El embate de cada nueva invasión bárbara iba acompañado por el desplazamiento de poblaciones enteras que abandonaban sus casas y buscaban refugio en los cenagosos islotes de la laguna. Al cesar el peligro, regresaban a tierra firme; cuando la amenaza reaparecía, ellos volvían a las marismas. Así, hasta que se cansaron de aquella provisionalidad perpetua y, más que de ella, seguramente del miedo también perenne. Decidieron entonces instalarse de forma definitiva en aquellos parajes inhóspitos, pero seguros. Ese fue el origen de la ciudad que habrían de llamar Venecia. Como escribió Casiodoro, aquellos hombres vivieron “cual las Cícladas, sobre la superficie del agua”. Con el transcurrir de los siglos, podría decirse que fueron perdiendo la memoria de la vida en tierra. Lejos de ser exiliados nostálgicos, desarrollaron un sentimiento de orgullo aristocrático por vivir en el mar, por el mar y para el mar. Al mismo tiempo, fueron engendrando también una completa indiferencia hacia el continente e incluso hacia sus posesiones en él. En vísperas de abandonar Venecia, la vuelta a casa se me representa tan inverosímil como a los venecianos la existencia de terraferma.
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A los “viajeros superficiales, que encuentran muy bien Venecia para una semana”, Henry James les aconsejó: “Cuando hayas pedido la cuenta para marcharte, págala y quédate, y verás a la mañana siguiente que estás profundamente unido a Venecia”. Exactamente cuando se cumplía una semana de mi estancia, pedí la cuenta, la pagué y… me marché. Diré en mi descargo que fue muy a mi pesar. Por eso, no quisiera ser juzgada como una visitante superficial. Por otra parte, para saber que mi indisoluble unión a Venecia ya estaba sellada, no me hacía falta una ceremonia de esponsales con la novia del Adriático, ni tampoco la mañana de un octavo día.
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En Venecia jugué a adivinar si quienes arrastraban su maleta acababan de llegar o se disponían a abandonar la ciudad. Me parecía un ejercicio deductivo muy sencillo. A los primeros los delataba la fascinación maravillada, atónita y risueña que se dibujaba en sus caras ante la primera visión de la ciudad; a los segundos, no un presentimiento de futura nostalgia, sino la sombra de la nostalgia misma. Yo misma sentí ese dolor prematuro el día de la partida. Entonces, miré a Venecia por última vez. Sé que lo hice de idéntico modo que la primera, porque sentí lo mismo que entonces. Creo que conseguí engañar a aquel que -Venecia y sus espejos y sus duplicados- estuviese jugando al mismo juego que yo practiqué.
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Desentendiéndose del trabajo que les compete, los historiadores han renunciado a encontrar una frase con la que cerrar el relato de los más de mil años de historia de la Serenísima República. Como, no obstante, de alguna forma tenían que salir del brete, le traspasaron esa responsabilidad al último dogo veneciano. La frase elegida fue la que pronunció Ludovico Manin mientras se desprendía definitivamente del corno ducal y la cuffietta: “Tolè, questa no la dopera più” (“Llévatela; no volveré a necesitarla”). Es fácil advertir que, desde luego, no se trata de una frase a la altura del trascendental momento, ni del relumbrón que se le exige a una declaración para pasar a la historia. Pero no hay que juzgar por ella a Manin, que creía estar hablando a su ayuda de cámara y no a la posteridad. Dadas las circunstancias, es de suponer que tenía otras preocupaciones que le distrajeron de la tarea de sacar las castañas del fuego a los historiadores del futuro. Ni la dejadez de los historiadores, ni la inconsciencia de Ludovico Manin me sirven de ejemplo para elegir la frase con la que despedirme de los siete días en Venecia que han tenido la densidad de un milenio. Dadas mis pesarosas circunstancias, opto por el silencio.
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