Los
colaboradores espontáneos tenían fama de plomos. Inundaban con
artículos de cien cuartillas la mesa de redacción de los periódicos, lo que obligaba
con cierta regularidad a desinfectarlas del microbio de la mala prosa. Pero no
se les ocurría cejar, alentados en su empeño por la posibilidad de ver sus
trabajos publicados, porque lo cierto es que no todos terminaban en las tenebrosas profundidades del cesto de los papeles. Incluso
había revistas que acostumbraban, de tanto en tanto, a editar números compuestos íntegramente con las contribuciones espontáneas, lo que invita a examinar la vertiente económica del asunto.
«Elegido del anónimo montón lo más
bueno, ¿es suficiente premio la publicación, o debía acompañarse al idealismo
de la gloria la prosa de la ineludible moneda?», se preguntaba un periódico en
1903. La disyuntiva traducida a la prosa hoy vigente sería: ¿hay que pagar o no
a los espontáneos? Las opiniones estaban divididas. Unos pagaban: «Cuando vean
publicado algún trabajo suyo, pueden pasar por nuestra Redacción a cobrar su
importe, cualquier lunes, de cinco a siete». Y otros no: «Si alguno de estos
escritos espontáneos fuera publicado, no envuelve ello derecho a retribución». Estos, por no pagar, no pagaban ni los sellos del envío: «Insistimos en decir a
nuestros colaboradores espontáneos, que como sus escritos no vengan debidamente
franqueados, no tenemos el propósito de pasar a correos a recoger sus partos pagando los sellos correspondientes.
¡Sería el colmo de… la mansedumbre!». Pero algunos periódicos no especificaban si
sus espontáneos iban a ser remunerados, lo que daba lugar a tremendos malentendidos. Con el muy plausible propósito de no crear falsas expectativas, una revista avisaba:
En fin, los espontáneos solían ser una subespecie de la polilla periodística que Clarín bautizó con el nombre de Deogracias y apellidó, sin importarle la redundacia patronímica, Gratis et Amore.
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