¿Cuántas
veces tuvo la ocasión Wenceslao Fernández Flórez de contar el cuento del
sombrero hongo que tuvo la prodigiosa facultad de investirlo como director de
periódico? A saber, pero tuvieron que ser muchas, muchísimas. Repetido una vez y
otra más, año tras año, el cuento de 1919 fue cambiando lenta e
imperceptiblemente; primero quedaba suprimido un detalle, más tarde otro venía
a sustituirlo; era incorporado un hallazgo casual y espontáneo o se ensayaban
distintos desenlaces estudiando el efecto que creaban en el interlocutor. En
fin, para 1933 la versión lucía así de apañada:
«A los
veinte años –nos dice Fernández Flórez ofreciéndonos un cigarrillo aromático–
era director del Diario de El Ferrol. Estaba
yo entonces en La Coruña –mi pueblo natal– escribiendo en La Tierra de Galicia, cuando fui requerido para dirigir el repetido
diario ferrolense. Este periódico tenía una gran importancia; por cierto, fue
el primero que usó en España la telegrafía sin hilos.
A mi
llegada, los primates del partido conservador se habían reunido para juzgarme.
Confieso que la impresión que debí de causarles no sería muy satisfactoria. Yo
era delgado como una cuña, y mi rostro resultaba completamente infantil.
Por
aquella época llevaba yo un sombrero de anchas alas, inclinada una de ellas
hacia un lado; era como una reminiscencia de mi romanticismo. Esta
reminiscencia, que a mí me parecía de perlas, no debió de parecer tan bien a
aquellos señores, porque lo primero que me indicaron fue la necesidad de
cambiar mi sombrero –impropio de todo un señor director del Diario de El Ferrol -¡¡por un hongo!!...
¡Ya ve usted! ¡Un hongo!... Pero, en fin, no hubo más remedio que sufrir con
resignación el calvario del hongo. Después, acto seguido, ¡a escribir un
artículo de política!».
Wenceslao Fernández Flórez, en 1907 |
La
verdad, como suele ser habitual, tiene mucho menos lustre. En 1907, que es la
fecha de su llegada al Diario de El
Ferrol, las fotos muestran a Wenceslao como un pipiolo convencional y
relamido al que cabe imaginar calándose un sombrero hongo, sin que nadie
tuviese que sugerírselo, para ganar los años y la distinción que requiere un
director de periódico local –local, pero con servicio de telegrafía sin hilos. Entonces
comprendió toda la importancia del sombrerismo. Si el hongo lo había convertido
por arte de birlibirloque en periodista, él, que pronto se entregó a la ambición
de dejar de escribir gacetillas al gusto de los primates ferrolanos, debía
tocarse con un sombrero que gritase su voluntad de estilo. La primera noticia
de su sombrero de ala ancha –y de las guías «tiesas e insolentes» de su bigote–
es de finales de 1910, cuando está a punto de marcharse de O Ferrol para
comenzar a trabajar en el periódico coruñés El
Noroeste. Acaba de publicar el libro de cuentos La tristeza de la paz. La efigie al carboncillo del autor ilustraba
la portada, en la que un comentarista echó en falta «ese algo, verdaderamente
típico y característico cuando de retratar a Flórez se trata»: «su sombrero, su
personalísimo e invariable sombrero grisáceo, con un ala caída y otra
levantada, con el cual, los que solemos ver a Flórez en la calle, nos
imaginamos que come, trabaja y duerme». Se había convertido en un hombre a un
sombrero pegado; no a un sombrero cualquiera, a un sombrero de ala ancha que
avisaba que cubría la notable cabeza de un escritor o, como él mismo decía con estilo
sinuoso, las «reminiscencias de mi romanticismo». En 1919, cuando comenzaba el
éxito de su carrera en Madrid, el cuento del hongo aún se atenía a cómo fueron
las cosas. En 1933, cuando el periodista ya había conquistado un enorme éxito y
el escritor había perdido el escrúpulo realista de la exactitud, el cuento lograba
condensar con extraordinaria efectividad dramática distintos tiempos y el
empeño, que mantendría siempre, por defender su vocación literaria, camuflada bajo
un sombrero hongo o bajo la firma habitual en los periódicos.
Fernández Flórez, por Castelao (1912) |
Wenceslao
Fernández Flórez se mantendrá fiel a la imagen acuñada y se preocupará por
darle publicidad. Por ejemplo, en las mismas páginas de El Noroeste se publica el dibujo que hizo de él Castelao en 1912 y,
dos años después, la coruñesa Casa Tizón exhibe su retrato,
obra de Saborit. No es ningún disparate imaginar al periodista dejándose caer,
como quien no quiere la cosa, por la calle Real y espiando por el rabillo del
ojo el cuadro colocado en el escaparate; ocurrió exactamente así y lo contó él mismo: «Mira uno a su
propio retrato, al pasar, de reojo, y, en ese desdoblamiento de personalidad,
parece ser aquel señor del sombrero gris de los bigotes erguidos y del vago
airecillo impertinente, como alguien totalmente desligado de uno mismo». Ese
extrañamiento es el que produce el acusado contraste entre la imagen pública,
perfecto «motivo para una fantasía novelera» a lo Dumas en la que ni siquiera
falta el «sombrero mosqueteril», y «el
secreto de mi realidad vulgarísima». El periodista está encantado con su
creación: «Yo me he encontrado muy bien». Ahora, sólo se trataba de perseverar
y perseveró en Madrid.
Wenceslao Fernández Flórez, en 1917 |
Porque
no se ha dicho, pero la Casa Tizón era una tienda de muebles y bazar, de ringorrango,
que vendía hasta tapices de importación, pero una tienda, al fin y al cabo. No
era ese el lugar que ambicionaba Wenceslao para su retrato. Y se mudó a Madrid. Muchos años después dijo: «Yo no tuve nada que aprender aquí. Venía hecho». Una vez más era verdad y era
mentira. Cierto que paseó aquel figurín de grandes mostachos, gabán de
estudiante y sombrero enfático por la villa y corte. Sirvió para llamar la
atención, pero pronto le advirtieron que aquella facha estaba demodé: «Silueta
dócil y tímida, aspecto de rebelde de provincias que se encuentra un poco
desplazado en la real arrogancia de la Corte».
Caricatura de Fresno |
Al periodista no le quedó más
remedio que ir acomodando su imagen a los gustos del tiempo y de la capital. Agachó
el ala del sombrero y recortó los bigotes antañones. Y los caricaturistas le
enseñaron que no necesitaba accesorios, que en el medio de la cara llevaba la
marca que lo singularizaba: una soberbia napia ganchuda. En Madrid se convirtió
en un escritor a una nariz pegado. Y así Cansinos Assens pudo escribir de él: “Yo
contemplo curioso su rostro duro, de una rigidez marcial, agravada por esa
nariz, aguda como un cuchillo torcido, que se la parte en dos, y me explico
porqué el hombre se retrata siempre de perfil. ¡Es mucha nariz esa nariz! Es la
tragedia del humorista, que lucha con ella como con un biombo, interpuesto
entre él y su interlocutor».
De riguroso perfil, fotografiado por Antonio Portela |
0 comentarios:
Publicar un comentario