A mi regreso, no sé bien si para engañar o alimentar la nostalgia, compré Vida veneciana, de William Dean Howells. Es el libro de impresiones de un viajero sentimental, capaz de rescatar, vivísima, la ciudad en la que residió entre 1861 y 1865. Resulta perfecto para mi estado de ánimo, más todavía cuando descubro que se terminó de imprimir el 14 de julio de 2009, exactamente el día en que llegué a Venecia y que fue también el del nonagésimo séptimo aniversario del desplome del Campanile de San Marcos. Una curiosità veneziana más, por otra parte, sin la menor importancia, porque, como bien escribió Howells, en Venecia “ayer y hoy son lo mismo”.
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“El que está en Venecia es el engañado que cree estar en Venecia. El que sueña con Venecia es el que está en Venecia”. Al regreso de mi viaje, la cita se convierte en un consuelo, no más que un triste y precario consuelo con el que arropo mis sueños venecianos.
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“Quien no la visto no cree lo que de ella se dice, y quien la ve apenas da crédito a lo que ve”, dijo sobre Venecia Luigi Grotto Cieco d`Hadria, en el discurso que pronunció en el acto de consagración de Luigi Mocenigo como Serenísimo Dux de Venecia el 23 de agosto de 1570. Cuento mi viaje a Venecia a quien no la ha visto, desplegando un catálogo de adjetivos que pretenden ser los más descriptivos, inspirados y convincentes sobre la belleza de la ciudad. Mi interlocutor me atiende con la misma atención descreída que los venecianos prestaron al fabuloso relato de su estancia en la corte de Kublai Khan que hizo Marco Polo, al que apodaron “Il Milion”, el de las mil mentiras. Supongo que le resultaría completamente indiferente el escepticismo de sus paisanos, como a mí. Porque sé que la belleza de Venecia es cierta, aunque resulte inverosímil, incluso para quienes la hemos contemplado con nuestros propios ojos.
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Antes del viaje a Venecia, todas las versiones de la ciudad eran bellas y ciertas. Después de Venecia, cuando hemos forjado nuestro criterio tras ver la ciudad con nuestros propios ojos, nuestra personal sensibilidad y nuestro particular temperamento, algunas versiones siguen conservando intacta su belleza, pero resultan más discutibles. Es el caso de la veduta de La Riva degli Schiavoni, en la que el fastuoso Bucintoro aguarda al dux y su comitiva, un lienzo de Leandro Bassano que se conserva en el Museo de Bellas Artes de Madrid. Juzgamos que al pintor, como a algunos escritores, le fallan algunas perspectivas y se equivoca en ciertas proporciones. Luego están aquellas versiones que no sólo conservan su belleza, sino que aciertan a expresar lo que la propia experiencia, en el mejor de los casos, sólo intuyó difusamente. Así lo hace Marca de agua, de Joseph Brodsky, una lúcida y certera revelación de la verdad poética que encarna Venecia. El libro tiene imágenes de una potencia inolvidable, como la propia ciudad que las inspiró.
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Yo, como Marek, el protagonista de Una temporada en Venecia de Wlodzimierz Odojewski, no me decidía a visitar Venecia, a pesar de que en más de una ocasión estuve muy cerca de ella. Si desaproveché la oportunidad no fue por falta de interés o curiosidad. Al contrario, Venecia me atraía poderosamente y hasta me obsesionaba. Mi fascinación venía de muy lejos, aunque no pueda decir que me acompañase desde la infancia, como en el caso de Marek. Pero, de algún modo, igual que él, sentía miedo a ese viaje. Creía que supondría, inevitablemente, comparar la Venecia real con mi Venecia ideal. Me empeñaba en preservar la ciudad leída, imaginada y soñada. Cuando, por fin, decidí el viaje, no había vencido aquel miedo que ahora me resulta absurdo. He descubierto que, como no podría ser de otro modo, la Venecia real contiene mi Venecia ideal. Si fuese necesaria una declaración expresa, un atajo a tantos rodeos como he dado, diría: Venecia no sólo no abolió mi Venecia, sino que la fecundó más allá de lo que imaginar o soñar se pueda.
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