«En
realidad uno no es nadie si no tiene algún libro rechazado», decía ayer Enrique Vila-Matas, que refería al caso de quien celebró como un éxito sobre el
acostumbrado silencio administrativo la carta de una editorial rechazando su
manuscrito. La amabilidad formularia de este tipo de comunicaciones («Estimado
señor, nos ha causado una agradable impresión su novela, pero...») permite a
los escritores engreídos creer que, en realidad, nadie ha leído ni una línea de
su manuscrito. Su valía literaria puede haber sido ignorada, pero se mantiene indemne,
y la carta termina enmarcada y colgando de la pared del salón. ¿Pero qué
pasaría si el escritor recibiese una negativa justificada, una crítica
furibunda a su trabajo? En ese brete se veían muchos de los colaboradores
espontáneos de la prensa a finales del siglo XIX y principios del XX.
Los espontáneos
fueron toda una institución periodística. Enviaban versos, artículos de fondo,
quejas, viñetas, de todo un poco. Saltaban al albero de la plaza del periodismo
buscando una primera oportunidad, con el deseo de ver su nombre en el cartel
del día, muy convencidos de su destreza en el manejo de la pluma y el estoque. Se
sometían al juicio ajeno e iban prevenidos: «No se devuelven los originales
rechazados. En el cesto de los papeles que tenemos en la redacción caben
perfectamente todos». Lo suyo requería mucho arrojo. No se exponían sólo
a la íntima herida en la vanidad que suponía ver rechazado su trabajo, podían ser
además objeto de escarnio público, porque algunos periódicos dedicaban una sección
a comentar los artículos recibidos y desechados. En ella no se gastaba una refinada
crueldad, no; allí caían glosas breves de una brutalidad despiadada. Los
colaboradores espontáneos eran identificados por sus iniciales y la localidad
desde la que remitían sus escritos, datos más que suficientes en muchos casos para
la ignominia.
Por
ejemplo, Madrid cómico, uno de los
pioneros en esto de humillar a sus espontáneos, no se andaba con rodeos: «No
sirve». Al segundo: «Tampoco sirve». Al tercero: «¡De ninguna manera sirve!». Y
seguía la ristra de improperios: «Medianico», «Menos que medianico», «Sosica»,
«Otra bobada», «Es flojito», «¡Triste!», «No se meta a hacer versos, hombre»,
«¡Regastadísimo el chiste!».
Las
patadas a la ortografía motivaban muchos de los comentarios, como aquel
dirigido a El Niño de las Ranas, un espontáneo
de Málaga: «“Era por la bendimia”. “Acía viento”. Señores, ¡qué mula!». Pero no bastaba, por supuesto, con colocar bien las uves y las haches: «Tiene V. razón; impera la
moda de escribir… mal; pero no tan mal». «Es muy vulgar el fondo y vulgarísima
la forma. Lo siento, no puedo evitarlo».
Había espontáneos
muy poco convencidos de su competencia ortográfica o de sus méritos literarios;
deseando igualmente ver su firma en letras de molde, decidían apostar sobre
seguro y se dedicaban a copietear a un clásico francés o a un profesional
castizo, lo que se terciase. Más de uno fue pillado: «Con
franqueza: creo recodar haber leído ya traducida al castellano esa misma poesía
de Víctor Hugo, que me remite». «Bueno, pues resulta que V. hizo esas coplas
hace dos años, y el Sr. Cano las plagió hace dos años y medio».
Poetas
y aedos obligaban a los periódicos a dar lecciones de métrica: «Es que no se
fijan ustedes, queridos colaboradores espontáneos. Toda su composición A Teodora está hecha en cuartetos
endecasílabos, concertando como está dispuesto los versos primero y tercero,
segundo y cuarto; pero llega usted al final y la fastidia. Hay que poner un poquitín
de cuidado… Ya ve usted que no pido mucho». Y qué decir a los pretenciosos: «¿Un
soneto a Cervantes?, ¿y con estrambote además?, ¿y por añadidura malo? ¡Hombre,
no hay derecho!».
A
veces los espontáneos no se resignaban y protestaban porque sus textos habían
sido despachados sin contemplaciones, antes de concederles la oportunidad de redimir la barbaridad perpetrada en el primer párrafo. Las reclamaciones recibían este tipo de
respuesta: «¿No sabe usted lo que le dijo Clarín
a un autor que se quejaba, como usted, de haber sido juzgada toda su novela por
un dislate enorme cogido al azar en uno de sus primeros párrafos? Pues oiga
usted. Decía Clarín, poco más o
menos: “Si yo veo entre unos trigos unas orejas de burro, ¿necesariamente tengo
que acercarme para afirmar que detrás de aquellas espigas hay hocico, barriga,
patas, rabo, y, por tanto, un asno completo”. Pues a usted, amigo, le decimos
lo mismo: le hemos visto las orejas…, y basta».
Los
escritores de Pontevedra con sus modismos y localismos también exasperaban a la
prensa madrileña: «¿Qué le ha hecho a usted Bugallal para que le trate tan mal?
Estamos con usted en que hay cosas inaguantables; pero esas minucias de
política local no interesan más que en periódicos de provincias».
Pero L.R.M.,
el gallego indispuesto contra Bugallal, sabía que la prensa regional no iba a
tratarlo necesariamente con mayor indulgencia. El Progreso de Lugo, por ejemplo, solía dedicar a sus espontáneos perlas
de este estilo:
«Somos
unos admiradores fervientes de la aldea en verano, pero nuestro entusiasmo no
llega a tanto, y, por consiguiente, su artículo se quedará sin veraneo.
¡Paciencia!».
«¿Quiere
usted que lo publiquemos con faltas de ortografía y todo? Lo que se iban a reír
sus amigos». «Dice usted en una carta: “Le ruego, señor director, publique en
el diario de su digna dirección el presente cuento que yo he inventado como
colaborador espontáneo”. Pues mire, amigo, el director desea preservar muchos
años la digna dirección de El Progreso.
Si publicamos su cuento es muy posible que dejase de ser director».
«Su Sueño dorado, ¡ay!, no es más que eso:
un sueño. Y no sueñe usted con verlo publicado. Después de todo, la vida es
sueño».
«La
hazaña de ese detective es digna de pasar a la historia. Mándelo usted a la
sección Gente menuda, de Blanco y Negro. Allí quizá que se lo
publiquen; si pone debajo, “niño de cinco años”».
«Eso
lo escribió Saturnino Calleja hace muchos años. ¡Los hay frescos!».
«Usted
oyó campanas y no sabe en dónde. Su trabajito, tan pulidito y tan relamidito,
con recomendación y todo, ha salido sin novedad para “Cestona”».
Estas
eran cartas de rechazo y no las que remiten hoy las editoriales. Los
colaboradores espontáneos podían ser zotes incapaces de hilvanar dos frases,
pero no unos postulantes blandengues que esperaran a ser tratados con mucho miramiento.
Aunque sólo sea por eso, quizás mereciese la pena reunir sus bodrios en una
hemeroteca. No sería difícil, porque, a veces, los periódicos se rendían. «No
podemos por menos de publicarlo», decía una revista del trabajo de un
espontáneo que remitió su poemilla bajo el atrevido seudónimo de Un seductor:
«Amada
Paquita;
yo
por ti me muero
perdona
que abuse
de
pluma y tintero
pero
es que la musa
me
llama, me llama
ni
como en la mesa
ni
duermo en la cama.
Tienes
una cara
bella
y peregrina
por
eso no llego
pronto
a la oficina».
En este caso, la apostilla que merecieron los ripios rebasaba el estricto carácter literario: «Joven seductor, procure usted seducir al jefe de su negociado con una cronométrica puntualidad a ver si le asciende, y dedíquese con entera vocación a los expedientes y al balduque, aunque lo dudamos. Cuando se empieza como usted, es cosa perdida».
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