Los regímenes liberales borraron de las disposiciones legales la evidencia absolutista de la censura previa, lo que no significó, ni mucho menos, que renunciasen a establecer otros métodos de control de lo publicado. Se descartaron, en efecto, las estrategias más ortopédicas y aparatosas; a cambio, se inventaron otras más sutiles, pero igualmente eficaces para la coerción. De esta forma, se hizo común en la ladina legislación liberal de distintos países la figura del editor responsable, a quien se exigía solvencia moral y económica, que debía demostrar acreditando cierto nivel de renta anual procedente de bienes propios, no del trabajo. Asimismo, se fijaron elevadas fianzas como requisito imprescindible para la fundación de un diario. Ya lo dejó escrito Larra: la libertad se cobraba "muy cara, como bocado delicado que es”. En efecto, la libertad de imprenta se convirtió en una libertad censitaria que sólo disfrutaban quienes podían pagársela y que, por esa misma razón, no despertaban el recelo de que la fuesen a utilizar contra el establishment del que formaban parte. Aquellas medidas de inofensiva apariencia fiscal eran, en realidad, restricciones de carácter político: nacieron del temor a una prensa pobre, menor y espontánea, mucho más guerrillera y radical, que proliferaba en cuanto los controles desaparecían de hecho.
Aquellas métodos censorinos terminaron por ceder, pero ni un minuto antes de que fuesen innecesarios. Sólo cuando la complejidad de la infraestructura y la industria informativa fue tal que pasó a requerir fortísimas inversiones económicas, se prescindió del dictado de medidas expresas contra quienes, en los márgenes del sistema y con escasísimos recursos, utilizaban una imprenta con osadía ideológica. Manuel Vázquez Montalbán lo explicó así en Historia y comunicación social:
“Los medios de comunicación no sólo han sido consecuencia de modos de producción y organización social sino que han tendido a perpetuarlos. Cuando han fraguado ideas de cambio en torno a sujetos armados de ideas para crear opinión y energía histórica de cambio han tenido que burlar las reglas establecidas por el sistema de comunicación dominante. Para proponer el cambio siempre se ha tenido que recurrir a sistemas de comunicación alternativos en desigualdad de condiciones con los sistemas establecidos.
Esto era instrumentalmente asumible cuando los soportes del mensaje eran manuales y en interrelación con una relación espacio y tiempo al alcance del esfuerzo físico humano, pero, a medida que se complica la máquina de comunicar, la capacidad para dar un mensaje socialmente operativo y alternativo al propuesto por el sistema es cada vez más difícil. A un impreso del poder mediante máquina plana se le podía oponer algo parecido a una máquina más o menos clandestina o copias escritas a mano, como se hizo prácticamente hasta la Revolución francesa. Era un juego que permitía un cierto tête-à-tête, una cierta contraposición”.
Desde que Vázquez Montalbán escribió estas líneas, ha aparecido Internet, cuyas posibilidades ofrecen la ilusión de que un discurso underground y contestatario pueda tener alguna posibilidad de tête-à-tête con el discurso dominante. En la entrevista que Vicente Verdú hacía a Umberto Eco en El País Semanal del pasado domingo, el italiano celebraba las posibilidades para la disidencia que ofrece Internet en China, al tiempo que, en una curiosa distinción geográfica, deploraba los peligros que conlleva el nuevo medio en otros países en donde, en su opinión, queda reducido a la categoría de nido de una caterva de locos:
“[…] cualquiera puede conectarse: yo, usted o un señor X que está loco, mientras que ese señor X no puede montar una editorial o un periódico, necesita gentes que le apoyen. Hay filtros sociales: antes de que alguien haga un periódico están los que le dan dinero, los periodistas… Hay filtros: a través del que le da el dinero, de los periodistas, sabemos que es fascista o comunista… En cambio, con Internet, el señor Fulano no se sabe quién es. Usted y yo, que somos personas de cierta cultura, podemos darnos cuenta muchas veces de si el que hace el sitio de Internet está loco o no, pero si es un sitio sobre física nuclear, usted no se da cuenta, y yo tampoco. Así que imagine a los jóvenes que utilizan Internet en la escuela y pueden encontrar un sitio racista, un sitio negacionista… Y no saben hasta qué punto creerlo o no”.
Es difícil entender por qué a Umberto Eco le parece especialmente preocupante que los discursos racistas y negacionistas tengan un cauce de expresión en Internet, cuando, como él mismo admite, también lo encontraron en la era de Gutenberg. No es más fácil hallar justificación para la libertad tutelada que el escritor, haciendo gala de un inequívoco talante aristocrático, viene a proponer. Pero son éstas las reflexiones y argumentos que arropan su patente desconfianza hacia el hecho de que Internet haya abolido los filtros que él denomina sociales, antes de desechar el eufemismo y aclarar que se refiere al filtro del dinero. Entonces, todo se vuelve meridianamente diáfano. De lo que está hablando Umberto Eco es de su pavor a la extinción de la pródiga tradición de controles económicos sobre lo publicado, que fueron expresos en los sistemas nacidos de las revoluciones liberales e implícitos en las llamadas democracias occidentales. El italiano se retrata como un apocalíptico mal informado, porque no parece haberse enterado de que los filtros no han desparecido –qué es Google, por ejemplo–, ni tampoco hay visos de que lo vayan a hacer; así que puede quedarse tranquilo. Pero también es un apocalíptico preliberal, puesto que no deja de haber en su pensamiento un resabio de aquella moralidad del absolutismo aliado con el Altar cuando advierte, espantado, que la búsqueda en Internet de Jesucristo arroja 3.500.000 resultados frente a los 130.000.000 de porno. Llegados a este punto de la entrevista y habiendo entrado ya en calor, Umberto Eco gana seguridad y sus juicios, rotundidad:
“Porno gana por 100 veces a Jesucristo. ¿Qué hacemos frente a esta inmensidad de mensajes? Por un lado, Internet puede ser un instrumento de liberación para los jóvenes chinos que consiguen decir cosas que el régimen impide que se digan, pero del mismo modo puede estar corrompiendo por la abundancia de mensajes sexuales que les llegan. Antes, el político medio entendía el sexo como un momento de descanso: cuando había ganado la batalla de Austerlitz… ¿Pero con quién practicaba el sexo? Con la condesa Castiglione, con Sarah Bernhardt, con mujeres que valían la pena. Ahora estos políticos no lo entienden como un descanso después del trabajo, sino como lugar del trabajo, y se conforman con putillas.
Piense en la historia de los sacerdotes: antes el sacerdote vivía en la rectoría y sólo veía al ama de llaves, fea y con bigote, y leía L’Osservatore Romano. Ahora ve la televisión todas las tardes y ve senos, culos, y luego decimos que se convierte en pedófilo. El pobre diablo tiene ante sí una serie de provocaciones. El pobrecillo tiene que ver todas las noches en la televisión pública cosas que antes… Y lo mismo ocurre en el mundo político: es toda una degeneración. Y lo mismo Internet: son lo que ven los 130.000.000 de sitios pornográficos en lugar de los 3.000.000 millones de sitios sobre Jesús”.
Las respuestas de Umberto Eco demuestran que entre el Filósofo Rancio, autor de una publicación absolutista española que decía cosas como aquello de que “liberal y cornudo es todo uno”, y el apocalíptico ultraconservador de la era de Internet no hay ni medio paso en la escala evolutiva ideológica. Claro está que afirmamos esto porque hemos decidido apuntarnos a la filosofía bienpensante del profesor italiano, que atribuye una credibilidad indubitable a un papel periódico como El País. De otra forma, podríamos llegar a presumir que el diario paga 20 euros por entrevista y que, siendo así y para evitar la ruina, Vicente Verdú decidió inventar las respuestas de Umberto Eco, que no tiene un Nobel pero sí 38 honoris causa.
Aquellas métodos censorinos terminaron por ceder, pero ni un minuto antes de que fuesen innecesarios. Sólo cuando la complejidad de la infraestructura y la industria informativa fue tal que pasó a requerir fortísimas inversiones económicas, se prescindió del dictado de medidas expresas contra quienes, en los márgenes del sistema y con escasísimos recursos, utilizaban una imprenta con osadía ideológica. Manuel Vázquez Montalbán lo explicó así en Historia y comunicación social:
“Los medios de comunicación no sólo han sido consecuencia de modos de producción y organización social sino que han tendido a perpetuarlos. Cuando han fraguado ideas de cambio en torno a sujetos armados de ideas para crear opinión y energía histórica de cambio han tenido que burlar las reglas establecidas por el sistema de comunicación dominante. Para proponer el cambio siempre se ha tenido que recurrir a sistemas de comunicación alternativos en desigualdad de condiciones con los sistemas establecidos.
Esto era instrumentalmente asumible cuando los soportes del mensaje eran manuales y en interrelación con una relación espacio y tiempo al alcance del esfuerzo físico humano, pero, a medida que se complica la máquina de comunicar, la capacidad para dar un mensaje socialmente operativo y alternativo al propuesto por el sistema es cada vez más difícil. A un impreso del poder mediante máquina plana se le podía oponer algo parecido a una máquina más o menos clandestina o copias escritas a mano, como se hizo prácticamente hasta la Revolución francesa. Era un juego que permitía un cierto tête-à-tête, una cierta contraposición”.
Desde que Vázquez Montalbán escribió estas líneas, ha aparecido Internet, cuyas posibilidades ofrecen la ilusión de que un discurso underground y contestatario pueda tener alguna posibilidad de tête-à-tête con el discurso dominante. En la entrevista que Vicente Verdú hacía a Umberto Eco en El País Semanal del pasado domingo, el italiano celebraba las posibilidades para la disidencia que ofrece Internet en China, al tiempo que, en una curiosa distinción geográfica, deploraba los peligros que conlleva el nuevo medio en otros países en donde, en su opinión, queda reducido a la categoría de nido de una caterva de locos:
“[…] cualquiera puede conectarse: yo, usted o un señor X que está loco, mientras que ese señor X no puede montar una editorial o un periódico, necesita gentes que le apoyen. Hay filtros sociales: antes de que alguien haga un periódico están los que le dan dinero, los periodistas… Hay filtros: a través del que le da el dinero, de los periodistas, sabemos que es fascista o comunista… En cambio, con Internet, el señor Fulano no se sabe quién es. Usted y yo, que somos personas de cierta cultura, podemos darnos cuenta muchas veces de si el que hace el sitio de Internet está loco o no, pero si es un sitio sobre física nuclear, usted no se da cuenta, y yo tampoco. Así que imagine a los jóvenes que utilizan Internet en la escuela y pueden encontrar un sitio racista, un sitio negacionista… Y no saben hasta qué punto creerlo o no”.
Es difícil entender por qué a Umberto Eco le parece especialmente preocupante que los discursos racistas y negacionistas tengan un cauce de expresión en Internet, cuando, como él mismo admite, también lo encontraron en la era de Gutenberg. No es más fácil hallar justificación para la libertad tutelada que el escritor, haciendo gala de un inequívoco talante aristocrático, viene a proponer. Pero son éstas las reflexiones y argumentos que arropan su patente desconfianza hacia el hecho de que Internet haya abolido los filtros que él denomina sociales, antes de desechar el eufemismo y aclarar que se refiere al filtro del dinero. Entonces, todo se vuelve meridianamente diáfano. De lo que está hablando Umberto Eco es de su pavor a la extinción de la pródiga tradición de controles económicos sobre lo publicado, que fueron expresos en los sistemas nacidos de las revoluciones liberales e implícitos en las llamadas democracias occidentales. El italiano se retrata como un apocalíptico mal informado, porque no parece haberse enterado de que los filtros no han desparecido –qué es Google, por ejemplo–, ni tampoco hay visos de que lo vayan a hacer; así que puede quedarse tranquilo. Pero también es un apocalíptico preliberal, puesto que no deja de haber en su pensamiento un resabio de aquella moralidad del absolutismo aliado con el Altar cuando advierte, espantado, que la búsqueda en Internet de Jesucristo arroja 3.500.000 resultados frente a los 130.000.000 de porno. Llegados a este punto de la entrevista y habiendo entrado ya en calor, Umberto Eco gana seguridad y sus juicios, rotundidad:
“Porno gana por 100 veces a Jesucristo. ¿Qué hacemos frente a esta inmensidad de mensajes? Por un lado, Internet puede ser un instrumento de liberación para los jóvenes chinos que consiguen decir cosas que el régimen impide que se digan, pero del mismo modo puede estar corrompiendo por la abundancia de mensajes sexuales que les llegan. Antes, el político medio entendía el sexo como un momento de descanso: cuando había ganado la batalla de Austerlitz… ¿Pero con quién practicaba el sexo? Con la condesa Castiglione, con Sarah Bernhardt, con mujeres que valían la pena. Ahora estos políticos no lo entienden como un descanso después del trabajo, sino como lugar del trabajo, y se conforman con putillas.
Piense en la historia de los sacerdotes: antes el sacerdote vivía en la rectoría y sólo veía al ama de llaves, fea y con bigote, y leía L’Osservatore Romano. Ahora ve la televisión todas las tardes y ve senos, culos, y luego decimos que se convierte en pedófilo. El pobre diablo tiene ante sí una serie de provocaciones. El pobrecillo tiene que ver todas las noches en la televisión pública cosas que antes… Y lo mismo ocurre en el mundo político: es toda una degeneración. Y lo mismo Internet: son lo que ven los 130.000.000 de sitios pornográficos en lugar de los 3.000.000 millones de sitios sobre Jesús”.
Las respuestas de Umberto Eco demuestran que entre el Filósofo Rancio, autor de una publicación absolutista española que decía cosas como aquello de que “liberal y cornudo es todo uno”, y el apocalíptico ultraconservador de la era de Internet no hay ni medio paso en la escala evolutiva ideológica. Claro está que afirmamos esto porque hemos decidido apuntarnos a la filosofía bienpensante del profesor italiano, que atribuye una credibilidad indubitable a un papel periódico como El País. De otra forma, podríamos llegar a presumir que el diario paga 20 euros por entrevista y que, siendo así y para evitar la ruina, Vicente Verdú decidió inventar las respuestas de Umberto Eco, que no tiene un Nobel pero sí 38 honoris causa.
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