Se marchó a Madrid a principios de 1914. Podría parecer que su carrera en la capital arrancaba
con buenos augurios. En cuanto llega, Wenceslao Fernández Flórez es reclamado
para incorporarse a la redacción que fundó El
Parlamentario, pero pasado poco tiempo no quería ni que le mentasen aquel
antro y era oír el nombre del director, Luis Antón del Olmet, y poco menos que
soltar el alarido ¡Vade retro, Satanás!
mientras se persignaba tres veces. Deja el periódico y atiende las
colaboraciones que le van saliendo aquí o allí, nada en firme, hasta que consigue
colocarse como director de La Ilustración
Española y Americana, una revista de mucha prosapia, pocos lectores y
ningún futuro. El tiempo corre que vuela y así pasan dos años. En 1916 estaba
claro que Madrid no se dejaba impresionar por el sombrero de ala ancha y que no
se iba a rendir así como así al periodista provinciano, que, no obstante, tenía
serias pretensiones, por ejemplo, veranear en un destino de postín como San
Sebastián: «Y, naturalmente, “para ayuda de un viajecillo”, pensé en enviar
crónicas desde allí; se las ofrecí a El
Liberal; aceptaron».
Madrid
en verano decía ser Baden-Baden, pero nadie se engañaba: «De San Sebastián a
Santander –escribió Corpus Barga– se extendía el veraneo de primera». Las
dos ciudades gozaban del prestigio petulante que les proporcionaba el hecho de
ser las elegidas por la familia real para pasar los meses de estío. La prensa
de la época acostumbraba a enviar a ellas a algún periodista, como los que hoy desembarcan
con los calores propios de la estación en Palma de Mallorca, Marbella o
Sotogrande. La misión era, según la describió Fernández Flórez, «escribir a
propósito de un tema tan inconsútil como el veraneo», «patinar sobre las
frívolas ocurrencias estivales»: «Se escribía acerca de la playa, de las
puestas de sol, de las tertulias políticas… Era un rosario de bagatelas
incesantemente pasado y repasado por todas las plumas». Aquella corresponsalía
estival en San Sebastián era un caramelo envenenado. Obligaba a acatar un
repertorio bien definido de convenciones temáticas y estilísticas; no parecía ofrecer, desde luego, demasiadas posibilidades a un periodista que tenía la ambición de destacarse.
Años
después, Wenceslao recordó el brete: «Al llegar a San Sebastián me encuentro
con que no me habían esperado a mí para descubrir el Cantábrico; todo estaba
dicho ya. ¿Qué hacer? ¿Repetir lo que otros tantas veces dijeron antes que yo?
Esta perspectiva me era desagradable». Tenía que encontrar una solución: «En
aquel tiempo yo participaba del desdén español para la sonrisa y escribía con
una cierta ampulosidad y una preocupación formal de que ya en mi adolescencia
me había contagiado el “modernismo” en moda. Pero en presencia del trivial
fenómeno del veraneo, vi cuánto había de ridículo en aquella competencia lírica
de los cronistas frente a temas tan superficiales, y opté por aplicar a estos
una expresión sin solemnidad, más divertida y punzante, caricatural, que yo
reservaba para la conversación o para las epístolas, por juzgarla exenta de solemnidad
literaria. Fueron aquellas crónicas las que me abrieron bruscamente el camino y
las que me enseñaron el mío». No exageraba: los textos que envió durante el
mes de agosto de 1916 a El Liberal tuvieron
un éxito sensacional. Se lo confirmará la lluvia de propuestas laborales que recibe inmediatamente, entre
todas, brilla la de Torcuato Luca de Tena que le ofrece ni más ni menos que
sustituir a Azorín como cronista parlamentario de ABC. ¡Lo ha conseguido!
A
Fernández Flórez le gustaba mucho contar este cuento, que venía a ser como el
segundo capítulo del mito de su nacimiento periodístico. En ninguna de sus
versiones, se refiere al sombrero de ala ancha. No es extraño, porque ya había renunciado
a él sustituyéndolo por un canotier. Calló esa concesión o quizás no. Quizás
hablaba del simpático canotier con el que tuvo que cubrirse el periodista ameno
y ligero para no desentonar en San Sebastián, cuando dijo: «Me resigné entonces
a “echarlo a broma” y a describir el verano de un modo humorístico, claro está
que sufriendo amargamente por tener que rebajarme así». Al verano siguiente,
cuando regresó a San Sebastián ya como redactor de ABC, se fotografió con el canotier. La imagen ilustró una de sus crónicas. Aquí se puede ver mejor: la verdad, si estaba sufriendo amargamente
por la humillación del sombrerito, no se le nota nada.
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