«Para mí, los futuristas son los impresionistas urbanos».
Marcel Duchamp
¿Francia? Que no le preguntasen a Camba. Si él decía Francia, en realidad, estaba pensando en París y París era un rumor, el rumor de la gran ciudad, el divino rumor que intentaba grabar en sus artículos: «Yo sólo sé que en París no tengo que preocuparme de ver ni de leer. Me limito a oír. Me dejo arrullar por el rumor de París y me encuentro al poco rato saturado de parisianismo. Con el solo rumor de París me basta y me sobra para escribir mis crónicas». ¿Francia? Que no le preguntasen tampoco a Corpus Barga: «Las naciones pasan y las ciudades quedan. París es más antiguo que Francia, y cuando Francia desaparezca, París seguirá siendo París, seguirá teniendo el rostro inteligente, el corazón sensible, la pantorrilla redonda, el Sena hondo y las nubes bajas». Él era «un hombre de ciudad», «el Caín del hombre del campo que en mí pueda haber». Y esta querencia se fundaba tanto en la intuición de que el periodismo es urbano y local o será otra cosa, como en la seguridad de que la ciudad estaba llamada a convertirse en el baluarte donde resistir los chillidos histéricos del nacionalismo: «La ciudad es como el rostro del país, la expresión más inteligente; la nación es el cuerpo con todos sus instintos». El atronador embate fue ganando decibelios y mermando aquella vieja confianza. Corpus Barga comenzó a temer la capitulación y en 1927 decía: «La potencia del Estado moderno, del Estado nacional, supera a todo; sin embargo, la ciudad defiende aún su soberanía, se defiende contra la nación. Todo un aspecto del conflicto europeo no es más que esta lucha social entre las ciudades y las naciones, esta superación de las ciudades por las naciones. […] La gran ciudad, la capital, es, cada vez más, la ciudad a quien se le ha subido la nación a la cabeza; y el sentido de la ciudad lo defienden las ciudades más pequeñas, más independientes del Estado de la nación, con más razones propias de existir». El urbanita confeso y alarmado, que escribió sobre París, Roma, Milán y Florencia, Amsterdam y Utrecht, Viena, Budapest, Bucarest y hasta Sebastopol, sentía una especial debilidad por Venecia. Y fue esta, como ninguna otra, la que le permitió explicar su escritura.
Venecia era, por supuesto, la historia de la ciudad que había defendido su soberanía durante más tiempo que ninguna otra, pero Corpus Barga no se entrega al mito político que convierte a Ludovico Manin, desprendiéndose del corno ducal y la cuffietta, en el protagonista del final de la Serenísima: «A Venecia la mató Vasco de Gama cuando dobló la punta de África y abrió para Lisboa el comercio directo con las Indias». Venecia era también el cuento romántico que interpretaron George Sand y Alfred Musset, del que Corpus Barga se carcajeaba: «Fue un sainete o una farsa de la comedia italiana en la que no faltó el doctor Pantaléon, solamente que joven y guapo, en la persona del médico Pietro Pagello, o, dicho en castellano, Pedro Sonda, el cual, mientras curaba a Musset delirante, enamoró sin querer, tranquilamente, a Jorge Sand». Venecia era también su carnaval, pero no tanto el de las leyendas de excesos y libertinajes como el del «violín desesperado tan virtuosamente por Paganini». Corpus Barga sólo se rindió al único mito veneciano que no es un mito: el de su absoluta singularidad. Francesco Sansovino escribió en 1581 Venetia, città nobilissima et singolare; Corpus Barga, casi cuatro siglos después, se confesó fascinado por la ciudad única que contiene todas las ciudades posibles e impensadas, por la Venecia imprevista que «posee el secreto encanto de todas las Venecias posibles». Y a aquel escenario de «cosas extraordinariamente admirables» quiere marcharse volando en cuanto le llega la noticia de acqua alta: «Pues a estas horas, según comunica el telégrafo, puede presenciarse también en Venecia otro espectáculo extraordinario: la plaza de San Marcos se ha inundado y se atraviesa en góndola. En la ciudad de los canales no había una plaza acuática. Ahora la hay. ¿Sale algún hidroavión para Venecia? Que nos den billete. Las gloriosas palomas de la plaza, ante el grave problema de no poder posarse en ella, estarán convirtiéndose en cisnes».
La laguna véneta reclamando para sí la plaza de San Marcos habría ofrecido la excusa perfecta a Maurice Barrès y su ralea para mecer en una góndola sus tétricas elucubraciones sobre la muerte de la ciudad. Sin embargo, Corpus Barga pide billete para un hidroavión, se diría que un hidroavión futurista si no fuese malinterpretado. Él podía estar de acuerdo con los futuristas en que a Venecia le sobraba toda «toda la literatura enfermiza y el enorme ensueño nostálgico con que las envolvieron los poetas» y, tal vez, aceptar la invitación a reírse comparando tales efusiones líricas «a boñigas colosales que los mamuts dejaron caer aquí y allí al vadear las lagunas prehistóricas»; desde luego, estaba dispuesto a «redimir a Venecia de su venal claro de luna de hotel de viajeros» y de alguna manera lo hizo al recordar que la verdadera luna de Venecia, la que alumbraba los esponsales de los dogos con el Adriático, era la media luna turca. Y, sin embargo, jamás se agacharía a recoger las octavillas del manifiesto Contro Venezia passatista que lanzaron los futuristas desde la Torre del Reloj en San Marcos, si se atiende a un artículo suyo de 1919: «Hay un futurismo en política, como lo hay en pintura, en música, etc., y así como el futurismo artístico es avanzado, porque el arte es más bien reaccionario, en política el futurismo es reaccionario porque la política va hacia adelante, mientras que el futurismo marcha siempre a contrapelo y realiza la fórmula que sintetiza la siguiente frase: “Ideas viejas y cosas nuevas”, que es verdaderamente la fórmula reaccionaria». El propio Marinetti le dio la razón en 1925: el fascismo «es el futurismo político». Corpus Barga abominaba de la apelación futurista a construir «la grandiosa y robusta Venecia industrial y militar que debe concluir con la insolencia austríaca» y, de ninguna manera, aceptaba su impugnación de Venecia.
Corpus Barga no impugna Venecia, la ciudad que amó como ninguna otra la mitología y creó la suya propia. Lo que hizo el escritor fue crear el mito para una Venecia posible e improbable, el de la fantástica y poética metamorfosis de las palomas convertidas en cisnes en la plaza acuática de San Marcos contempladas desde el vuelo del hidroavión. Sólo en Venecia podía Corpus Barga acertar a definirse de forma tan exacta: el más puro clasicismo combinado con el futurismo del hidroavión. No consiguió billete y él, aeronauta en la más auténtica y progresista vanguardia, muy por delante de Fédèle Azari, no pudo redibujar la Veduta a volo d’uccello de Jacopo de’ Barbari. Algo más que una aeropintura poética y periodística perdió Venecia en 1934: aquel mismo año Mussolini y Hitler se entrevistaron personalmente por primera vez y eligieron para hacerlo la ciudad del león alado, gustosamente humillado para la ocasión.
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