Los sádicos
que comentaban los trabajos remitidos por los espontáneos identificaban a los
autores por sus iniciales y la localidad desde la que escribían. No era difícil
suponer que aquellos datos bastaban no pocas veces para la ignominia y que los colaboradores,
que habían pretendido impresionar a los compañeros de tertulia con su firma
estampada en letras de molde, se veían en cambio abochornados y obligados a desertar del
café o del ateneo durante semanas por no soportar las pullas sarcásticas de la
concurrencia. La sospecha de que así ocurría es confirmada por el caso de J.M.B.
de P. Madrid cómico recibió su
trabajo y lo despedazó con su acostumbrada falta de piedad más la absoluta
indiferencia que el terroperiodismo siente hacia sus víctimas. ¿Qué sucedió en Béjar,
lugar donde había sido franqueado el envío de J.M.B. de P., desde el momento en
que se recibieron los primeros ejemplares de la revista? ¿Qué escenas se
vivieron en la peña que frecuentaba el espontáneo cuando explotó la bomba
incendiaria? No hace falta mucha imaginación para representárnoslas, pero puede
ayudar la carta de protesta que el interfecto se apresuró a escribir:
«Con
gran sorpresa he visto en el núm. 14 de esa Revista, y en su sección de Correspondencia particular, una
contestación dada a un colaborador espontáneo, cuyas iniciales coinciden en un
todo con las mías. Yo no he mandado nada a Madrid
cómico, ni he hecho nunca una mamarrachada como esa que se titula El divino café. Cualquiera que haya
leído algo escrito por mí, notará en seguida que tal cosa no puede ser mía.
Hasta el título lo denota, pues no creo en nada divino, y no uso, por tanto,
tal calificativo en ninguno de mis escritos. Estimaré a usted confronte mi
letra con la del original en cuestión y, si se conserva, me haga el obsequio de
enviármelo. Tendría gusto en saber quién es el cobarde que ha tomado mi nombre
para firmar eso. La broma es más que
pesada. De cualquier manera, espero aclarará usted en la Revista que yo no soy
el autor de El divino café y que no
he mandado para ella ningún original».
Así
que J.M.B. de P. debía ser una eminencia de las letras locales, probablemente laureado
en distintas ediciones de los juegos florales de la provincia. Claro que pudo haber
escrito El divino café y, al ver
rechazada la pieza, la carta con la que intentaba salvar su prestigio. Pero su
indignación suena sincera y un escritor mediocre no sería capaz de impostarla,
tampoco poseería la fabulosa imaginación necesaria para pergeñar ese complicado
argumento sobre la suplantación de su identidad literaria. Así que tiendo a
creer que fue embromado por algún vecino harto de los aires de gran literato
que se daba o quizás por algún competidor envidioso de su celebridad.
A un gran escritor, o siquiera a un escritor consagrado por la crítica como
compadre de Joyce y Dostoievski, no le haría falta gastar tanta munición, podría
zanjar la cuestión con mayestática apatía: «Un apócrifo más». Pero el de las
iniciales era sólo un escribiente municipal. Por eso mismo y porque no creía en
un dios que viniese a vengar la pupa en el honor, el de Béjar tuvo que acogerse
al derecho de rectificación. Madrid
cómico también dio crédito a su cólera e intentó desagraviarlo publicando
su carta, seguida de esta apostilla: «Queda hecha la aclaración que usted pide,
señor hereje, y celebraremos que no corra la sangre en Béjar». ¿Corrió la
sangre finalmente? De ser así, ¿quién fue asesinado en el laberinto bejarano:
Abenjacán o Zaid? No lo sé, porque el sótano de la hemeroteca guarda un Aleph,
pero un Aleph estropeado.
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