseer si permitiera derrumbar sus prudentes propósitos nada más poner un pie en la ciudad? Consigue dominarse y calla. Pero esa aparente sobriedad no logra el engaño: el recién llegado, Henri de Régnier, acaba de enamorarse de Venecia.
La pasión por Venecia acompañó a Régnier por siempre, en los viajes que sucedieron a aquel primero de 1899 y en las nostalgias de la ausencia. El libro La altana. La vida veneciana, que acaba de publicar Cabaret Voltaire en traducción de Juan José Delgado Gelabert, es el testimonio de aquella relación amorosa. El escritor se confiesa cautivado por la belleza de la ciudad adriática, pero, al tiempo, admite que su devoción no es exactamente la del esteta: “Mi fascinación viene de otra parte”. Es por eso que no se detiene en la enumeración de las joyas arquitectónicas y artísticas que atesora la ciudad, que no escribe nada parecido a una guía Baedeker para clientes de la agencia Cook. Por una parte, la belleza está a la vista y es redundante cantarla, sobreescribirla; por otra, el intento sería perfectamente inútil cuando lo que en realidad procura es desvelar el misterio de la devoción que le une a Venecia, el origen del amor.
“En vano busco la llave que me abrió sus puertas secretas y las volvió a cerrar sobre mí”, anotó un Régnier rendido. Malograda la búsqueda –no hay amor que de verdad lo sea que alcance a explicarse a sí mismo–, lo único que le cabe hacer al escritor es entregarse al placer del enigma. “Este placer de vivir que no siento más que aquí” nace de un estado de ánimo que contagia Venecia con su encanto “cariñoso, irónico, indolente, un poco loco”. La ciudad es el escenario de un teatro que provoca “un sentimiento de comedia y de ópera”, “donde se aprecia tan bien la inutilidad de uno mismo y la belleza de las cosas”, el lugar en el que “uno se vuelve sensible a todo” y “es tan bueno dejarse vivir”:
“Envuelve con tanto dulzor que rápidamente se vive en una especie de bienestar sosegado, en una especie de relajación amistosa, de alegría discreta, de tierno agradecimiento cuyo delicado placer es preciso aceptar. Es este consentimiento razonable a lo que os rodea, esta reserva cara a cara de toda exaltación artificial, este abandonarse a las tranquilas delicias de un hermoso tiempo libre en el más hermoso lugar del mundo lo que […] llaman ‘ser buen veneciano’”.
Régnier tenía razón: “Venecia no necesita panegiristas”. Lo que la ciudad reclama es quien se entregue a ella, viviendo en el tempo y la dulzura inaprehensibles que la vida no posee en ningún otro lugar. Para que así sea es preciso hacerse inmune a las suspicacias que despiertan Venecia, por su simbolismo decadente, y sus amantes, por su decadentismo esnob y demodé. A la vista de la inscripción que se hizo colocar en el Palazzo Dario, el mismo al que pertenecía la altana de una noche de claro de luna de septiembre de 1899, Henri de Régnier lo consiguió: “Venezianamente visse e scrisse”.
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