El síndrome del traje manchado en el tranvía


Quien más, quien menos, ha tenido un jefe que llega un día a la redacción con la camisa chorreando sudor y, de inmediato, encarga una crónica sobre la ola de calor que asola  la ciudad, el país, el mundo, el universo entero; el mercurio de los termómetros puede decir lo que quiera y el verano estará siendo más bien templadito, da igual: el titular anunciará mañana el advenimiento del apocalipsis térmico. El mismo tipo se ha acatarrado y al primer estornudo, en lugar de tomarse un desenfriol, te está pidiendo una nota sobre la manifiesta capacidad homicida de los aparatos de aire acondicionado. Si tiene problemas para darse de baja en la compañía de teléfonos, si el servicio de recogida de basuras de su barrio no funciona bien, si los clientes del bar de la esquina arman escandalera por las noches, disponte a escribir con convicción una denuncia contra la telefónica, una requisitoria contra el concejal y un reportaje sobre los decibelios permitidos por la legislación vigente. Disfrazadas como crónicas costumbristas, los periódicos guardan memoria de los abscesos en el estado de humor de nuestros jefes, de sus mostrencas contingencias biográficas. Consolémonos, porque siempre ha sido así. Digamos que se trata del viejo síndrome del traje manchado en el tranvía.

La Época, 22 de febrero de 1906.


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