La invitación de Torcuato Luca de Tena a incorporarse a ABC era todo un triunfo y, por si no fuésemos capaces de entenderlo bien, Fernández Flórez nos lo dejó explicado: «Como las condiciones en que hoy se logra el acceso a los periódicos y se consolida una firma son muy distintas, quizás mis más modernos colegas no puedan comprender con toda exactitud cuánto representó para mí aquel ofrecimiento y cómo me turbó el que ante mí se abriesen tan inesperadamente las doradas puertas de la más codiciable oportunidad. Apenas llevaba un año en Madrid [mentirijilla: eran más de dos años en la capital] y mi nombre era desconocido. Si cuando recibí el telefonema del insigne fundador de ABC no existiesen otros medios de comunicación entre la Corte y La Coruña, creo que hubiese emprendido el viaje a pie». A renglón seguido añade, y aquí queríamos llegar: «Era la tribuna más prestigiosa la que se me brindaba, el más potente altavoz, el escaparate más iluminado».
Así
que el éxito era eso, cambiar el escaparate de una mueblería coruñesa por el de
uno de los grandes periódicos madrileños. Si Wenceslao Fernández Flórez se había
confesado un poco cohibido al contemplar su retrato expuesto en la Casa Tizón –«Verse
así, en un escaparate, ante las miradas del gentío, entre una cama y un
aparador, una hora y otra hora, es una cosa un poco azorante. Se da uno cuenta
de que lo han de comentar tanto como al pintor que ha hecho la obra, y no puede
sustraerse a cierta preocupación inquietante»–, ahora el escaparate de ABC lo intimida de forma abrumadora –«El
fracaso podía ser tremendo e irremediable, y nunca escribí unas cuartillas con
tanto miedo –casi inhibitorio– como las de mis primeras Acotaciones de un oyente, que tal fue el título que don José
Cuartero les puso, porque, en mi desconcierto, no acertaba a proponer ninguno».
También
Julio Camba se sintió espiado y evaluado por la curiosidad ajena cuando su retrato
apareció en el mismo periódico que poco antes había informado sobre su sueldo.
Lo dijo bromeando: «Y las muchachas lo miraban y decían: –Pues está bastante
gordito. –Pero si este chico gana lo suficiente. ¡Como se administre bien!». No
quedaba otra que acostumbrarse porque «esto de escribir artículos para
periódicos es como trabajar en público. A mí me parece, cuando escribo, que
escribo en un escaparate, como unas muchachas que escriben en unos escaparates
de Londres para hacer la réclame de
unas plumas estilográficas, y que todo el mundo me ve. Entonces me siento
invadido por la vergüenza».
No
parece una casualidad que Fernández Flórez y Camba, precisamente ellos dos, se
confiesen apocados a la hora de exponerse en el escaparate. Fueron quizás los
periodistas de su generación que más esfuerzos gastaron en forjar y cultivar su
iconografía, perfectamente concertada con el personaje que escribía los
artículos que ellos firmaban. Se desdoblaron en otro para esconder, como admitió
Wenceslao, «el secreto de mi vulgarísima realidad». Hoy ya no se estilan estas
puestas en escena entre articulistas, columnistas y demás folicularios. Nada de
máscaras ni disfraces, el imperativo es la autenticidad. Pareciera que este
naturalismo desacomplejado es el propio de los maniquís narcisistas que se encuentran
felices en su pellejo y así, a pelo, se entregan a un exhibicionismo
pornográfico en la vidriera irrespetuosa de los cambalaches. En lunfardo, a estos tipos
fatuos se les dice dublés.
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