El escenario es el salón de una universidad
norteamericana; por lo demás, lo que allí ocurre nos resulta, de inmediato,
familiar: dos energúmenos están enzarzados en un debate de tautologías
políticas. Respetando las convenciones del género, sus papeles están bien
definidos y sus posiciones son categóricas. Uno tacha a Obama de socialista y su
irritada contrincante le imputa venerar a Reagan como último gran presidente
del país; el primero maquilla las razones que fundan la ley bruta del más
fuerte y la segunda combate la lógica perversa del darwinismo económico. Para
romper el empate entre el nieto de McCarthy y la progre northeastern, el moderador interpela a un tercero que se ha
mantenido ajeno a la discordia. Le pide que se signifique: ¿republicano,
demócrata o independiente? La pregunta no consigue descomponer la sonrisa
irónica de su cara. “The New York Jets”, responde. Impelido violentamente a
contestar en serio, se obstina en seguir hablando de fútbol y terquea: los Jets,
los Jets, los Jets. El auditorio ha dejado de reír la gracia del exabrupto
repetido y él, mientras, ha comenzado a sentir los primeros síntomas de un
mareo que confunde sus sentidos. Deslumbrado por la luz de los focos, cree ver
alucinaciones y oye las voces tamizadas por un eco desvaído y demorado, también
la que formula la pregunta con la que se decide finalmente a entrar en el juego:
¿Por qué los EEUU son el mejor país del mundo? Entonces, Aaron Sorkin le escribe
al periodista Will McAvoy, para esa escena inicial de The Newsroom, un discurso que niega la premisa implícita en la
cuestión: “No es el mejor país. Esa es mi respuesta”. Como si el mareo hubiese
tenido virtualidad de desatar repentinamente su lengua y también una insolencia
irreverente, continúa su diatriba. Luego vendrá la escandalera, pero, de
momento, el auditorio se queda paralizado y atónito ante aquella jugada que sanciona
como unnecessary roughness.
Vistos los síntomas de la dolencia que sufre McAvoy, la
espectadora apresura un diagnóstico. El paciente sufre el síndrome de Ménière.
Los médicos no saben demasiado sobre el origen de esta enfermedad y, de
primeras, acostumbran incluso a confundirla con otras. Pero la ciencia de la espectadora
no es la medicina. Ella es periodista y cree reconocer en el mareo el mismo mal
que padecieron dos viejos colegas, Jonathan Swift y Julio Camba. Ambas
historias clínicas permiten descifrar la etiología de la rara enfermedad
profesional.
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