Al ser preguntado por los columnistas que admira, Enric González cita a unos y a otros para terminar asegurando que el mejor fue Julio Camba. Hay mucho del maestro en Enric González. Lo más evidente es ese sentido del humor descreído y escéptico que gasta, por no hablar de la media sonrisa de pillo con la que posa para las fotos y que debió de aprender del periodista gallego (la mirada traviesa y un poco al bies, que me llegó a parecer también imitada, tiendo a atribuirla ahora a una deuda genética contraída con su padre, Francisco González Ledesma). Además, bien puede decirse que la biografía profesional de Enric González –corresponsal en Londres, París, Nueva York, Washington, Roma y, ahora mismo, en Jerusalén– es la de un genuino ejemplar de “coleccionista de países”, como se definió a sí mismo Camba. Pero, entre todas las semejanzas que permiten emparentarlos, no parece la menor el procedimiento que siguen para montar sus textos. Intentando explicarlo, Camba destacó que siempre había antepuesto el interés que para él guardaba la levita del gerente del hotel al que poseía una catedral gótica. Enric González ha hecho suya esa preferencia por la anécdota callejera que es el hilván del que tira para descoser otras realidades.
Esa fórmula, ya ensayada en los libros que dedicó a Londres, Nueva York y el Calcio, es la que anima de nuevo Historias de Roma. Como se avisa en la contraportada, en advertencia leal a posibles lectores despistados, no se trata de un Baedeker de la ciudad eterna. Es cierto que Enric González puede llevarnos en el paseo hasta la iglesia de Santa Maria sopra Minerva, pero, ya en la puerta, se disculpará por no acompañar dentro al lector. Por supuesto, no elude la visita inexcusable a la basílica de San Pedro, pero si franquea sus puertas no lo hace con la intención ilustrarnos sobre las joyas artísticas que atesora su interior, sino para esbozar algunos apuntes sobre el poder vaticano. Enric González no tiene, en absoluto, vocación de guía turística. Ejerce de cicerone, pero no de ese tipo. Lo que le interesa mostrar es, valga el ejemplo, la detención de un caco en el aparcamiento de Termini. De camino a la comisaría de la estación, el carabiniere atiende una llamada telefónica de su madre y se produce este diálogo:
“–Scusami, lo sai come sonno le mamme… –Lo so, lo so, singor carabiniere, per carità… –respondió el preso, con un gesto de infinita comprensión.”
Esta es una de las escenas, significativas en sí mismas, que Enric González utiliza para enganchar la atención del lector y conducirla, en este caso, a la descripción de la figura de la mamma y del concepto italiano de familia. Del mismo modo, el periodista hace cola para conseguir el permiso de residencia, emprende las gestiones primero para abrir o luego para cerrar una cuenta bancaria en la Posta, obtiene los pasaportes que permitan a sus gatos viajar a Barcelona o envía un paquete por correos a Madrid que termina viajando por medio mundo antes de regresar al punto de partida; y estos relatos son el arranque de una descripción de la “filigrana burocrática” tejida por Roma. El retrato del actor Alberto Sordi desemboca en una aproximación a la idiosincrasia de los romanos, tan inextricable como intraducible es el infinito catálogo de fórmulas de cortesía o la rotunda expresividad que la frase “me ne frego” adquiere al ser pronunciada por un italiano. La entrevista a un guardia urbano que se jubila después de décadas regulando el tráfico en Piazza Venezia es la excusa para pensar en la preeminencia de la estética sobre la ética en todos los ámbitos de la vida romana. Para hablar de la subsistencia del fascismo, el periodista se va al fútbol. Emprende una peculiar investigación arqueológica sobre los sucios orígenes del imperio económico de Berlusconi partiendo de la historia, propia de una novela rosa, del marqués Casati Stampa. A partir de rocambolescos episodios y también de pequeños detalles biográficos compone el retrato psicológico del primer ministro italiano. Una minucia se revela tan útil como pueda serlo la lección que enseña la Historia sobre el secular recelo italiano frente al Estado para explicar el éxito político de Berlusconi.
De este modo, Enric González se convierte en el continuador de aquella tradición que consideraba que el trabajo del periodista consistía en contar y andar. Es a la que perteneció Camba, sin duda, pero también Corpus Barga quien, en una crónica desde París, declaraba: “Soy hombre de ciudad, quiero decir de café y de tranvía; vivo entre cosas movibles y pasajeras; no tengo el eterno espectáculo de los campos, sino la visión vertiginosa y chocante del tráfago del arroyo… Y por este arroyo he de navegar en la vana cáscara de nuez de la anécdota callejera”. Enric González viaja en la misma cáscara de nuez, que no es tan frágil ni tan trivial como pueda parecer a primera vista. Él actualiza aquella tradición periodística y, si cabe reprocharle algo, es quizás que se copie a sí mismo, cierto amaneramiento de una fórmula que le dio buenos resultados en sus historias de Londres y Nueva York.
El libro que ahora nos ofrece, Historias de Roma, es fácil de leer y muy difícil de escribir, como los artículos que Camba escribía con la certera convicción de que el periodismo tenía que funcionar exactamente igual que la música de café. “La música de café –escribió– debe ser una cosa así como la literatura de café; es decir, como la literatura de periódico: fácil, amena y digestiva. Un poco mejor que el café; pero nunca completamente genial. Debe acompañar la conversación sin interrumpirla, y no debe expresar jamás grandes ideas, porque las grandes ideas están fuera de lugar en el café. Si en una reunión de café se levanta alguien a exponer grandes ideas, todo el mundo se le echa encima, diciéndole que no se ponga trascendental. ¿Por qué han de ponerse trascendentales los músicos de orquesta? ¿Qué ellos saben interpretar a Beethoven? También yo sé, tal vez, interpretar a Salustio y, sin embargo, no lo interpreto en el café. En el café no hay que ser sabios: hay que ser frívolos y alegres”.
Enric González tampoco cree que lo suyo sea interpretar a Salustio. Está de acuerdo con Camba y seguramente también con el criterio de un periódico del siglo XVIII: “La erudición, las citas, las noticias históricas son de un gran socorro, descubren todo el trabajo del escritor y aun suelen hacerle parecer mayor de lo que realmente ha sido, dando a entender una vasta instrucción, lo que acaso es fruto del repaso de algunos índices”. Aquel texto dieciochesco, una de las primeras preceptivas periodísticas conocidas y quizás la más moderna (dicho sea con el indebido respeto a Martínez Albertos), decía que escribir de otra forma, la que reclamaba el periodismo, no era más fácil, aunque debiese parecerlo: “Quiérase que se oculte todo el trabajo que ha sido preciso para componerle, de tal arte que no parezca haber costado el menos esfuerzo, que cada uno que lo lee se juzgue capaz de otro tanto”. Fácil de leer y difícil de escribir: así tiene que ser el periodismo y así es el periodismo de Enric González.
La Roma de Enric González no tiene ánimo de exhaustividad, tampoco pretende ser una explicación cerrada de una ciudad que –se nos advierte– es un “milagro ambiguo” o, parafraseando a Leonardo Sciascia, una ciudad “sin verdad”. Así, las Historias de Roma de Enric González son eso, historias, cuadros de algunas impresiones obtenidas por un periodista que no se oculta, ni se ampara en una objetividad que siempre es postiza. Enseña en el callejero dónde vivió y dónde estaba su barbero, se matricula como alumno ateo en una universidad romana del Opus Dei, habla de sus compañeros, otros corresponsales españoles como Irene Hernández de Velasco o Iñigo Domínguez, y se sienta en la Vineria Regio de Campo dei Fiori. Al elegir sus vistas preferidas de Roma, desde el Castel Sant’ Angelo, quizás está permitiendo enfadarse un poco a aquellos lectores que no admiten discusión sobre el juicio de que las mejores panorámicas se disfrutan en la bajada del Gianicolo. Claro que la reconciliación llega pronto, cuando cataloga la plaza del Panteón como una de las más bellas del mundo. Y, definitivamente, todo el crédito que esta lectora le concedía como corresponsal queda reafirmado por manifestar su preferencia por el Caffé San Eustachio o el della Pace y discutir la publicidad de La Tazza d’Oro que proclama servir el mejor café del mundo. Por el camino, he celebrado la coincidencia azarosa de que el restaurante de mis cenas romanas, La Montecarlo en Vicolo Savelli, fuese durante algún tiempo su segunda casa.
Estas nuevas Historias nos han permitido pasear por la Roma de Enric González, la ciudad en la que el periodista se despertaba por las mañanas “con una náusea en el estómago y la convicción de que su despido era inminente”, absolutamente consciente de la precariedad de su condición cuando los corresponsales empiezan a ser considerados “un lujo superfluo en una industria, la periodística, que se encamina hacia una crisis económica y existencial”. Hay en estas líneas una premonición muy parecida a la que asaltó a Camba cuando, décadas antes de reconvertirse al sedentarismo del Palace y dirigiéndose a su maleta de corresponsal muy viajado, escribió: “¿Cuál será tu porvenir, maleta mía? […] ¿Seguirás la suerte de tu amo? […] Tu amo es periodista. No prosperará. Yo creo, maleta, que más o menos pronto, tú acabarás en una casa de huéspedes de Madrid, metida en un desván, entre las maletas de los estudiantes, de los empleados de Hacienda y de los opositores a la judicatura. No te hagas ilusiones ridículas, mi maleta, mi maleta compañera… ¡Ah!... ¡Ah!...”. Enric González tampoco quiere ampararse en ilusiones ridículas y tal vez por eso no se permite la melancolía cuando le llega el momento de abandonar Roma. Se declara inmune a la nostalgia que sí ataca al lector cuando, al cerrar el libro, se apodera de él la sensación de dejar atrás la ciudad y también una forma de hacer periodismo amenazado por el peligro de extinción.
3 comentarios:
Estaba convencida de que escribirías sobre Historias de Roma, así que andaba esperando tu texto para leerlo antes de sumergirme en el de Enric González. Y ahora tengo más ganas aún de leerlo...
Yo, como él, ya sabes que prefiero las vistas de Sant Angelo a las del Gianicolo… Y también comparto la pasión por La Montecarlo…
Por cierto, a la Posta italiana podría dedicarle un libro entero…
Eh... qué bien lo mezclas con tus amores cambianos… y estoy de acuerdo contigo totalmente, también a Enric González le podemos dar el título de SAPO (viajero)
Ya sabes que lo de "sapo" me suena fatal... mejor fieles al original ("la rana viajera"), ¿no?
¿Para cuándo tus HISTORIAS DE ITALIA?
Enric González: "Para ser un buen escritor de periódicos conviene ser gallego. Lo era Julio Camba, generalmente aceptado como el valor supremo del columnismo español...".
http://www.jotdown.es/2012/02/enric-gonzalez-irredentos/
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