La
entrevistadora presentaba a la entrevistada así:
«Renata
Adler (Milán, 1938) es una mujer presumida; bueno, en realidad todas lo somos.
Ella es coqueta, e intenta preservar su atractivo con la misma reserva que su
vida privada, a la que muy pocos han tenido acceso, pese a sus muchas
“amistades”. Tanto es así que para que esta entrevista tuviera lugar puso como
condición que utilizáramos la fotografía que Richard Avedon (1923-2004) le hizo
en marzo de 1978, cuando el Nueva York bohemio e intelectual del que ambos
formaron parte daba sus últimos coletazos».
Magnífica
revelación periodística: Renata Adler es coqueta y presumida. Dado que estos
rasgos no le son singulares, sino más bien una característica universal del
género femenino (la entrevistadora se confiesa coqueta y presumida; yo,
lectora, soy amablemente informada de que también, y en realidad no hay ninguna mujer que no lo sea), ¿por qué se alude entonces
a ellos en la presentación de la escritora? Por una cuestión de grado. Adler es
coqueta y presumida en un grado superlativo, tan anómalo en su desmesura (incluso
a juicio de una coqueta conciencia mujeril), que llega a imponer que la entrevista
vaya ilustrada por una foto de hace cuarenta años. La explicación es tan obvia
y convincente que ahorra a la entrevistadora su trabajo, que consistiría en formular
una escueta, sencilla y disolvente pregunta: ¿Por qué? Eso fue exactamente lo
que hizo Xavi Ayllén y esta, la respuesta que obtuvo:
«Le
dije a Richard [Avedon] que parecía una secuestradora y él me respondió: “Te
equivocas, es preciosa”. Era tan extraordinario fotógrafo que conseguía que
todos pareciéramos cualquier cosa que él desease… independientemente de lo que
fuéramos. […] Ante mis reticencias, me dijo muy serio: “Estas fotografías que
te hecho te presentan con un aspecto muy mejorado, de un modo que nunca serás
en realidad”. Me enfadé, pero con el paso del tiempo he visto que tenía razón y
ahora soy yo quien me pregunto cada día: ¿qué habría sido de mí sin esas
fotografías?».
La profesión es un álbum de cromos. La pose suele ser dispuesta concienzudamente por
el periodista o escritor, tentada hasta lograr el eco visual de su
voz, el icono en el que vivir, escribir y perseverar. Cuarenta años después, Renata
Adler también se mantiene fiel al retrato que le hizo Avedon, pero admite, si
le preguntan, que no fue amañado por ella misma, sino que le fue dado; aún más,
le fue dado el retrato de una voz que no era la suya. Y se rindió a la potencia
de aquel producto del deseo y la imaginación del fotógrafo. Lo que no llega a
aclarar, porque nadie le preguntó, es si comenzó a escribir asumiendo o
desafiando la profecía del fotógrafo de que en
realidad nunca sería así; si, gracias a un esfuerzo titánico o con una involuntariedad
que delataría la fuerza tiránica del icono, ha terminado por acoplarse a aquella
imagen, como Gertrude Stein terminó pareciéndose al retrato que le hizo Picasso. De haber conseguido la identificación con aquella voz inventada por Avedon, estaría bien saber si alguna vez ha llegado a sentirse como la muñeca de un ventrílocuo.
Estos
enojosos problemas en torno a la identidad surgen cuando se desecha la
explicación rápida y estúpida comúnmente llamada prejuicio. Cualquiera podría
rendirse a esa tentación y atribuir a la coquetería confesa de la entrevistadora
su decisión de posar junto a Renata Adler compartiendo una falsa intimidad,
haciéndole confidencias ñoñas, como que es incapaz de escribir por la noche,
que cuando está bloqueada lee poesía... Pero, claro, sería una conclusión urgente
y torpe, porque lo que la movía era más bien ese instinto de exhibicionismo
primario que busca rozarse con el prestigio confiando en que sea contagioso. Por
ese motivo la entrevistadora se conducía como un caballero, como el perfecto
caballero, como El Caballero Audaz.
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