“Contar y andar es la función del periodista”, dijo Manuel Chaves Nogales. Así que se trata de eso, de contar y andar o, si se permite la levísima corrección, de andar para contar. Puede que ya no se estile esa forma de hacer periodismo, pero en el primer tercio del siglo XX hubo toda una generación de periodistas andariegos. A ella perteneció Corpus Barga. Lo tuvo claro desde el principio: había que patear las calles antes de ponerse a escribir. Era el programa que formuló en 1913 en la presentación de Menipo, donde fue director de sí mismo, puesto que era el redactor único del semanario:
“Menipo salta definitivamente del cuadro del Museo del Prado y después de calentarse los pies con unas cuantas fuertes pisadas, convenciéndose al mismo tiempo de que su cuerpo puede caminar, ha echado un trago del jarro que tiene a su vera, y volviendo a embozarse en su capa, firme de figura y único de genio, se ha lanzado a la calle. […] Menipo sabe que un periódico no se hace en la redacción por unos señores que, teniendo que ir a la Redacción, no se enteran de las cosas. Un periódico donde se va a hablar de lo que pasa en la calle, tiene que hacerse en la calle también”.
El procedimiento, ése de andar y contar, queda bien a la vista, por ejemplo, en las crónicas italianas que publicó en El Sol en los años 20. En ellas aparece la descripción de piazza Navona en la noche de la Befana, de las callejas del antiguo Campo de Marte tomadas por los voceadores de periódicos, del ambiente de los viejos cafés como el Greco y de los novísimos como el Biffi, del Corso desbordado por una manifestación de camisas negras, de las iglesias napolitanas en una mañana dominical y de la galería Vittorio Emmanuele de Milán. Para evitar equívocos habrá que advertir que Corpus Barga no tiene vocación de guía turístico. Sus textos no sirven de Baedeker, ni siquiera cuando visita el Vesubio y Pompeya. Por otra parte, tampoco son los suyos banales cuadros de tipos y costumbres. Aquellos con quienes se topa en su paseo por el Pincio, pongamos por caso, le permiten hacer la disección de la sociedad romana. El callejeo es el método del atento observador que encuentra en la anécdota una categoría; en el detalle, un síntoma y en el escenario de la ciudad, el pálpito de la sociedad, la política y la cultura, de la época, que es, en definitiva, lo que interesa al periódico.
En 1915, cuando Europa se está matando en la Gran Guerra, él se encuentra en París como corresponsal de la revista España. Se presenta a sus lectores y les explica cómo afronta su trabajo:
“[…] no busquéis en mí nada esencial; soy hombre de ciudad, quiero decir, de café y de tranvía; vivo entre cosas movibles y pasajeras; no tengo el eterno espectáculo de los campos, sino la visión vertiginosa y chocante del tráfago del arroyo… Y por este arroyo he de navegar en la vana cáscara de nuez de la anécdota callejera.
Pero dentro de su banalidad hay anécdotas que flotan en la superficie y anécdotas que se sumergen. En calidad de hombre negativo, de hombre pozo, de hoyo en el cauce del arroyo callejero, a las últimas he de agarrarme.
Lo más sorprendente de esta gran guerra, para dar una gran sorpresa a las profecías, no ha sido la guerra aérea, sino la guerra submarina. La anécdota sumergible es el submarino de la reflexión. Yo dejaré a estos submarinos que lancen sus torpedos contra todos los enemigos boyantes.
¡Españoles y lectores míos! ¡No me leáis si habéis de llevaros las manos a la cabeza cuando las palabras sumergidas en estas páginas intenten torpedear, sin aviso previo, a algún enorme Lusitania de la España vieja!”
El periodista, uno de los que confiaban en que una victoria aliada diese una oportunidad a una España nueva y vital frente a la España vieja y oficial, advierte que se agarrará a la anécdota callejera. Y así fue siempre, anda que te anda, cuenta que te cuenta, Corpus Barga construyó sus crónicas a partir de anécdotas llenas de intención que eran lo mismo que torpedos. Su estrategia tenía validez universal, lo mismo servía al corresponsal destinado en una ciudad europea que al periodista cuando ejercía la profesión en casa. No por azar dio el título genérico de “Paseos por Madrid” a una serie de artículos que publicó en El Sol entre diciembre de 1922 y enero de 1923. El título cuadra perfectamente para reunir a su amparo los escritos sobre Madrid que Corpus escribió ruando por sus calles.
El paseo también fue el método de otros, por ejemplo, de Joseph Roth. Él mismo lo explicó en un artículo de 1921 que, como proyecto periodístico, Corpus Barga no habría tenido inconveniente en suscribir. La cita, larga, merece ser reproducida íntegra, porque resulta imposible parafrasearla o comentarla sin despojarla de su ajustada, precisa y exactísima expresión:
“Lo que veo es el rasgo ridículamente anodino en la faz de la calle y del día. […] Solo son importantes las pequeñas cosas de la vida.
¿Qué me importa, a mí, paseante que marcha en diagonal por un avanzado día de primavera, la gran tragedia de la historia universal que recogen los editoriales de los periódicos? […] En vista de los acontecimientos microscópicos, todo pathos es en vano, se pierde sin sentido. Lo diminuto de las partes impresiona más que la monumentalidad del conjunto. Ya no necesito los gestos ampulosos, que intentan abarcarlo todo, del héroe del teatro universal. Yo soy un paseante.
Al soporte publicitario en el que se anuncian con grandes caracteres cosas como, por ejemplo, los cigarrillos Manoli, como si de un ultimátum o de un memento mori se tratara, le pierdo todo el respeto. De alguna manera, creo, el valor ilusorio de un ultimátum y de un cigarrillo se revela aquí en la manera en que ambos hallan expresión. Lo que se anuncia con letras tan grandes es pobre en importancia y contenido. Y me parece que en esta época no hay nada que no se anuncie con grandes caracteres. En eso consiste su grandeza. Tengo para mí que la tipografía se ha transformado en ideario. Lo más importante, lo menos importante y lo poco importante solo son asuntos que parecen tener más, menos o ninguna importancia. Les otorgamos valor por su imagen, no por su esencia. El acontecimiento de la semana es aquel que ha sido declarado acontecimiento de la semana gracias a la presión, al gesto y al ademán del brazo que se levanta para golpear. No hay nada que sea; todo significa. Sin embargo, ante el resplandor de un sol que se extiende implacable por el muro, por la calle, por el raíl, que se cuela por las ventanas y se refleja, concentrado, multiplicado por mil, lo irrelevante hinchado se eclipsa. Irrelevante –cree un servidor, engañado por la impresión, por la tipografía como ideario que predomina- es todo cuanto consideramos importante y nos tomamos en serio: el cigarrillo Manoli y el ultimátum”.
Dice Joseph Roth: “Lo que veo es el rasgo ridículamente anodino en la faz de la calle y del día”. Apunta Corpus Barga: “No busquéis en mí nada esencial; soy hombre de ciudad, quiero decir, de café y de tranvía; vivo entre cosas movibles y pasajeras; no tengo el eterno espectáculo de los campos, sino la visión vertiginosa y chocante del tráfago del arroyo…”. Replica Roth: “La naturaleza ha entrado en una guía. Lo que veo, sin embargo, no aparece en ninguna guía. Lo que veo es el vaivén inesperado, repentino, sin ningún fundamento […]”.
Los paseos madrileños de Corpus Barga –un “hombre negativo” que no está, según su propio aviso, “satisfecho de mí mismo ni de los demás”– y los paseos berlineses de Joseph Roth –un “huraño”, de acuerdo con su autorretrato– tienen mucho en común. Ambos convirtieron la anécdota sumergible y el rasgo anodino que encontraron en la calle en el pilar de sus crónicas, que, no obstante, distan mucho de ofrecer un resultado trivial o insustancial. Las páginas que escribieron en los periódicos han migrado ya a las de los libros de historia. Es imposible prescindir de los artículos de Corpus Barga para dibujar la estampa del Madrid de los años 30 e inevitable remitirse a los textos de Roth para reconstruir la Alemania de Weimar, como bien sabe Eric D. Weitz.
Corpus Barga y Joseph Roth ocuparon sus plumas escribiendo sobre los automóviles, el tranvía y el suburbano, la barbería, los cafés, la alpargatería, los parques y el cinematógrafo. Su atención no fue casi nunca para el Palais Royal, el Luxemburgo o la fachada del Louvre. Ellos eran paseantes y periodistas, viajeros sentimentales de la insigne estirpe que desciende de Laurence Sterne, quien creía que en ese tipo de "minucias, en apariencia desdeñables, se descubren los rasgos del carácter nacional mucho mejor que en las graves materias de estado”. Y fue Sterne quien les enseñó el método: “[…] y me eché a la calle sin saber bien adónde iba. Ya lo pensaré en el camino”. En el camino, lo que hicieron Corpus y Roth fue “dibujar el rostro del tiempo”. La cita es de Roth y también la apostilla: “Y ésa es la tarea de un gran periódico”. De esos grandes periódicos que inventaron una forma de hacer periodismo que ya no es. ¡Ay, el viejo periodismo!, que exclamaría Xavier Pericay.
“Menipo salta definitivamente del cuadro del Museo del Prado y después de calentarse los pies con unas cuantas fuertes pisadas, convenciéndose al mismo tiempo de que su cuerpo puede caminar, ha echado un trago del jarro que tiene a su vera, y volviendo a embozarse en su capa, firme de figura y único de genio, se ha lanzado a la calle. […] Menipo sabe que un periódico no se hace en la redacción por unos señores que, teniendo que ir a la Redacción, no se enteran de las cosas. Un periódico donde se va a hablar de lo que pasa en la calle, tiene que hacerse en la calle también”.
El procedimiento, ése de andar y contar, queda bien a la vista, por ejemplo, en las crónicas italianas que publicó en El Sol en los años 20. En ellas aparece la descripción de piazza Navona en la noche de la Befana, de las callejas del antiguo Campo de Marte tomadas por los voceadores de periódicos, del ambiente de los viejos cafés como el Greco y de los novísimos como el Biffi, del Corso desbordado por una manifestación de camisas negras, de las iglesias napolitanas en una mañana dominical y de la galería Vittorio Emmanuele de Milán. Para evitar equívocos habrá que advertir que Corpus Barga no tiene vocación de guía turístico. Sus textos no sirven de Baedeker, ni siquiera cuando visita el Vesubio y Pompeya. Por otra parte, tampoco son los suyos banales cuadros de tipos y costumbres. Aquellos con quienes se topa en su paseo por el Pincio, pongamos por caso, le permiten hacer la disección de la sociedad romana. El callejeo es el método del atento observador que encuentra en la anécdota una categoría; en el detalle, un síntoma y en el escenario de la ciudad, el pálpito de la sociedad, la política y la cultura, de la época, que es, en definitiva, lo que interesa al periódico.
En 1915, cuando Europa se está matando en la Gran Guerra, él se encuentra en París como corresponsal de la revista España. Se presenta a sus lectores y les explica cómo afronta su trabajo:
“[…] no busquéis en mí nada esencial; soy hombre de ciudad, quiero decir, de café y de tranvía; vivo entre cosas movibles y pasajeras; no tengo el eterno espectáculo de los campos, sino la visión vertiginosa y chocante del tráfago del arroyo… Y por este arroyo he de navegar en la vana cáscara de nuez de la anécdota callejera.
Pero dentro de su banalidad hay anécdotas que flotan en la superficie y anécdotas que se sumergen. En calidad de hombre negativo, de hombre pozo, de hoyo en el cauce del arroyo callejero, a las últimas he de agarrarme.
Lo más sorprendente de esta gran guerra, para dar una gran sorpresa a las profecías, no ha sido la guerra aérea, sino la guerra submarina. La anécdota sumergible es el submarino de la reflexión. Yo dejaré a estos submarinos que lancen sus torpedos contra todos los enemigos boyantes.
¡Españoles y lectores míos! ¡No me leáis si habéis de llevaros las manos a la cabeza cuando las palabras sumergidas en estas páginas intenten torpedear, sin aviso previo, a algún enorme Lusitania de la España vieja!”
El periodista, uno de los que confiaban en que una victoria aliada diese una oportunidad a una España nueva y vital frente a la España vieja y oficial, advierte que se agarrará a la anécdota callejera. Y así fue siempre, anda que te anda, cuenta que te cuenta, Corpus Barga construyó sus crónicas a partir de anécdotas llenas de intención que eran lo mismo que torpedos. Su estrategia tenía validez universal, lo mismo servía al corresponsal destinado en una ciudad europea que al periodista cuando ejercía la profesión en casa. No por azar dio el título genérico de “Paseos por Madrid” a una serie de artículos que publicó en El Sol entre diciembre de 1922 y enero de 1923. El título cuadra perfectamente para reunir a su amparo los escritos sobre Madrid que Corpus escribió ruando por sus calles.
El paseo también fue el método de otros, por ejemplo, de Joseph Roth. Él mismo lo explicó en un artículo de 1921 que, como proyecto periodístico, Corpus Barga no habría tenido inconveniente en suscribir. La cita, larga, merece ser reproducida íntegra, porque resulta imposible parafrasearla o comentarla sin despojarla de su ajustada, precisa y exactísima expresión:
“Lo que veo es el rasgo ridículamente anodino en la faz de la calle y del día. […] Solo son importantes las pequeñas cosas de la vida.
¿Qué me importa, a mí, paseante que marcha en diagonal por un avanzado día de primavera, la gran tragedia de la historia universal que recogen los editoriales de los periódicos? […] En vista de los acontecimientos microscópicos, todo pathos es en vano, se pierde sin sentido. Lo diminuto de las partes impresiona más que la monumentalidad del conjunto. Ya no necesito los gestos ampulosos, que intentan abarcarlo todo, del héroe del teatro universal. Yo soy un paseante.
Al soporte publicitario en el que se anuncian con grandes caracteres cosas como, por ejemplo, los cigarrillos Manoli, como si de un ultimátum o de un memento mori se tratara, le pierdo todo el respeto. De alguna manera, creo, el valor ilusorio de un ultimátum y de un cigarrillo se revela aquí en la manera en que ambos hallan expresión. Lo que se anuncia con letras tan grandes es pobre en importancia y contenido. Y me parece que en esta época no hay nada que no se anuncie con grandes caracteres. En eso consiste su grandeza. Tengo para mí que la tipografía se ha transformado en ideario. Lo más importante, lo menos importante y lo poco importante solo son asuntos que parecen tener más, menos o ninguna importancia. Les otorgamos valor por su imagen, no por su esencia. El acontecimiento de la semana es aquel que ha sido declarado acontecimiento de la semana gracias a la presión, al gesto y al ademán del brazo que se levanta para golpear. No hay nada que sea; todo significa. Sin embargo, ante el resplandor de un sol que se extiende implacable por el muro, por la calle, por el raíl, que se cuela por las ventanas y se refleja, concentrado, multiplicado por mil, lo irrelevante hinchado se eclipsa. Irrelevante –cree un servidor, engañado por la impresión, por la tipografía como ideario que predomina- es todo cuanto consideramos importante y nos tomamos en serio: el cigarrillo Manoli y el ultimátum”.
Dice Joseph Roth: “Lo que veo es el rasgo ridículamente anodino en la faz de la calle y del día”. Apunta Corpus Barga: “No busquéis en mí nada esencial; soy hombre de ciudad, quiero decir, de café y de tranvía; vivo entre cosas movibles y pasajeras; no tengo el eterno espectáculo de los campos, sino la visión vertiginosa y chocante del tráfago del arroyo…”. Replica Roth: “La naturaleza ha entrado en una guía. Lo que veo, sin embargo, no aparece en ninguna guía. Lo que veo es el vaivén inesperado, repentino, sin ningún fundamento […]”.
Los paseos madrileños de Corpus Barga –un “hombre negativo” que no está, según su propio aviso, “satisfecho de mí mismo ni de los demás”– y los paseos berlineses de Joseph Roth –un “huraño”, de acuerdo con su autorretrato– tienen mucho en común. Ambos convirtieron la anécdota sumergible y el rasgo anodino que encontraron en la calle en el pilar de sus crónicas, que, no obstante, distan mucho de ofrecer un resultado trivial o insustancial. Las páginas que escribieron en los periódicos han migrado ya a las de los libros de historia. Es imposible prescindir de los artículos de Corpus Barga para dibujar la estampa del Madrid de los años 30 e inevitable remitirse a los textos de Roth para reconstruir la Alemania de Weimar, como bien sabe Eric D. Weitz.
Corpus Barga y Joseph Roth ocuparon sus plumas escribiendo sobre los automóviles, el tranvía y el suburbano, la barbería, los cafés, la alpargatería, los parques y el cinematógrafo. Su atención no fue casi nunca para el Palais Royal, el Luxemburgo o la fachada del Louvre. Ellos eran paseantes y periodistas, viajeros sentimentales de la insigne estirpe que desciende de Laurence Sterne, quien creía que en ese tipo de "minucias, en apariencia desdeñables, se descubren los rasgos del carácter nacional mucho mejor que en las graves materias de estado”. Y fue Sterne quien les enseñó el método: “[…] y me eché a la calle sin saber bien adónde iba. Ya lo pensaré en el camino”. En el camino, lo que hicieron Corpus y Roth fue “dibujar el rostro del tiempo”. La cita es de Roth y también la apostilla: “Y ésa es la tarea de un gran periódico”. De esos grandes periódicos que inventaron una forma de hacer periodismo que ya no es. ¡Ay, el viejo periodismo!, que exclamaría Xavier Pericay.
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