Renacimiento acaba de reeditar en un volumen tres novelas
cortas -El literato, Mundo subterráneo y
Nicéforo,
el tirano- que José Mª Salaverría publicó en la colección “El
cuento semanal”. El ejercicio de arqueología literaria puede ofrecer algún
interés, dudoso y en todo caso no mayor al que revestiría otro de
paleontología periodística. Salaverría fue un esforzado articulista que gastaba
una prosa tiesa. Pero entre la paja decimonónica, aquí y allí, algunas líneas
estimables. Aquí, en La Vanguardia del 23 de febrero de 1916, una pulla
a la profesión:
“¡Cuán grotesca suele ser a veces la superstición de la
letra impresa! Una persona inteligente y cultivada no duda en aceptar las
palabras de su periódico como indubitables; esa persona conoce acaso algún
periodista, sabe el grado mental y ético que alcanzan los periodistas. Sin
embargo, al leer por la mañana su periódico, lo acepta como un oráculo. Los
mismos periodistas, que saben cómo se hacen los periódicos, suelen aceptar
humildemente las versiones de un periódico de París y Londres, y dan fe a esas
versiones amañadas, como si los periodistas de Londres y París no escribieran
igual que todos, bajo el imperio de una necesidad de amaño y consolación”.
Y allí, en el ABC del 3 de junio de 1908, la interviú imaginaria con el presidente del Gobierno y
la acotación sarcástica sobre la motita de sangre que el prohombre dejó en el
impecable cuello de su camisa al espachurrar una hormiguita.
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