De
acuerdo, no es precisamente el día más oportuno para recordarlo; pero la
celebración no deroga la verdad lacerante: hay libreros que maltratan a su
clientela. Son cancerberos que amenazan con la mirada al parroquiano que entra a perturbar la paz de su guarida libreril, que enseñan
los dientes si el intruso pregunta por el volumen de sus deseos y que muerden con
saña montaraz cuando el lector incurre en el desafuero de sacar un libro de su
estantería para hojearlo. Nunca podremos decir que no estábamos advertidos:
por sus ladridos los reconocemos. Mucho más peligrosos son aquellos que no
avisan del peligro; aparentan prodigar atenciones, pero, en realidad, aguardan
a que la víctima se confíe para atacar. Tal vez al ir a pagar, el librero frunce
el ceño o tuerce la boca. El gesto es minúsculo, apenas un amago, pero de una
elocuencia completa: una sentencia reprobatoria a la elección del libro o al
corto desembolso o a la indiferencia con que han sido acogidas sus sinuosas recomendaciones.
El cliente sale con el orgullo zaherido, mordido por unos colmillos que han
sido afilados en la muela del sarcasmo. En efecto, hay libreros que son consumados
maestros en el arte del sarcasmo, pero quizás ninguno como aquel al que se refería Álvaro Cunqueiro en un artículo publicado en el periódico compostelano La Noche:
“En
la calle de la Reina, en Lugo, hay en un portal un librero de ocasión, Fusalba,
valenciá de nación, un levantino muy usado del que soy cliente hace bastantes años. Sabe que soy Cunqueiro, pero
las más de las veces me saluda diciéndome: ¿Otra vez por aquí, señor Gamallo?
Yo me dejo llamar, y regateo como si fuese
Dionisio Gamallo Fierros”.
Los
libreros sarcásticos no deben confiarse: hay clientes dispuestos a jugar la
partida y ganar la mano.
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