Agonizaba
el café y los papeles se llenaron de artículos gemebundos, desbordantes de
lagrimitas, jipidos y mocos. Sus autores eran aquellos que durante un siglo
habían sentado sus reales en el peluche rojo deslustrado de los sofás del viejo
o el nuevo Levante para pedir al mozo recado de escribir y epigrafiar prosas mortecinas
sobre el mármol fúnebre de las mesas. Mientras esos “escritores de pluma y
tinterillo” del ancien régime ahogaban
sus penas en el último café con media, ciertos periodistas –de lápiz, porque el
invento de Ladislao Biro estaba por llegar– pedían un expreso antes de salir
disparados a la calle a entrevistar a la actriz Anna May Wong o a Largo Caballero, a
escribir el reportaje sobre “El Cholerón”, el asesino asesinado a pedradas, o
el dedicado al elefante reumático de la Casa de Fieras de El Retiro. De ese
tipo de reporteros era Rafael Martínez Gandía, quien presentó por escrito su demanda
profesional: un gran café, todo mostrador, que dispensase la cafeína urgente para la vigilia en el cementerio de la Almudena, donde documentar el relato, menos gótico que bufo, de “Una noche entre los muertos”.
Este es el texto, antológico, en el que Martínez Gandía reflexiona sobre los viejos y los nuevos cafés o sobre el viejo y el nuevo periodismo:
«Yo no sé hasta qué punto está
justificado ese llanto impreso con que algunos literatos melancólicos despiden
a los viejos cafés, que van desapareciendo bajo la piqueta demoledora o
transformándose en nuevos cafés. El café de ayer era una cosa demasiado aburrida
para los tiempos modernos y fuera de lugar para las necesidades de la vida
actual. Todavía hay algunos seres excepcionales y anacrónicos capaces de
resistir ocho horas seguidas sobre un diván de terciopelo rojo, muchas veces
mugriento. Pero el tipo clásico de café ha desaparecido, y las tertulias en
torno a las mesas de mármol blanco limitan su duración a lo indispensable. El
café no es ya ese sitio donde las horas se consumían lenta e inútilmente, sino
un lugar de paso, un pequeño remanso en el ajetreo de la vida cotidiana. Entrar
y salir con el mismo cigarrillo en los labios. Fíjense ustedes en que ahora hay
menos colillas por los suelos de los
cafés. Antes, el cliente dejaba su cajetilla repleta encima de la mesa y no
salía hasta que la funda quedaba vacía. El café se llenaba de colillas, de
fundas arrugadas y de humo espeso. Entrar en un café hace unos años era, para
los no acostumbrados, una empresa arriesgada, parecida a la de los soldados que
en la guerra tienen que atravesar una nube de gases asfixiantes. El humo creaba
en estos cafés herméticos, muchos de los cuales necesitaban la luz eléctrica a
cualquier hora del día, una atmósfera turbia, densa, pesada, molesta y
antihigiénica. Si había antes tantos hombres pálidos era, creo yo, por culpa de los cafés. En los cafés se
veían semblantes amarillos de señores con hongo, que parecían cadáveres
sentados. Se veía que por el visillo atisbaban el paso de un coche fúnebre,
para pararlo y decirle con toda la naturalidad al cochero: ‘¡Pronto! Al cementerio.
Antes de que me descomponga’.
Comprendo
que en estos cafés tienen enterrados sus recuerdos muchas personas, en nombre
de las cuales los escritores de pluma y tinterillo, que escribieron rodeados de
espejos, nos obsequian ahora con unas crónicas terriblemente nostálgicas, en
las que a cada momento se habla de los sofás blandos y rojos –nada cómodos, a
partir del cuarto de hora–; del vals que tocaba un pianista desgalichado o una
señorita clorótica, y de una viejecita con manteleta que se tomaba lentamente
su café con media. Esta viejecita con manteleta no falta en ningún artículo de
café, y yo he llegado a sospechar que es siempre la misma, contratada en varios
cafés como detalle decorativo y como espoleo de la imaginación de los
cronistas.
La dama de la manteleta y del tópico periodístico |
Comprendo
la tristeza de las cosas perdidas; pero, vamos, me parece a mí que no es para
ponerse a llorar literariamente a moco tendido, de un modo amargo y
desconsolador, desgarrado, porque se hayan perdido unos sofás rojos, unos espejos y una viejecita con
manteleta. Es posible que tanta literatura no obedezca sino a la tentación de
decir que en esos espejos ¡se reflejaban tantas cosas! De todos modos, no hay
que llorar demasiado porque aun quedan varios cafés de estos, donde los
contumaces del tiempo perdido pueden seguir encendiendo pitillos y hablando de
política. Pero, insisto, no hay que lamentar excesivamente la pérdida de los
viejos cafés, donde hasta los bocadillos de jamón tenían un perfume antiguo, o,
mejor, rancio. Lo que se ha perdido en anecdotario se gana en confort e higiene y en amplitud visual.
Hay ya cafés donde, desde las últimas mesas, se pueden ver pasar los tranvías,
y, desde luego, la renovación del aire contribuye poderosamente a que la
palidez haya huido de muchos rostros. En estos nuevos cafés, con iluminación
indirecta, con sillas cubistas y con paisajes de aluminio, los clientes no
permanecen generalmente sino el tiempo justo para tomar su consumición. Hay que
hacer en la vida otras cosas más importantes que perder las horas hablando mal
de la gente o contemplando las espirales del humo. Además que el camarero, en
cuento un señor se dispone a perder las horas en el café, le fulmina con unas
miradas cargadas de rencor, si es que no se acerca dos o tres veces a decir eso
de: '¿Ha llamado el señor?'. Pregunta que hay que interpretar así: '¿Pero cuándo
se va usted, so pelmazo?'.
Notemos,
en los cafés nuevos, la tendencia a alargar los mostradores. En efecto, cada
vez es más numeroso el público que toma de pie –o, a lo sumo, sentado en un
taburete– su café, su aperitivo o su merienda. Es un síntoma de la época. No
hay tiempo para sentarse. Yo espero que dentro de cierto plazo se inaugurará un
gran café en el que todo sea mostrador.
Será el café más a propósito para la hora de hoy, aunque en realidad yo no sé
si a este café próximo futuro se le podrá llamar café».
“Lo
que se va y lo que llega…
El
café de ayer y el café de hoy”
Crónica, 4-11-1934.
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