"Todas estas criaturas pesadillescas -dragones, gárgolas, basilicos, esfinges con pechos de mujer, leones alados, minotauros, centauros, quimeras- que llegan a nosotros de la mitología (que por derecho propio debería poseer el estatuto de surrealismo clásico) son
nuestro autorretrato".
nuestro autorretrato".
Joseph Brodsky, Marca de agua
Se acerca muy despacio. Es apenas una premonición del agua de los canales, que se turba con una vibración desconocida. Sigue avanzando. La laguna todavía no comprende, pero tiene un pálpito distinto al presentimiento ondulado del viaje de la góndola. No se detiene. Y el presagio se vuelve un estremecimiento salpicado de olas que contagia a los pilotes crujidos ahogados. Un paso y otro más. Ruge la marejada. Los gemidos de los cimientos son ya un coro de alaridos y blasfemias que salen de las bocas de los pozos. Hasta la última bricola chilla de espanto. La bestia continúa impasible su marcha. Y las piedras veneradas por Ruskin se cuartean sin remedio. El paquidermo, cinco toneladas de inconsciente poder, descarga de nuevo su maciza andanada. Los tres arcos ceden, los puentes sucumben y las arquitecturas góticas se desmoronan con el estrépito del apocalipsis. El elefante berrea y la ciudad aúlla. Solo un segundo antes de sumirse toda ella en el fragor de la vorágine final, Venecia despierta de la pesadilla.
La ciudad emerge del sueño y vuelve en sí poco a poco, pero se le ha quedado prendida una tos de cieno y angustia. Por más que lo intenta, es incapaz de escupir el pánico. Entonces, ofuscada por un miedo supersticioso, toma su decisión: desterrará por siempre al elefante. Y así lo hizo ella, precisamente ella, que acoge a animales de todos las especies, géneros, familias y órdenes, animales rampantes y reptantes, dóciles y salvajes, minúsculos y gigantes, animales raros, exóticos, imposibles, monstruosos, mitológicos: cocodrilos, águilas, perros, chuchos, dromedarios, víboras, camellos, lobos, tortugas, corderos, puercoespines, asnos, grullas, zorros, abejas, peces espada, gatos, venados, caballos, pelícanos, cangrejos, ratas, osos, aves y serpientes del paraíso y de los infiernos, grifos, cancerberos, quimeras, centauros, basiliscos y dragones, seres deformes y prodigiosos y nacidos de coyundas fantásticas. Los ejemplares de este infinito catálogo zoológico son representados a menudo como depredadores: «Todos los animales de piedra de Venecia –advirtió Jan Morris– están en actitud de roer, descuartizar, pelear o morder, o enzarzados y retorcidos en un amasijo de patas, dientes, pelo, orejas y saliva». Pero la ciudad no se asusta de su instinto carnívoro, de su voracidad asesina. No teme la dentellada de ninguno de los ejemplares de su bestiario y la que menos, la del león, el emblema multiplicado por la propaganda de la Serenísima en una redundancia nunca satisfecha y centuplicado por las ferreterías en aldabas y pomos. La fiera está por todas partes: es un animal doméstico. Véase si no el león que dibujó Carpaccio acompañando a San Jerónimo en su entrada al convento, en el lienzo expuesto en la Scuola di San Giorgio degli Schiavoni: tuerce la cabeza en un gesto manso como si fuera un tierno e inofensivo gatito, convirtiendo en cómico el susto de los monjes que, con revuelo de hábitos, salen corriendo despavoridos al verlo. Ni siquiera es su antónimo el león alado que el mismo pintor hizo para el Palacio Ducal. Podría parecerlo, tan imponente y soberbio, superpuesto al perfil monumental que ofrece la Piazzetta vista desde el bacino de San Marcos, posando sus patas traseras en el Adriático, que fue la primera conquista de la talasocracia veneciana, y sujetando con una de sus zarpas delanteras un libro abierto por las páginas en las que figura inscrita la consabida leyenda, Pax tibi, Marce, Evangelista meus. Y, sin embargo, su estampa es más majestuosa que amedrentadora. Sus ojos miran con una solemnidad regia, con una gravedad inteligente, gatuna y humana; ni un punto de ferocidad leonina mancha el iris. No, Venecia no se siente amenazada por su fantástico bestiario. No teme en absoluto al león y por eso su figura pudo hacerse omnipresente. Es el elefante, el proscrito, el que la hace temblar de pánico. La ciudad llegó a creer que bastaba despintarlo de la iconografía para sacudirse los malos sueños y disolver el terror ácido que estruja el despertar, pero la criatura resiste haciendo de la terca mansedumbre su disciplina, oponiendo a los manoteos con los que se decreta su deportación el fabuloso vigor de su cuerpo áspero y lento. El animal se afirma con su natural complexión, dueña de la potencia indeclinable de las verdades oníricas, esas que impugnan el relato mentiroso que amañan los cronistas oficiales.
El elefante ha sobrevivido en el secreto de los delirios venecianos y en las páginas no escritas de una historia clandestina. [...]
[El texto completo de "Elefantiada veneciana" ha sido publicado en el número 9 de Jot Down].
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