Ánxel Fole Fotografía de Pepe Álvez |
Quisiera volver a aquel bazar de los prodigios, el 095, a aquel revoltijo de baratijas en el que me compraron brazaletes, anillos y abalorios para ser una Cleopatra cuajada de dorados como lo fue Elizabeth Taylor. En el catálogo infinito de menudencias fastuosas que ponía a la venta, lo único que debía de faltar era un áspid para la diadema. Y si lo recuerdo aquí es por hacer honor a la verdad y, de ninguna manera, con el propósito de formular una objeción. En el baile de disfraces del Círculo de las Artes nadie echó de menos la culebra egipcíaca, sustituida por una mariposa que brillaba como solo sabe brillar el oro falsario. Quién pudiera volver a aquel bazar, a aquella cueva de los tesoros. O, mejor todavía, visitar la misma tienda lucense en el año en que fue inaugurada, el veintisiete.
Lo que sí puedo hacer, gracias al kaleidoscopio sentimental de Ánxel Fole, es escuchar los recuerdos
de un bachiller de la promoción de aquel curso y curiosear entre la quincalla
que reunió en un maravilloso museo de bagatelas: una cajita de rapé, grabada a punta de navaja; una
escribanía del escribano don Ramón Coterces, de cuatro kilos de peso,
verdaderamente colosal, bestial, piramidal; una sombrilla rosa y una boa
blanca; un corsé de veinte ballenas; unos impertinentes de carey; haces
empapelados de pitillos de “mataquintos”; un traje cortado por la tijera del
sastre de postín apellidado Montesinos; un sobrecito con polvos de santonina y
calomelanos; un quinqué de alpaca, sin tubo de cristal; plumas de machete, de
lanza, de coronilla, de cazoleta y la estilográfica de don Celedonio Celeiro;
un vulgar pito de hojalata; una chistera de “siete pisos”; un aristón comprado
en París; un asador de castañas con su manubrio… Puedo ojear el álbum con las
fotos de “Sete Vicentes”, “O Cheirón”, “O Pataco”, “Paco das hostias” y “Orellas
de Caiado”; de las peñas de “comelláns” y de las trincas de bebedores profesionales;
de aquellas dos francesas, enfundadas en sus monos, colocando una rueda a un Renault a la puerta del Hotel Méndez, y contemplar la estampa que ofrecía el
vestíbulo del cine Lugo-Salón, en la esquina de la calle Aguirre. Puedo pasar
una tarde entera leyendo los artículos de Correa-Calderón, Bal y Gay, Otero
Pedrayo, Villar Ponte o Blanco Torres en la amarilleada colección de El Pueblo Gallego y
gastar media noche en la tertulia del Hielo-Bar. Puedo ver a Fantômas y a
Charlot, las películas Con Alan Cobhan al
lago Kivu y Metrópolis, de Fritz
Lang, La línea general, de Eisenstein,
y El hundimiento de la casa Usher, de
Epstein. Me cruzo con Luis Pimentel y Ángel González, éste con chalina negra. Abro
una carpeta de periódicos antiguos de Lugo y, entre los recortes, me topo con la
esquela mortuoria que publicó la prensa pocos días antes de la proclamación de
la II República de un masón, un tal Galo Domenech. Me es dado pasear una noche
de niebla londinense por la praza do Campo con Lorca. Voy a un mitin al
Teatro-Circo. Me aparto a un lado, no vaya a pillarme en medio el fuego cruzado
por los redactores de “Quisicosas” y “Chilindrinas”. No hago más que enterarme de
que ha llegado el aviador francés Leoncio Garnier y ya veo su monoplano cruzando
el cielo. Escucho los soliloquios de Cascarilla y los pregones de Trangallada, la
“Canción de Roibás” entonada por los coros báquicos, las letrillas de moda y el
“Au clair de la lune” de las cupletistas afrancesadas. Suenan las composiciones
de Granados, Turina, Wagner, Beethoven, Músorgski y Rimski-Kórsakov en el Círculo. Se mezclan todas estas músicas con la melodía
que Isaac (¿o era Isaías?) arranca a la linotipia, la primera en Lugo, la que
tuvo la imprenta de Palacios, del Obispo Izquierdo, donde se componían las
planas de Vanguardia Gallega. Los voceadores
gritan los titulares de la prensa de Madrid que ha llegado en el ferrocarril. Y
a la sinfonía cubista, dodecafónica, se suma el traqueteo de las prensas rotulando
Ronsel. Las campanas de A Nova tocan
a misa de funeral. Como en el kaleidoscopio
de una barraca de San Froilán, se suceden notas,
colores, abigarrados, en un capricho, raudo, frenético; mil cosas viejas y ya
olvidadas, alacenadas, para ser vistas, vistas y oídas y hasta tocadas: a los
sentidos restituidas; fisonomías, almas y vidas recuperadas. El kaleidoscopio se terminó llamando cartafolio, que tampoco es mal título. Me
siento a seguir leyendo en la terracilla del café Bonifacio. En la mesa vecina están
de palique los doctores Almoina y García Neira; en esta, Fole me cuenta de la prehistoria
del balompié en el stadium de Montirón y de los miriñaques, los macferlanes,
los polisones, los garrotillos, el rigodón y las astrales disquisiciones del
gran Trifón. Pero es la tarde del 14 de abril y decidimos acercarnos a la calle de San
Marcos, a saber por la pizarra de El
Regional qué dicen las últimas noticias llegadas de Madrid.
Como nunca tuvo la vanidad de posar dándose importancia, creerán
que él era poco más que un chamarilero. Se equivocan quienes confundan la falta
de ambición con la falta de intención. La narración
múltiple y un tanto dislocada termina componiendo la crónica que busca el
tiempo perdido y, también, el tiempo que iba a ser y no fue por culpa de todo
lo que sucedió a partir de 1936. Aquellas estampas de antaño mixturan el naturalismo
documental, periodístico, que tenían las fotografías de Salvador Castro Freire con las
utopías que acariciaron los jóvenes de Yunque
y las lunerías de don Fabulón de Lugo.
Postdata: He vuelto a mirar las fotografías inverosímiles que me tomaron en el estudio Riaño vestida de reina ptolemaica.
Y he vuelto a leer el Cartafolio de Lugo, buscándome, convencida de que Ánxel Fole no pudo por menos que rescatar del olvido el humorismo
onírico de una Cleopatra lucense. ¿Quién no querría hacerse la ilusión de habitar aquel kaleidoscopio? ¿Quién no querría haber sido el fantástico desvarío de don
Fabulón?
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