Bento acaricia el propósito de hacerse periodista y pide la aprobación de Fradique Mendes, quien, por supuesto, se la niega: «Tu idea de fundar un periódico es dañina y execrable. […] ¡Seguro que el diablo ya está echando más brasas bajo la caldera de pez en que, después del juicio, te recocerás y aullarás, mi buen Bento, pedazo de réprobo!». Como no quería pasar por un moralista amargo y exagerado, por un Juan Crisóstomo cualquiera, enumeraba para su corresponsal los pecados capitales del periodismo.
Primero.
La prensa ha hecho arraigar «el hábito funesto de las opiniones ligeras».
«Formamos
nuestras macizas conclusiones con impresiones fluidas. Para juzgar en política
el hecho más complejo nos contentamos simplemente con un rumor, apenas
percibido en una esquina en una mañana de viento. Para apreciar en literatura
el libro más profundo, repleto de ideas nuevas, que el amor de dilatados años
encadenó fuertemente, nos basta sólo con hojear aquí y allá unas páginas, a
través del humo del puro. Especialmente para condenar, nuestra ligereza es
fulminante. Con qué soberana facilidad declaramos ‘¡Éste es un animal!’. ‘¡Aquel
es un tunante!’. Para proclamar ‘¡Es un genio!’ o ‘¡Es un santo!’ ofrecemos una
resistencia más importante. […] La opinión tiene siempre, y únicamente, por
base ese minúsculo aspecto del hecho, del hombre, de la obra, que pasó como un
rayo ante nuestros ojos fortuitos. Por un gesto juzgamos un carácter, por un
carácter valoramos un pueblo. Un inglés, con quien antaño viajé por Asia, docto
varón, colaborador de revistas, socio de Academias, consideraba a todos los
franceses, desde los senadores hasta los barrenderos, ‘unos puercos y unos
ladrones…’. ¿Por qué, Bento? Porque en casa de su suegro había un criado,
vagamente oriundo de Dijon, que no se mudaba el cuello de la camisa y hurtaba
los puros. Este inglés ilustra magistralmente la formación escandalosa de
nuestras generalizaciones. Y ¿quién ha arraigado en nosotros esas costumbres de
desoladora liviandad? El periódico, el periódico, que ofrece cada mañana, desde
el editorial hasta los anuncios, una masa espumeante de opiniones ligeras,
improvisadas la víspera, a medianoche, entre el silbido del gas y el hervidero
de cuchufletas, por esos excelentes muchachos que irrumpen en la redacción,
agarran una tira de papel, y, sin sacarse el sombrero, deciden con dos trazos
de su pluma sobre todas las cosas de la tierra y del cielo. Tanto si se trata
de una revolución del Estado, de la solidez de un banco, de una comedia de
magia o de un descarrilamiento, el garrapateo de la pluma, de un solo rasgo,
difunde y juzga».
Segundo
pecado, «más negro todavía» que el primero. El periódico es «el fuelle
incansable que aviva la vanidad humana, la irrita y esparce la llama».
«Nunca
la vanidad ha sido, como en nuestro condenado siglo XIX, el motor del
pensamiento y de la conducta. En estos estadios de civilización, ruidosos y
huecos, todo deriva de la vanidad, todo tiende a la vanidad. Y la nueva forma
de la vanidad para el civilizado consiste en ver su querido nombre impreso en el
periódico. ‘¡Venir en los periódico!’, ¡he aquí hoy la impaciente aspiración y
la recompensa suprema! […] Y por esa vanagloria los hombres se pierden, las
mujeres se envilecen, los políticos destruyen el orden del Estado, los artistas
caen en la extravagancia estética, los sabios alardean de teorías ridículas
y de todos los rincones, en todos los géneros, surge la horda aulladora de los
charlatanes… […] ¡Observa cuántos prefieren ser insultados a ser ignorados!
(Hombrecitos de letras, poetisas, dentistas, etc.). […] Por aparecer en el
periódico hay asesinos que asesinan. Incluso el viejo instinto de conservación
cede al nuevo instinto de notoriedad, y existe algún listillo que ante un funeral
convertido en apoteosis por la abundancia de coronas, de coches y de plantos
oratorios, se relame los labios, pensativo, y desea ser el muerto».
Tercer
y último pecado, «negrísimo». El periódico, como la Furia antigua, empuja a los
hombres a la intransigencia, la discordia y la guerra.
«Tú
fundas con tu nuevo periódico, una nueva escuela de intolerancia. En torno a
ti, a tu partido, a tus amigos, levantas un muro de piedra menuda y bien
cimentada; dentro de ese pequeño muro, donde plantas tu banderola con el
habitual lema de ‘imparcialidad, desinterés, etc.’ sólo habrá, según Bento y su
periódico, inteligencia, dignidad, sabiduría, energía, civismo; más allá de ese
muro, según el periódico de Bento, ¡sólo habrá, necesariamente, sandez, vileza,
inercia, egoísmo, trapicheos! La disciplina de partido (y para satisfacerte
considero partido en su sentido más amplio, que abarca la literatura, la filosofía,
etc.) te impone fatalmente esta divertida separación entre virtudes y vicios.
Cuando entres en combate nunca más podrás admitir que la razón o la justicia o
la utilidad se encuentren del lado de aquellos contra quienes descargas por la
mañana tu metralla silbante de adjetivos y verbos, porque entonces la decencia,
si no la conciencia, te obligaría a saltar el muro y a desertar hacia esos
justos. Tienes que sostener que son maléficos, irracionales, bellacos y que
merecen sin duda el plomo con que los atraviesas. […] El periódico ejerce hoy
todas las funciones malignas del difunto Satanás, de quien ha heredado la
ubicuidad; y es no sólo el Padre de la Mentira, sino también el Padre de la
Discordia».
La oda
y la diatriba son géneros antitéticos que comparten la misma dificultad:
incendian la plumas de sus autores. Se calientan, se calientan, se calientan…
hasta la combustión. Al escritor de odas le termina saliendo un merengue cursi y
al libelista, una admonición apocalíptica. Fradique Mendes está ya a punto de
pronosticar que el periódico será el responsable de la vuelta inminente a la barbarie
medieval cuando frena en seco:
«¡Pero
escucha! ¡Las once! Once horas ligeras están bailando en mi viejo reloj el
minué de Gluck. Y esta carta va ya, como la de Tiberio, muy tremenda y verbosa, verbosa et tremenda epistola; y yo
tengo prisa por terminarla, para ir, antes del almuerzo, a leer con delicia mis
periódicos».
¿Lo
han entendido los escritores de odas?
1 comentarios:
La carta de Fradique Mendes es, en realidad, la reescritura de un artículo que Eça de Queirós había publicado en el periódico brasileño «Gazeta de Notícias» en 1894: «El señor Brunetière y la prensa», recogido en «Ecos de París» (Acantilado, 2004). La invectiva, que recogía los argumentos decimonónicos más habituales contra la prensa, también terminaba con el cronista marchándose con prisa a «leer los periódicos con fruición».
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