Selfies




Gérard de Nerval nunca transigió con la fotografía, discutió ferozmente sus pretensiones realistas y terminó sublevándose contra su propio retrato. “¡Infame daguerrotipo!”, gritó ante el que le había hecho Adolphe Legros. El disgusto fue colosal cuando descubrió que la odiada imagen había servido como modelo para el grabado de Eugène Gervais que ilustraba el frontispicio de una monografía sobre su obra. El escritor no se reconocía en aquel rostro marcado por los estropicios de la depresión y la locura. Incapaz de resignarse, anotó al pie de la estampa su protesta: «Yo soy el otro». Nerval, el escritor, percibía una discrepancia absoluta entre el retrato y el retratado. Nerval, el loco así diagnosticado, abominaba de la falsedad de la efigie y se reivindicaba en una identidad escindida de la imagen.

Fue también una voz loca la que enfrentó a Miguel de Unamuno a sus retratos fotográficos. De visita en un manicomio barcelonés, el escritor accedió a encontrarse con un paciente que deseaba conocerlo. Tras ser presentados, mantuvieron un breve diálogo: «El joven recluido, con acento marcadamente catalán, me preguntó: ‘¿El señor don Miguel de Unamuno?’. ‘El mismo’, respondí; y él entonces: ‘Pero el auténtico, ¿eh?, el de verdad, y no el que viene retratado en los papeles?...’. ‘El auténtico’, contesté sin pararme a pensar la contestación, porque si la pienso… ‘¡Gracias!’, añadió, y sin más decirme alejose». Un automatismo había dictado la respuesta, pero bien pensado: «¿Estaba loco el recluido del Manicomio de las Corts de Sarriá? ¿No encerraba su pregunta un sentido profundo? No pregunté si aquel incomprendido no habría sido teósofo antes de ingresar en aquella casa de salud, y aun si no seguía siéndolo». Y, desconcertado, añade: «¿Por qué le contesté al pensionado de Sarriá que sí, que yo era el auténtico Unamuno? ¿Estaba yo mismo seguro de ello? ¿No será el auténtico el otro, el que viene de vez en cuando retratado en los papeles?».

En 1854 Gérard de Nerval reniega de su fotografía: él es el otro, no el del retrato. En 1924 Miguel de Unamuno expresa la sospecha contraria: él es el otro, su retrato. Las siete décadas no habían transcurrido en vano. El tiempo fue empleado en amansar aquella incomodidad inicial, una especie de comezón neoplatónica exacerbada por el invento de la fotografía. Los modelos aprendieron primero a posar. Después, se adiestraron en la coquetería suprema: someter al  retrato, mendaz por naturaleza, para que dibujase la verdadera identidad. Unamuno mantuvo una lucha esforzada con sus fotos, ejercicio acuciante cuando ya no era posible ignorar que a las imágenes que lo publicitaban en los periódicos –y tal vez a sus artículos, pero no a los libros– debía su celebridad. Siempre vistió con lo que para unos era traje de pastor protestante y para otros, uniforme de intelectual. Usaba gafas de búho o lechuza, el ave que puede ver en la oscuridad, por aquello para darles hecho el trabajo a los caricaturistas. Y alardeó de su nariz aguileña en mil retratos de perfil («Yo tengo más fisonomía visto de lado que no de frente. Hasta como escritor público creo que me ocurre lo mismo»). Al fin, consiguió acomodar la iconografía a la identidad del escritor que pretendía ser y con tal éxito que fue seducido por la idea de que él era la metáfora laboriosamente fabricada. No llega a afirmarlo, no se atreve a tanto, porque aún está muy cerca la conciencia de la pose.

Esa conciencia, inalienable durante un momento de la historia de nuestra relación con la fotografía, ha sido aniquilada. Así lo sugiere la pandemia universal del selfie y también la propagación de la palabra. El anglicismo es intraducible, porque no indica solo que el autor y el modelo son uno (lo que siempre se ha conocido como autorretrato). Si algo define al selfie y denota la palabra como ninguna otra voz podría hacerlo, es la idea de la perfecta equivalencia entre el retrato y el retratado. «Yo soy el retrato y no hay otro», proclama el selfie, insólito sustantivo reflexivo. Él designa una nueva conciencia, plena y satisfecha, de la cabal coincidencia de la identidad y la fotografía. Por fin ha sido liquidada la prehistórica incomodidad que despertaba el ojo de la cámara y abolido el desasosiego con que fue contemplado el retrato que guardaba algún parecido con uno, pero no era uno. Aquella clarividencia perturbada que veía en el retrato una imagen que suplantaba y falsificaba la propia identidad, que sabía que la personalidad es múltiple y desubicada ha sido exterminada. Aquella lucidez demente ha cedido ante la vocación totalitaria de la fotografía. Se supone que debería resultar tranquilizador un mundo lleno de narcisistas y exhibicionistas, muy cuerdos todos, que creen en el poder unívoco del selfie y en la sinécdoque del belfie.

http://www.telegraph.co.uk/technology/news/11015672/Wikipedia-refuses-to-delete-photo-as-monkey-owns-it.html

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