Las apariencias, y las fotos de estudio, engañan. La de arriba podría parecer la triste estampa del administrador de un periódico y, sin embargo, corresponde a una de sus víctimas: Luis Bonafoux. El cronista, con un pie en el estribo del tren que lo iba a llevar a París, se despide de Azorín quejándose de los miserables que pagaban tarde, mal o nunca:
«Me voy, querido amigo, con el alma contristada, fatigado, amargado de tanta estupidez, de tanta mala fe, de tanta miseria. En Madrid todo es pequeño y pobre. Los grandes periódicos pagan cinco duros por artículo; los duques fuman tabaco de a noventa. ¡Oh, qué España! […] Los redactores son lacayos: los que adulan al amo que da los quince o veinte duros mensuales –¡cuando no los diez!–. Para cobrar un artículo en Madrid hay que levantar acta notarial. Pide el industrial el artículo; se manda el artículo; se examina el artículo; duerme el artículo un par de meses; por fin se publica el artículo (quitándole lo fuerte, naturalmente; lo fuerte es el ingenio) y luego se va el autor tres, cuatro o cinco veces a ver al administrador, se discute el precio, se aplaza –¡todavía más! – el cobro… y por fin se cobra. Créame usted, mi estimado amigo. Esto es abominable. Un país donde la juventud escribe artículos por un café, es un país perdido».
Cit. por Azorín, en “Bonafoux en la estación”,
Vida nueva, núm. 83, 7 de enero de 1900
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